CONVERTIDO EN TIBURÓN

Por Edwing Salas 

 

Convertido en tiburónEsperaba… ¿Qué esperaba?

 

El gran momento. Gloria. El futuro prominente que se le había asignado si hacía lo correcto, si procastinaba, si se reprimía, si aguantaba los golpes del clima, las sequías; si confiaba estoicamente en los espíritus de la fe.

 

Atento y paciente, “animal cazador”, esperaba la llegada del gran destino. 

 

Siempre sobre un árbol. Miraba todo a su alrededor. 

Se negaba a cazar presas que no estuvieran acorde con su nivel de hambre. Llegaban otros ejemplares y las hacían suyas. Él estaba seguro que esas no eran las comidas que la naturaleza le guardaba. Siguió esperando.

 

Siempre sobre la copa de ese solitario árbol, mirando amaneceres, atardeceres, lluvias, truenos y ciclos lunares completos. El animal tenía ojos empañados, sin brillo, olfato nulo y colmillos mellados, a punto de caer, sin haber arrancado carne cruda, agonizante y temerosa.

 

El árbol empezó a dejar caer hojas, sus ramas cedían y sobre él, su vigilante, ya no tan ágil, ya no tan seguro, ya no tan esperanzado. Su piel empezó a cuartearse como tronco milenario, tenía la textura del desgaste inactivo. Había perdido algo importante, pero no sabía qué era.

 

No había ya tantas presas, la cantidad de nuevos animales aumentó.

Un día, despertó sintiéndose diferente, más de lo que él creía. Siempre se supo único, un ejemplar elegido. En ese punto de su existencia, ya no se sentía especial, pero sin embargo, algo había cambiado de verdad en ese momento.

 

Ahora tenía piel gris plomo, húmeda, resbaladiza, sus colmillos tenían filo nuevamente, eran cuchillos infalibles que doblaban en cantidad a la de su anterior mandíbula. Sus extremidades desaparecieron. 

En su lugar, dos aletas cortaban el aire a los lados y otra más grande, dorsal, se alzaba en medio de su espina, dándole aerodinamismo, velocidad y aspecto temible: “atrapa todo”.

 

Había llegado el día. Sea lo que sea que estaba sucediendo, era lo que esperaba. Jamás se imaginó que sus verdaderas presas estarían en el mar. Esa revelación le infundió ánimo y seguridad. 

 

Pero había un problema, sus branquias. Ahora debía respirar bajo el agua y se encontraba en tierra. Empezó a sentir el “O” sin el confort que le brindaría estar combinado con  “H2”.

 

Un animal como el que se había convertido siempre debía estar en movimiento. El océano estaba lejos, muy lejos de la copa del vegetal donde vivía.

 

Se sintió asfixiado, convertido en tiburón sobre un árbol. La mutación solo sirvió para morir en las ramas de una planta ancestral cuyas raíces nunca lo dejaron moverse a sus anchas.

 

 

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