CONDOMINIO CIELO
Por Juan Rondón
En el lavamanos, frente al espejo, comienzo a lavarme las cenizas de la cara, me seco las gotas de agua, algunas se deslizan por el cuello. Veo mis ojos hacerse líquido en el reflejo, sin poder notar la diferencia entre lágrimas y gotas. Cuando mi rostro queda limpio logro ver los últimos cambios en mí. He dejado de comer, de ir a trabajar, ahora mi vida solamente va del apartamento a la terraza. Me observo sin tener alguna palabra que decirme, recordando como todo lo cotidiano se ha ido transformando, dejando a este mundo sin ninguna importancia.
El pequeño edificio donde siempre he habitado, con la fachada pintada de hollín y sus ventanas como párpados clausurados, fue el escenario. Vivía con mi abuela. Mis padres murieron en la misma época en que comenzó la guerra, no puedo recordarlos. Todo inició en la terraza del edificio. Comencé a subir para distraer mi mente. Subía y me acostaba boca arriba, observando el cielo y los alrededores. Un día noté en el edificio de en frente un apartamento con la ventana abierta, no tenía barrotes ni tablas (es aquí donde se gira la llave y el mundo comienza a torcerse). En su sala de estar se percibía una vibración diferente a la de las calles y otros hogares donde la guerra, como pintura que mancha los ánimos, se había filtrado en las paredes. Un girasol estaba en el centro de la sala, un estandarte de pétalos amarillos que cautivó mis ojos.
Yo seguía invadiendo aquel apartamento con una ligera mirada cuando la alarma antiaérea comenzó a sonar. Pude notar la transformación de una libélula -que vi venir desde el horizonte- en uno de esos aviones bombarderos. Desde el apartamento mi abuela gritaba que me refugiara. Bajé corriendo las escaleras. La encontré llorando, la abracé para aislarla del mundo.
Usualmente sólo pensaba en el sonido de las explosiones, rezando para que no cayeran cerca de nosotros, pero esa vez, el girasol de aquel apartamento fijó sus raíces en mi mente. El ataque duró alrededor de medio minuto, salí a la calle para medir los estragos. Sentí alivio al ver nuestro edificio intacto, al igual que el edificio de la ventana abierta. Durante esa agresión no se escucharon gritos, solamente el silencio de la impotencia y la solemnidad, un conticinio prematuro.
Aún iba al trabajo, las horas de labor estaban llenas de recorridos imaginarios por los pasillos de aquel hogar. Al cumplir el horario iba directo a la azotea y me quedaba viendo a través de la ventana. A pesar del tiempo, el girasol seguía igual de colorido que cuando lo vi por primera vez. Justo en el momento en que pensaba en sus habitantes y su forma de vivir, una mujer y un hombre cruzaron la sala conversando. El cabello de la mujer caía sutilmente, tan natural como la lluvia que conecta el cielo con la tierra. Agarró una jarra de agua y la sirvió en la maceta del girasol. El hombre, en un sutil arrebato, alejó la jarra y la puso en la mesa, se volteó y abrazó a su mujer con un gesto de algodón. Dejaron el marco de su sala, mi breve acercamiento a la alegría se escapó entre los rincones de aquel apartamento. Me dejé caer en la azotea como aquellos que se lanzan a ver las nubes.
Pasé semanas inventado recuerdos con esas personas: un diálogo apenas llegara a casa en un mundo sin guerra, donde ellos me preguntarían -mientras pongo la mesa- cómo pasé el día, y luego nos sentaríamos juntos a cenar, en familia. Fantaseé que me colocaban sobrenombres: “Querido”, “Cariño”, “Corazón” para avisarme que el desayuno está listo, y sin embargo, podía dormir hasta tarde.
Un día al salir del trabajo escuché sonar la alarma. Alcé el rostro, observé una estela agrietando el cielo. Comencé a correr por encima de las sombras de los atacantes aéreos. Los aviones, con una cesárea mecánica, fijaron su destrucción. Al llegar a casa encontré a mi abuela escondida en el baño. La sostuve entre mis brazos y pecho, sentíamos los intentos del enemigo por deshacerlo todo.
Su palpitar se aceleraba, el corazón estaba listo para huir y esconderse. Por momentos se volvió imposible diferenciar entre sus latidos y las explosiones. Las granadas aéreas caían, la ira llenaba nuestros oídos y la respiración tenía aroma a angustia. Cuando oí a los aviones irse, el terror quedó reposando dentro de nosotros.
El corazón de mi vieja se había detenido. Su rostro quedó reposando en mi pecho. El luto que me acompaña desde que nací se hizo más hondo. Después que se la llevaron puse su cuarto en orden. Estuve encerrado en el apartamento, sin ventanas y sin tiempo. Para ese momento creí que la guerra me había enseñado sobre la desesperanza, sin embargo nada me preparó para la verdadera tortura y pérdida de la razón.
La casa vacía se convirtió en un demonio íntimo, devorándome en cada situación doméstica; al poner la mesa para una persona, lavar el mismo vaso sin posibilidad de ensuciar otro, ver una perpetua cama tendida sin arrugas mañaneras y la comida que sobra, cayendo a la basura. No me quedaba más que subir a la terraza. Sentado, apretando las piernas contra el pecho, abrazándolas, con el mentón sobre mis rodillas observando a través de la ventana al girasol, tan amarillo como siempre.
Al ver a mi abuela en aquel apartamento, se abrumó mi alma. La detallé para estar seguro. Comencé a llorar, indudablemente era ella. Sus gestos antiguos, dándole una sonrisa a la mujer y luego abriendo los brazos, recibiendo al hombre con un cariño que estaba cargado con años de ausencia. Ella se acercó a la ventana, tenía ganas de gritarle pero mi voz no salía. Se asomó por el pequeño marco, dirigió su vista hacia mí, buscándome con sus ojos; no tuvo ninguna expresión.
Desde aquel momento no salgo del edificio, casi ni abandono la terraza, como dije: solo bajo al apartamento por breves momentos; me lavo la cara y vuelvo a encontrarme, después subo a la azotea y, entre los sonidos de los aviones, miro a través de la ventana, y casi pudiera jurar que siento, de lejos, la esencia a girasol.
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