BÚSQUESE UNA VENEZOLANA. POR JAVIER ALARCON

Por Javier Ignacio Alarcón

 

 Más allá van las dos caderas de las dos mujeres,

las dos rayas, el movimiento en ondas verdes,

ondas de tela verde: el movimiento

que va de las nalgas al talón.

 

Adriano Gonzalez

País portátil.

 

 

missvenezuela nachoUno se sienta y pide un café: que sea un guayoyo, le dices al panadero. Y él te lo sirve y te pregunta cómo está España. Porque como uno trabaja en una academia de españoles, dando clases a adolescentes que se quieren ir a España y bueno, por qué no decirlo, porque uno tiene familia española, entonces el panadero, que es indiscutiblemente portugués (disculpen el tópico), tiene que pensar que tú eres español. No hay mucho que puedas hacer, sólo sentarte y tomarte tú café y pensar que así se resuelve, de una vez por todas, la identidad venezolana, siendo un hijo de españoles, que sólo conoce la vida venezolana y que no se cansaría de pedir un guayoyo en España, aunque nadie entienda lo que estás diciendo; pero siendo, al mismo tiempo, acusado por un portugués de ser extranjero, sólo porque él se siente más venezolano que tú. O quizá no.

 

Pero nada más venezolano que la mujer, ¿cierto? Nuestro orgullo. Hay dos eventos sagrados en nuestro país, la independencia y el Miss Venezuela. En uno desfilan soldados y en el otro, mujeres. Y con la misma facilidad con la que resolvimos la cuestión identitaria de la venezolaneidad, podemos resolver la cuestión de los géneros en esta pequeña Venecia (o Venecia podrida, como usted prefiera). Pero olvidemos a los soldados por un momento. Porque entra una mujer a la panadería y uno no puede evitar recitar de memoria el credo que nos han inculcado desde pequeños, ese que va sobre la mujer y que todos conocemos.

 

¿Cómo es esta mujer en cuestión? Es morena, de muslos bien formados, senos medianos, cabello castaño oscuro y con los ojos verdes. Esta sí es una mujer venezolana, podría pensar. Pero yo la conozco, es mi alumna, y sé que ha vivido la mitad de su vida en Estados Unidos y que baila hip hop. Y aparece la paradoja.  Ella me ve, me saluda y sube a la academia. Yo vuelvo a mi café.

 

Creo que fue Unamuno quien dijo que si te enamoras de una mujer, te enamoras de todas. Esa es una de mis reflexiones favoritas. Aunque si tuviéramos que pensar en la mujer venezolana, quizá convendría otra reflexión, del mismo don Miguel, en la que nos dice que las mujeres se enamoran por lástima ante el hombre patético, que sufre por el deseo. Y ahí tenemos una imagen de la mujer: siempre bella, siempre mirando hacia abajo, compadeciéndose de los deseos que no entiende cómo ha despertado.

 

Entra otra de mis alumnas. Esta es más europea. Rubia, muy blanca (como la chicha, si queremos ser autóctonos), más delgada y definitivamente más elegante. Con el rostro lleno de pecas y los ojos color miel y la nariz delgada y muy bien perfilada. Esta mujer no parece ser nada venezolana, es muy blanca, poco voluptuosa. No es caribeña, en resumen, o no parece serlo. Y sin embargo.

 

guayoyo nachoTambién me ve, también me saluda, también se va y yo no puedo hacer más que volver a mi café. Recuerdo un chiste muy malo que una vez compartí con otra mujer, muy francesa o, tal vez sería mejor decir, afrancesada (porque hay intencionalidad en sus vestidos con estampado de flores y sus legui rosados), sobre las analogías entre las arepas y las mujeres. ¿Qué te gusta? ¿Una sifrina, una catira, una pelúa o, cómo olvidarla, una reina pepiada? No sé qué querrá decir, pero a mí me gusta la reina pepiada (la arepa, no la mujer).

 

Pero volvamos a terrenos más interesantes. Creo que es Agamben, filósofo italiano, quien dice que una mujer es bella porque su cuerpo parece perfectamente consciente de algo que su mente felizmente ignora. Ahora sí nos acercamos al centro de la diana, porque todas las mujeres venezolanas tienen ese doble juego, esa ambigüedad, ese erotismo. No todas te compadecen, pero pareciera que todas te coquetearan, aun cuando eres perfectamente consciente de que no lo están haciendo.

 

Entra una sifrina (una mujer, no una arepa) a la panadería. Toda arreglada, en su falda de oficina, con su blusa de botones, con su peinado impecable a pesar del día de trabajo y la cara de cansancio. Con un maquillaje exagerado. ¿Con los senos operados? No se sorprenda y seamos honestos, no podemos hablar de la mujer venezolana sin hacer una breve reflexión sobre el silicón. Si rebotan demasiado, como es bien sabido, son reales. Pero no logró ver si son inquietas o no, las de la sifrina, digo. Y tampoco puedo quedarme mirando por mucho tiempo (uno tiene que ser medianamente decente).

 

Finalmente, llega la mujer que estoy esperando. También vestida de oficina, pero con mucho menos maquillaje. Con una sonrisa más natural, más viva. Con su cabello oscuro y sus ojos tímidamente verdes. Su piel es blanca, pero ligeramente coloreada (rastro de una ascendencia libanesa). Me ve, me sonríe y se acerca para darme un beso. Le pido que me espere mientras me termino el café. Ella se va, me explica que quiere comprar algo para cenar, que me espera en el carro. Y yo me termino mi guayoyo intentando no concluir mi reflexión sobre la mujer venezolana con una mención de las arepas y el silicón (que tampoco dejaría de ser acertada). ¿Qué más se puede decir? Quizá la mujer venezolana, como el café, es verdaderamente democrática y, a pesar de la idealización, se hace en su heterogeneidad. Termino la bebida, veo los dibujos que se han formado en el borde de la taza, intentando predecir mi futuro, y me levanto, he conseguido mi conclusión, parafraseando a Enrique Hernández-D’Jesús: no pierda el tiempo buscando a la mujer de su vida, búsquese una venezolana.

 

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