EL PRINCIPIO

Por Raquel Fereira

 

 

Tenía la certeza de que encontraría lo que estaba buscando.

 

principio 1Pasé demasiadas horas acostada en camas de todos los tamaños, en sofás de diferentes formas, en alfombras de diversas texturas; pasé tardes en parques, plazas, cafés y restaurantes, dándole vueltas a la interrogante, a la asignación. “¡Cuánto tiempo perdido!”, pensaba. Pero qué equivocada estaba.

 

Cuando se terminaba el año decidí mover las energías, desechar lo negativo, limpiar el camino. Vacié mi closet de arriba abajo: lo viejo a la basura; lo bueno y sin uso, para donaciones. Me desprendí de libros escolares, de olores y objetos que evocaban momentos de todo tipo. “Que quede lo espiritual y no lo material”, me decían. Me deshice de todo el polvo, boté, barrí y limpié; dejé la estela primaveral del detergente. Quise darle largas al asunto, quise huir de la responsabilidad y no asumir la tarea. Mi subconsciente sabía que sería un viaje agotador.

 

“Por más que lo pospongas, no lo podrás evadir”. Lo sabía desde un principio, pero traté de ignorarme.

 

Una tarde, mis dos hermanos y yo decidimos lanzarnos del techo de la casa, diversión pura. Primero mi hermano mayor, el inventor del juego; dos pisos de caída y un único objetivo, aterrizar de pie en la grama del patio. Golpe de suerte, ¡lo logró! “Protegida” desde arriba por mi otro hermano y alentada desde abajo por el mayor, me lancé. ¡Lo logré!

Corrí a buscar algo que calmara el dolor del coxis de mi hermano, el del medio. Su dolor y sus lágrimas. “Los golpes en el coxis son peligrosos”, dijo mi mamá en mi mente; corrí con papel toilet en las manos. Nos descubrió en pleno embalsamiento. “Los golpes en el coxis son peligrosos”, esta vez lo escuché de su boca. En ese momento lo reafirmé, de la suerte no gozamos todos.

 

Más que una decisión, fue un impulso lo que me hizo abrir la biblioteca, movido por el presentimiento que después se me revelaría como certeza. Abrí la biblioteca y descubrí la colección de novelas de Agatha Christie, descubrí El viejo y el mar, varios de John Katzenbach, El túnel, Cien años de soledad, El Principito, una encantadora trilogía de Isabel Allende, Carta al padre, El diario de Ana Frank… El favorito: El retrato de Dorian Gray. Y tantos más que recordé la imagen del cementerio de libros perdidos de La Sombra del Viento de Zafón, pero no quise indagar en ese pensamiento.

 

principio 2Para el momento en el que saltaba desde los techos, ya me había aferrado a la literatura, pensé. Flores en el Ático fue el primero de muchos viajes, innumerables y perdurables. No es casualidad que constantemente me sienta en un ático, en lugares demasiado pequeños para todo lo que sueño. Aún era una niña, no sé exactamente de qué edad, la menor de una hermana y dos hermanos. La consentida, solía etiquetarme la gente. La gente no sabe lo que dice, me dije.

 

Estoy en el amplio patio de mi casa, bate en mano y atenta al pitcher; mi hermano mayor ya era jugador de béisbol y se disponía a lanzar la pelota. Aunque mis muñecas poco salieron del closet, las habilidades deportivas tampoco parecían haber florecido en mí. Un ojo morado, cero hits, mucho llanto y muchas risas, fue el resultado de ese juego.

Por años fui, la madrina del equipo, de todos los equipos en los que mis hermanos jugaron. Con mi vestidito, muy bonito, modelaba por la cancha, saludaba y sonreía. Esto fue lo más cerca que estuve de practicar algún deporte; en verdad, de cualquier actividad extracurricular.

De los otros juegos, como correr con los perros, de la correa de papá o romper récord de vueltas canelas en el sofá, algo recuerdo: miedo.

 

La época de novelas policíacas fue extensa y provechosa, la colección de Agatha Christie me libró de tantas clases aburridas del bachillerato, que aunque hoy en día reconozco que me hubiera gustado atender, seguramente volvería a escapar hacia el “Asesinato en el Orient Express”. No sé en qué momento me empecé a alejar de este género, quizás un poco después de La historia del loco. Pero no culpo a Katzenbach, culpo a mis 15 años ávidos de experiencias y de otros sentimientos; culpo a Flores en el Ático.

 

Mi mamá me dejó en el colegio a las siete de la mañana y yo caminé hacia la puerta, le pasé por un lado y seguí caminando hasta la parada de autobuses. Huía y soñaba, me enamoraba y me desencantaba, vivía y me rebelaba. No era la primera vez.

 

Olvidé el cementerio de Zafón. Revisaba los libros y me seguía golpeando el arsenal de recuerdos que llegaban sin mediar, sin pedir permiso. Como si cada libro correspondiera a una época, o no, mejor dicho, como si cada libro describiera una época, un viaje o un amor. Como si viajara con ellos, o dentro de ellos.

 

principio 3Obras de teatro, películas, dos adolescentes “haciendo el amor” torpemente, yo cantando malas canciones escritas en un papel rosado, playas, viajes. Un collage de imágenes paseándose por mi mente mientras me paseo por cada página. Cada frase subrayada en mis libros son causa y efecto en mi vida, definen mi personalidad.

 

Estoy sentada en sus piernas y de fondo suena una melodía de jazz que él, seguramente, sabría interpretar en alguno de sus instrumentos y que a mí, me embarga. Tomamos una botella de vino blanco mientras hablamos de la vida, de su música, de sus viajes a Europa; vemos las fotos y su rostro delata cuán feliz fue. Yo solo quiero besarle la sonrisa; “me encanta su libertad”, pienso. Abusamos de otra botella, esta vez de vino tinto, y la mezcla nos estimula… Nos despertamos aún abrazados, pero nos despedimos con un beso fugaz, insípido. Llegué a casa con un libro, un disco, un recuerdo persistente y la certeza de que no me llamaría más. Lo perfecto suele ser enemigo de lo bueno.

 

Tenía “El perseguidor” del inmenso Cortázar entre mis manos, aún estaba enamorada de este libro, de alguna torpeza que percibí en su autor. Del jazz, de Charlie Parker y sobre todo, de su saxo. Y debajo de este cuento estaba La tregua. ¡Por Dios!, la exquisitez de esa historia la envidiaba, incluso con su desgarrador final. A Benedetti le debo parte del drama y de la trama de mis encuentros. Quise llorar, pero una presión en el pecho no me dejaba. Ahí estaba, sentada ante la inmensidad de Saramago y Neruda, ante Laura Restrepo, ante Piedra de mar y Liubliana.

 

Ahí encontré lo que buscaba, delante y detrás de mí, en todos lados. “¡Cuánto he viajado!”, pensé. De pronto: allí estaba, un regalo en todo su esplendor, en cada una de sus cartas y de sus páginas, en haberlo recibido de un asiduo lector. Ese libro con la respuesta.

 

Vamos en la camioneta de mi papá vía Barquisimeto, mi madre trata de imponerse y lee la Biblia en voz alta. Mi papá le sube el volumen a “Píntame la carita” de Elvis Crespo. Mi abuela eleva sus manos y repite el salmo del día. Mi hermano maneja absorto en el asfalto de la carretera. Yo estoy sentada en la maleta, con mis audífonos en su máximo volumen, tratando de ignorar el entorno. Me critican mi forma de escape, pero es que creo en los silencios cómodos, en que las religiones no se imponen y sobre todo, en la empatía.

“La artista de la casa” me decían desde pequeña. Supongo que a partir de ese calificativo debí haber sabido cuán diferente soy de mi familia. Fue después de numerosas horas en terapia cuando logré aceptarlo.

 

Cartas a un joven poeta me halló vulnerable, con una necesidad que no había podido acertar y con una soledad que ahora sé, es esencial. Noté la única frase en la contraportada del libro, la leí como por primera vez, “Lee este libro: puede cambiar tu vida”. Y así fue Rilke, así fue.

 

Soy una lectora promiscua, librófila, aniquiladora y libre, he aquí la respuesta.

 

“¿No ha visto usted que todo aquello que ocurre es siempre el principio?”, escribió Rilke. Y así, de la necesidad de escribir, estas palabras son el principio.

 

 

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