DEL PALUDISMO AL HOMICIDIO

Por Jorge Flores Riofrio

@FloresRiofrio

 

 

                                                                                 

Así como muchos, fui víctima de un robo en una unidad de transporte público el día en el que escribo este artículo. Sinceramente cuando inicié el día, no pretendía escribir algo sobre la delincuencia, pero en vista del suceso y gracias a la novela que estaba leyendo al momento del atraco, vino a mi una reflexión sobre el flagelo número uno de Venezuela.

 

Como casi todas las mañanas, me desperté a las 5:30 am, con las muchas cosas qué hacer en mi mente, deudas por pagar, actividades de la universidad, terminar un manual para un cliente y culminar el diseño de una actividad para la iglesia. Me puse a orar, puesto que me sentía abrumado por el inicio de esta semana tan ajetreada, duré más tiempo de lo habitual puesto que necesitaba descansar en quien he creído fortalece mi espíritu, así que inicié mi aseo y arreglo para salir a la calle, mucho más tarde de lo que debía. Salí de mi casa a las 7: 05 am, sin desayunar porque estaba demasiado atrasado, la clase era a las 7 en punto y apenas estaba saliendo de la urbanización. Llevaba como siempre, mi teléfono, mis llaves y mi billetera guardados en los bolsillos de mi pantalón y la novela “Casas muertas” de Miguel Otero Silva en la mano. Caminé el trecho lleno de tierra húmeda por la lluvia, que ensuciaba mis recién lavados zapatos marrones, hasta llegar al semáforo, en donde tuve que caminar unos metros más, hasta una piedra en el borde de la avenida.

 

Casi todas las busetas, “rapiditos” y buses que iban a la Mora, en donde queda la universidad en la cual estudio, pasaban repletos de gente. Los minutos eran implacables, no se detenían por nada, así que yo tomé la decisión de no estresarme, el haberme quedado un rato más orando, fue algo bueno, valía la pena el retraso. Ya a las 7:20 pasó una camionetica verde, vieja y repleta. Saqué el dedo esperando que se detuviera y lo hizo, me monté en la puerta, puesto que los asientos estaban todos ocupados. A la primera parada se bajó un hombre, yo esperé a que lo hiciera para ocupar el puesto que dejaba, abrí la novela para sumergirme en la lectura, pero antes, no sé por qué, levanté la mirada y vi cuando el delincuente sacó de su pantalón un revolver calibre 38 plateado, el cual colocó en el cuello del conductor, un señor ya con varios años encima y sin cabello, para luego amenazar a todos los pasajeros -¡todo el mundo saque la plata y los celulares! que si los reviso y tienen algo, ¡los dejo aquí pegaos! así que saquen todo -dijo aquel hombre de entre 26 y 30 años, con la seguridad que da la experiencia en el oficio.

 

Perdí 125BsF. además de mi teléfono, un Xperia dual, el cual cuando me percaté del atraco, saqué de mi bolsillo y tiré debajo del asiento, esperando buscarlo cuando el delincuente se bajara, pero el tipo nos bajó a todos de la unidad, que era muy pequeña como para buscar el aparato, sin que el hombre armado no me viera.

 

Mientras caminaba por la acera, escuchando lo que sintieron los otros robados, sentí mucha ira e indignación -tantas cosas por pagar y me viene a robar -refunfuñaba en mi mente -voy a subir a Barquisimeto a buscar mi teléfono en la parada de la camioneta -dije, aferrándome a la posibilidad de que el teléfono, aún permaneciera en la unidad. Como no tenía dinero, me monté en un Transbarca con mucha gente, el sistema de transporte masivo de Barquisimeto, por ahora es gratuito, era mi única opción. Dentro de aquel bus, el chofer le comentaba a uno de los pasajeros que en una manga de coleo de la población de Río Claro, se armó un tiroteo entre policías y malandros, en otro asiento escuché a tres hombres que hablaban de un par de amigos suyos que habían muerto siendo victimas del hampa.

 

Ya es común escuchar en la calle algún relato sobre homicidios, robos, violaciones y secuestros. Pareciera que las conversaciones del venezolano no pudieran desarrollarse sin hablar en algún momento de la delincuencia desatada que como una epidemia a principios del siglo pasado, arrasa familias, jóvenes y sueños, que se esfuman en el miedo, en el humo tóxico de la droga o en el cañón humeante de la pistola de algún criminal.

 

Mi experiencia solo es una más de la larga lista de delitos que ocurren a diario. Gracias a Dios solo perdí un teléfono celular y algo de dinero y no mi vida, sin embargo, este flagelo, junto a la situación económica, han movido a muchos venezolanos a irse del país. Dentro de mi círculo de conocidos, un gran grupo ya se fueron o están en las diligencias para irse, afirmando: “¡La situación ya es insoportable!”

 

Es sumamente triste leer la cifras de homicidios en las ciudades de nuestro país, miles de personas mueren cada año, víctimas de armas de fuego, pareciera que estuviéramos en Siria o Afganistán. Las muertes violentas son actualmente una epidemia, que está desgarrando a nuestra nación sin que se vea una solución inmediata al problema. Hay sectores en algunas ciudades, como La Sábila en Barquisimeto, en donde la violencia hizo que muchos habitantes del lugar se mudaran y abandonaran sus casas puesto que no podían aguantar la situación.

 

En “Casas muertas” Miguel Otero Silva, narra la desidia de un pueblo en el llano venezolano, que azolado por el paludismo, progresivamente se iba quedando sin habitantes, que o morían por la enfermedad trasmitida, por los zancudos que se reproducían en los grandes charcos que dejaba la lluvia, o huían del hambre, la enfermedad y el descuido  del estado, dejando sus casas abandonadas convirtiendo al pueblo de Ortiz, en un lugar de fantasmas y de sueños enterrados en el cementerio olvidado del que según la historia del narrador venezolano, fuese en años lejanos, la rosa de los llanos.

 

Desde hace bastante tiempo Venezuela no ha sufrido una epidemia que cobre miles de vidas, sin embargo, el plomo y la pólvora parecieran, ser la hoz de la muerte en este país, que durante principios del siglo XX, vivió la azotada del paludismo y la malaria y ahora tiene, como sustituto, el asesinato y la violencia por el crimen, que son la evidencia  de una sociedad corrupta, puesto que a decir verdad, toda esta situación es una crisis de moral nacional. ¿De dónde salen los agentes de seguridad y funcionarios de justicia que permiten la impunidad? ¿Dónde nacen los malandros? La respuesta es en nuestro pueblo que padece de una enfermedad que solo Dios puede curar.

 

Lágrimas, tristeza, sueños rotos, vidas apagadas, amargura, abandono, decepción, son los síntomas de la enfermedad venezolana, que así como las mortales enfermedades distribuidas por las trompas de los sancudos, corre por la sangre de este país que o hace un quiebre moral y acepta su necesidad de una nueva forma de pensar con  políticas, conciencia ciudadana e instituciones fieles a lo justo, dirigidas por hombres y mujeres que se comprometan a no permitir la impunidad, o se seguirá hundiendo en el abismo, hasta que así como el pueblo de Ortiz, solo queden casas muertas.

 

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