EL REENCUENTRO

Por Javier Ignacio Alarcón

 

La mesedoraRecuerda esa tarde, siempre recuérdala. No la olvides, porque ahí se oculta lo que tanto hemos estado buscando. ¿Lo recuerdas? Todas las pistas y todas las huellas: el rastro que dejamos para ti, para que lo encontraras y nos buscaras. Fuiste torpe o, tal vez, debo reconocerlo, más astuto de lo que esperábamos. Como sea, no hiciste lo que pensamos que harías: te fuiste corriendo y te escondiste y desapareciste durante muchísimo tiempo. ¿Qué estuviste haciendo? ¿Estuviste planeando? ¿Estuviste pensando en todo lo que había pasado y en cómo te afectaba y qué podías hacer para escapar, para evadir lo que eventualmente se te vendría encima? Me gusta pensar que te dedicaste a armar el rompecabezas o a reconstruir la escena. Enumeraste los objetos: la alfombra, la mesa, la taza de te medio llena, la foto de mi madre, la biblia abierta, las persianas rotas, las gavetas abiertas, la ropa en el suelo, el cuchillo sobre el sofá, el sofá desgarrado, las gotas de sangre, el cigarro prendido, las cenizas, el humo, el aire, la garganta abierta, los ojos abiertos, la boca abierta, la franela manchada. No sólo los enumeraste, los estructuraste, los ubicaste en el espacio y les diste un sentido. Estabas seguro de que caminabas por el camino correcto, que no te estabas equivocando. Y no te equivocabas. ¿O sí? ¿Qué estuviste haciendo? ¿Por qué desapareciste? ¿Dónde estuviste? Durante meses me pregunté si habías entendido el mensaje, si habías sido capaz de reconocerme en esa escena y en esos objetos y en ese rompecabezas. ¿Me reconociste? Eso ya no importa. Eso es estúpido, ahora que lo pienso. Como sea, volviste. Y actuaste como si no supieras nada, como si todo hubiera sido un juego o un error. Un momento más, un lugar común en tu vida. Te puedo confesar ahora, si me lo permites, que me molestó. Que me pareció de mal gusto. ¿Cómo me explico? Poco elegante. Siempre creí que tú eras mejor que eso, que estabas por encima de ese tipo de juegos. Pero fue tu indiferencia lo que me hizo pensar que sí habías entendido, que eras capaz de percibir mis pistas y mis huellas. Aun así, continuaste con tu vida: el desayuno, el trabajo, los informes, la secretaria, el almuerzo, los cigarros, el café, el tráfico, la cena, la esposa. En resumen, la rutina. ¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué no continuaste con el juego? ¿Por qué no me buscaste? ¿Por qué no me perseguiste? Pero no importa. De verdad, no importa. Ahora sí estoy seguro. Ya no tengo dudas de que tú eres capaz de ver mi rostro, de seguir mis huellas, de entender mis pistas. Ahora sí te puedo esperar, con calma. Porque sé que estas viniendo, sé que vas a entrar por la puerta y que me verás y que no entenderás qué hago aquí (¿o fingirás no entender?) y jugaras mi juego y yo jugaré el tuyo y fingiré que he venido a no hacer nada, a pasar el rato, a saludarte. No sabrás qué esta pasando (¿o sí sabrás?). Pero no va a importar, porque igual todo ocurrirá como lo había planeado, como se suponía que debía pasar. Tú entraras por la puerta y yo te diré: recuerda esa tarde, siempre recuérdala.

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