LE LOGEMENT HAUSSMANNIEN
Por Marie Lépinoux
«La mayor astucia del demonio es hacernos creer
que no existe.»
Baudelaire
Jean-Luc siempre tuvo una fascinación por la cultura francesa. Supongo que esto se debió a que su papá era francés. Su padre, Xavier, hablaba poco sobre sí mismo. Era muy conversador, pero de cosas poco relevantes. Él podía mantener una conversación de tout et de rien, pero no de aquellas cosas que son verdaderamente importantes para los sentimientos. A él siempre le pareció fascinante la personalidad enigmática de Xavier. Creo que por eso siempre le maravilló La France, porque de alguna manera llegó a pensar que, como su padre era enigmático, los franceses también lo serían.
De adolescente, Jean-Luc decidió mudarse a París. Quería conocer más de cerca esta enigmática cultura y quería convertirse en un poètemaudit. Adoraba a Baudelaire, Verlaine, Rimbaud y Mallarmé. Pensaba que si se intoxicaba con absenta en Pigalle, podría llegar a ser uno de ellos. Creo que en algún momento llegó a pensar que paseando por las calles de París el espíritu de alguno de estos poetas podía poseerlo. Esa idea le encantaba.
La forma estética con la que más le gustaba jugar en sus poesías era el bordel. Para él el desorden era la manera más sublime de encontrar la belleza. Quien logra conducir su vida a través del caos obtiene la verdadera trascendencia.
Jean-Luc acostumbraba vestir de negro. No lo hacía por ser emo o alguna de esas subculturas pop. Les parecían muy ridículas. Se vestía de negro porque estaba de luto, pero no porque algún familiar o amigo hubiera muerto, sino porque debía mostrar su duelo por aquellos impulsos estéticos que debía ahogar para poder vivir dentro de la sociedad.
A pesar del pronóstico de sus familiares y amigos que vivían en París, consiguió rápidamente dónde vivir, en el número ochenta y siete del Boulevard Malesherbes. Conseguir apartamento en París es complicado, sobre todo en invierto, por la trêvehivernale.
En el anuncio de pap.fr decía que la studette quedaba en un bâtiment haussmannien, de nueve metros cuadrados, sous les toits a 375 euros al mes. La primera vez que entró no se percató lo pequeña que era, pues estaba maravillado con el quartier y con la vista de la Tour Eiffel. Ni siquiera le importó que para llegar a la studette había que subir seis pisos por una escalera de caracol. Lo alquiló inmediatamente. Sin pensarlo dos veces.
Subir sus maletas por esas escaleras fue toda una proeza. Afortunadamente, el huitièmearrondissement no era como Stalingrad en el dix-neuvième, así que pudo dejar una maleta abajo sin ningún peligro, mientras subía la otra. Cuando finalmente entró con las dos maletas, se dio cuenta que era mucho más pequeño de lo que recordaba, de hecho, creo que era más pequeño que nueve metros cuadrados. Si abría sus brazos, podría tocar ambas paredes al mismo tiempo. Tuvo que arreglar rápidamente las maletas porque, de no haberlo, no podría dormir cómodamente, ya que las dos maletas casi ocupaban todo el espacio. Cuando todo estuvo acomodado, comenzó a sentir mucho frío. En el exterior había la sensación de dos grados centígrados. La calefacción no servía y el hecho de que su studette estuviera en el techo, agravaba la sensación térmica. Esa noche no lograba conciliar el sueño. El frío y el sentimiento de abandono le produjeron insomnio, así que decidió tomarse dos de las pastillas que le habían prescrito para la ansiedad. En menos de quince minutos, ya se había dormido…
De pronto, de alguna forma que él no podía explicar, él se encontraba en una habitación con las paredes pintadas de negro. En el fondo de ella, había un sofá capitoneado de color blanco, al estilo Luis XIV. En él estaban sentadas todas las representaciones demoníacas del Diablo. Uno a uno comenzaron a presentarse ante mí, mostrándome su poder, sus aterradores aspectos y cada uno de sus nombres: Asmodé, Astaroth, Azazel, Belcebú, Lucifer… Rápidamente, Jean-Luc abrió los ojos y se dio cuenta que seguía en París, en su studette en el BdMalesherbes. Estaba desorientado. Creo que debieron ser las pastillas. Se dio cuenta que todo había sido una pesadilla, así que decidió mirar el reloj. Eran las quince horas. Había dormido más de dieciséis horas.
Todo lo que vivió en esa pesadilla fue tan intenso, que decidió dejar su studette. Intentó bajar las escaletas de caracol corriendo, pero no pudo. Se mareó. Cuando estaba saliendo del edificio, se dio cuenta que dejó las llaves dentro de su casa. Observó las escaleras alrededor de unos diez minutos. No quería subir, pero su instinto caraqueño le indicaba que debía subir, podrían robarlo. Así que, con mucho pesar y cansancio, tuvo que volver a subir las escaleras. Afortunadamente, la cerradura de la puerta no cerraba si no se le pasaba la llave. Todo ese episodio tan molesto, lo atisbó con música.
La música que más disfrutaba era en avant-garde y algunas bandas de los ochenta. Siempre que estaba en el metro, escuchaba música. Él creía que viajar en el metro y escuchar Ulver eran la combinación perfecta. Él decía que la música de Ulver era la más perfecta y trataba de buscar aquella canción que coincidiera con los minutos que hay entre una estación y otra. Por ejemplo, el último minuto de Lost in Moments eran perfectos para escucharlos cuando subía por el ascensor de Abbesses. En general, le encantaba el metro de París. Cuando lo hacía, imaginaba que el metro era una forma del inconsciente, una suerte de Hermes que le hacía atravesar el inframundo. Le permitía comunicar todos los puntos de la ciudad, no los de la Banlieu. En el metro, le encantaba cruzar la mirada de los parisinos, quienes no están acostumbrados a desviar la mirada.
Para poder pagar la costosa vida parisina, tuvo que conseguir trabajo en el Flunch de Beaubourg, al lado del Pompidou. Seamos honestos, era un trabajo de mierda en un restaurante para los negros, árabes y chinos que viven en el 3ème. Ese trabajo no tenía nada de bello ni nada asociado con la poesía. Era cajero, así que se calaba las estupideces de los clientes y se encargaba de limpiar la sala teniendo que recoger la porquería de los clochards. Una vez una indigente hizo pupú al estilo Diógenes Laercio, en medio de la sala. Por supuesto, él tuvo que recoger esa maloliente y desagradable fechoría. Esa fue una de las experiencias más desagradables que tuvo, aunque no fue la única. Todo el tiempo tenía que recoger la comida que la gente tiraba al piso. En los baños tenía que recoger los papeles que la gente no botaba en la basura. En la caja tenía que explicarles el sencillo menú a los clientes con incapacidad metal y a los turistas.
Se quejaba todo el tiempo de su trabajo. Se quejaba camino a Flunch, se quejaba cuando ya estaba ahí y se quejaba cuando salía, porque ya vislumbraba que al día siguiente tendría que regresar. Era un trabajo que le deprimía más de lo que ya estaba.
Además de su trabajo en Flunch como employépolyvalent, también le deprimía el cielo grisáceo de París. Esto le encantaba, sólo así creía que llegaría a entender el spleen. Jean-Luc quería entrar en un verdadero estado depresivo, más del que ya le habían diagnosticado hacía dos años. Por eso, había dejado de tomar su medicación, a pesar que el desequilibrio químico le provocara mareos y naúseas.
Cuando salía de su trabajo, solía ir a Strasbourg Saint-Denis para conseguir a un par de prostitutas asiáticas con quienes tener una orgía por un buen rato. Esto solía apartarle del asco que sentía por la ciudad. En realidad, ese momento es el único placentero que tenía en su vida. Pues la comida ya no le satisfacía y el alcohol solamente lo bebía para aguantar el día.
Al momento de dormir, siempre sentía que una oscura nube le acompañaba. De hecho, en ciertas ocasiones sentía que un demonio lo despertaba a media noche. Pero nadie estaba en su studette, sólo la nube. Él decía que era el diablo. Siempre se sentía vigilado por él, quien estaba ahí, aguardando a que su locura estallara. A Jean-Luc le encantaba sentirse así, como Cioran, aun cuando sabía que su final en esta vida había sido como afortunado. A veces pensaba que el diablo nunca había estado en su studette, sino que le aguardaba en el pasillo y en las escaleras de caracol…
Una de las características de París es que su ambiente es tan apesadumbrado que el cansancio se apodera de tu espíritu y todos los días comienzan a ser iguales, uno realmente no consigue darse cuenta del tiempo que transcurre. Uno podría pensar que transcurrieron dos semanas, pero en realidad fueron dos años. Jean-Luc estaba atrapado en ese bucle, en esa dinámica de tiempo circular, justo como Nietzsche lo afirmaba. Ya él no sabía cuánto tiempo había vivido en París. Lo único que sabía es que hace años que no escribía poemas.
Una mañana se despertó creyendo que lo más la medida más teatral para salir de este bucle era llegar al extremo de su existencia. Tomó cuatro pastillas para la depresión, dos para calmar su ansiedad y se acostó a dormir. Esa noche, el diablo no lo había despertado. Le había despertado una de esas gamines trèscoquines con quienes solía tirar. Ella le había conseguido el perico que requería para llevar a cabo su experimento existencial.
La gamine le llevó la cocaína a su studette, tiraron un rato y después se fue. Él quería estar sólo, quería probarse a sí mismo. Quería saber si volvería a escribir poesía. No lo consiguió. Así que pensó que estaría bien si se castigaba un poco. Tomó un cuchillo y comenzó a cortarse en la muñeca. Cada minuto que pasaba sin escribir una sola línea, él se hacía un nuevo corte. No logró escribir nada, sólo pintar el suelo de sangre. La poesía no llegaba a él, pero él estaba a punto de alcanzar la belleza máxima. Así que decidió beber el aguardiente que tenía. Ya no aguantaba su emoción. Todo lo que había vivido necesitaba ser compartido con el mundo, así que decidió salir y pasear por las calles parisinas. Pero, cuando iba bajando las escaleras de caracol, se consiguió nuevamente con el diablo. El diablo no le permitió salir nunca más de esas escaleras. Ahora Jean-Luc tendría que subir y bajar esas escaleras por toda la eternidad, así como le ocurrió a Sísifo.
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