ESTABA DORMIDA

Por Javier Ignacio Alarcón

 

A Lila Sofía González

 

“Tengo sueño” –fue lo único que alcanzó a decir y lo repitió un par de veces más. Aún así se levantó del sofá en el que había estado durmiendo y, apoyada en mi hombro, caminó hasta el carro, que estaba estacionado frente a la casa. Eran cerca de las tres de la madrugada y era el final de una fiesta. No había llovido, pero la calle se había mojado por el rocío. La ayude a sentarse en el asiento del copiloto. Ni siquiera abrió los ojos para mirarme. Cerré la puerta, rodeé el twingo verde y me subí en el lado del piloto.

 

pablo-picasso-jeune-fille-endormie-painting OybMy 48Tuve que calentar el carro. Ella estaba dormida a mi lado: el rostro delineado, los labios color rosa, los parpados cubriendo los ojos, la expresión de absoluta armonía (de que el mundo no existe, de que no está, de que todo lo que ocurre fuera de sus parpados es una mentira incapaz de acceder a los rincones de su mente). Pasé unos minutos mirándola: el tiempo necesario para que el motor del carro se calentará. Estaba hipnotizado: tentado a quebrar esa armonía, a penetrar en su mundo.

 

Finalmente, inicié mi camino de vuelta a casa. Ella seguía durmiendo. El camino era conocido, lo había recorrido varias de veces. Sus ojos, que ondulan entre un color miel y un verde claro, pero muy tímido, permanecían ocultos. Solamente avanzaba, sin pensarlo, por las calles de Caracas. Sus cejas, siempre tan expresivas, ahora descansaban sobre sus ojos, no se movían, no más allá de uno que otro tic imperceptible, producto de algún sueño.

 

Estaba en la Lagunita y los faros no alumbraban el camino. Su sonrisa, que siempre se me revelaba con un encanto incomprensible, ahora estaba ausente o escondida o desaparecida. Las luces del carro parpadearon, un defecto del vehículo. Yo no podía dejar de mirarla de reojo. Volvieron a parpadear. Busque su mano y ella sujetó la mía, por una simple reacción, probablemente.

 

Debo haberme equivocado, pensé, debo haber cruzado donde no era o algo así. Porque el camino se me estaba haciendo demasiado largo, mucho más largo de lo que en realidad era. Los quince minutos habituales se habían transformado en una hora: sesenta minutos dando vueltas por las calles oscuras, sin llegar a ningún lugar, avanzando por un camino que siempre se ve igual, pero que no puede ser el mismo. Y yo sólo la miraba, de reojo, y me aferraba a su mano. Yo conocía el camino, yo lo conocía. Las luces del auto volvieron a parpadear y otra vez y así, hasta que se apagaron. Pero no detuve el auto, porque yo me sabía ese camino de memoria. Sólo me aferré a su mano y la miré de reojo, en la oscuridad del carro, apenas iluminada por la luna (que alguna vez llamamos nuestra): yo sabía dónde estaba, yo conocía ese camino.

 

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