RECUERDOS DE GOLPE

Por Betina Barrios

 

4 de febreroTenía siete años y corría 1992. Por alguna razón cuando tenemos la fortuna de asistir al colegio no queremos hacerlo; y durante ese año, mi segundo grado de primaria, la excusa perfecta para no ir a clases dejó de ser el dolor de barriga y deseaba desde mi cama mirando hacia el techo con resignación: “Ojalá haya golpe de Estado”.

 

¿Y qué iba a saber yo de qué se trataba todo eso? Yo solo no quería ir al colegio y llamaba mentalmente a la posibilidad de que viniera un golpe. Inocentemente, ya esto se había hecho cotidiano para mi mente infantil y deseosa de días libres. En dos oportunidades, en prácticamente un mismo año escolar no tuvimos clases durante varios días, y era perfecto: no era invento nuestro, no afectaba nuestra salud, no entendíamos qué era y ¡No había clases!

 

Y todo el furor que acompañaba al golpe era sencillamente emocionante. Recuerdo perfectamente ir al supermercado con mi papá, que en ese momento vivía solo conmigo y mi hermana, para abastecerse para el golpe. Nunca vi a nadie comprar de esa manera. Tuvimos jabón de tocador de sobra durante los siguientes cinco años, imagínense la cantidad que eran. Nunca más vi a mi papá más motivado a comprar. En ese momento me pareció fabuloso, compró todo lo que pudo.

 

La inestabilidad en los países solo es perceptible a partir de cierta edad. Hay que ver la ingenuidad que significa llamar a golpe de Estado para evadir la responsabilidad de la rutina escolar. Ningún contemporáneo puede negar este recuerdo. Muchas mentecitas unidas deseando el golpe para no ir a clases por varios días. Dentro de cada uno de nosotros vivía un mini golpista que solo soñaba con no pararse de la cama y quedarse jugando todo el día.

 

Mi papá es profesor universitario en la UCLA en Barquisimeto. Durante toda mi niñez estuve cerca del estudiante descontento que protesta y es así; el estudiante, como muestra de su esencia se quejará eternamente ante cualquier gobierno. Es lo natural. Siempre habrá demandas insatisfechas y un deseo intenso por cambiar la realidad. Habrá disturbios como medio de expresión y se suspenderán las actividades regulares. Cuando somos niños no nos inmutamos ante las tragedias de la vida. Así que siempre fui un pequeño cerebro demandante del caos para satisfacer mi deseo de permanecer en casa con mis juguetes.

 

Ahora mismo no recuerdo en qué momento dejé de ser así y empecé a desear con mayor responsabilidad; pero lo cierto es que ahora me causa gracia pensar en la simpleza de la mente infantil y recrear ese deseo intenso de no tener que fingir un malestar para no ir al colegio. El golpe era perfecto. No sabía qué era, ni por qué ocurría o qué consecuencias tenía; solamente era un hecho maravilloso que era capaz de paralizar todo, convertir a mi papá en un loco que no iba al trabajo, y además, me permitía ganarme unos cuantos días de vacaciones que nunca tendría que devolverle a nadie y fui tan afortunada en 1992 que me pasó dos veces.

 

Durante los años escolares siguientes seguí pensando en cuándo llegaría el golpe de nuevo para darme unos días libres. Hasta que lo olvidé. Luego lo comprendí, y dejó de reunir todo su atractivo. El ejercicio de revivir estas sensaciones pasadas me hace entender lo que significa dejar de ver el mundo con tanta sencillez. Hoy han pasado exactamente veinte años desde que me sentí así, y se me hace triste la celebración de un adulto frente a días como este.

 

Una cosa es ser niño y desear inocentemente, y otra muy diferente es celebrar la anarquía con conciencia, e invertir el tiempo y el dinero que no sobra para festejar el fracaso. ¿Quién puede enorgullecerse de un golpe de Estado? ¿Quién puede sentir satisfacción con el caos?

 

Los niños y los desubicados.

 

@betinabarrios

 

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