Caracas, la prueba de los iluminados

Por Paola Sandoval

 @PAOSandovalM

 

 

 

Hace unos días me encontraba leyendo uno de los libros del gran maestro zen OSHO, el cual hablaba sobre las formas de expresarnos enfocándonos en vivir nuestro presente y la realización de nuestras tareas cotidianas de una forma orientada hacia la naturalidad y la relajación.

Lo interesante fue cuando llegué a la biografía del maestro: dice que se iluminó a los 21 años de edad sentado bajo un árbol en la India. OSHO difundió a través de sus discursos la cultura zen del Tíbet en donde son famosas las batas anaranjadas, los cráneos rapados, las posiciones de yoga insólitas, los templos de silencio sepulcral y los mantras repetitivos en voces graves.

Vino a mi mente la pregunta ¿En qué consiste la iluminación? De acuerdo a un fragmento del libro la iluminación es <<…Descubrir que no hay nada que descubrir, es saber que no hay ningún sitio al que ir, es comprender que esto es todo, que esto es perfecto, la naturaleza no puede corregirse, debe aceptarse. Es un estado de gran ACEPTACIÓN…>> Un iluminado en conclusión es alguien que no desea cambiar nada puesto que todo es hermoso, para él este es el mundo más perfecto y se dedica a experimentarlo desde esa mirada, y por consiguiente nada le perturba obteniendo así la paz interior.

Muy emocionada, me dediqué e hice un plan a fin de poder transitar paso a paso las enseñanzas del maestro. Noche tras noche realizaba las respiraciones profundas y las afirmaciones. Me ayudé con otros autores como Louise Hay y repetía fielmente “Todo está bien en mi mundo”, también consulté Los Cuatro Acuerdos para no juzgar ni tomar nada a título personal. Pero ¡oh ingenua de mí! tarde o temprano llegaría la prueba que me demostraría el difícil camino que queda por transitar.

El día lunes a las ocho de la mañana desciendo por el ascensor que huele a basura, tratando de no poner mi mente en esta situación, sonrío alegremente en el espejo retocando los últimos detalles del maquillaje. Llego al estacionamiento y enciendo el vehículo.  

Poco a poco se me va derrumbando la idea de tener una bata anaranjada y el cráneo rapado al bajar por la loma llena de huecos que hace que me duela cada <<tucún tucún>> por los cuales atravieso. Sin embargo me repito a mí misma: “Todo es perfecto en la infinidad del universo”. Posteriormente, las aguas negras desbordadas de una cañería reventada llaman mi atención.  Trato de respirar profundo pero el hedor me entra por las narices así que opto por relajarme como sugieren pero conteniendo un poco la respiración.

Al continuar mi camino, una cantidad de personas se avientan al medio de la calle ante la falta de aceras, despotricando si no les das paso. Muchos simplemente rayan en el acto suicida. Dando la curva casi me llevo a una señora, esta se engurruña esperando el golpe final pero gracias a la Providencia continúa viva. Su descuido casi nos arruina la vida a ambas. Sin embargo, trato de continuar con la mayor relajación posible.

Al entrar por la estrecha desembocadura que da a la Cota Mil, y al ver que soy un carro pequeño, los conductores de gandolas y camionetas me lanzan sus carros con el placer sádico que da el ver a un carro tres veces más pequeño que el de ellos. Pero hago caso omiso de este “bullying automovilístico”,  los evado y me hago la loca ante el hecho de que ellos son los que se molestan porque yo soy la que “está atravesada” o “no voy lo suficientemente rápido”. Quisiera abrir en este momento la ventana a lanzar algunos improperios pero recuerdo que esto no es personal conmigo y aguanto un poco más.

Posteriormente, algunos conductores desprevenidos cambian de canal de forma repentina casi chocándome. Viene a mí una imagen sosteniendo una escopeta  para que cambien de canal con antelación la próxima vez, pero concientizo: eso sería una mala canalización de la violencia así que trato de usar la “no mente”. Aflojo las manos que aprietan el volante con furia y continúo.

Una de las conductoras al tratar infructuosamente de meterse delante de mí, repentinamente abre su ventana y grita: “¡PERRA!”. Creo que ahora no puedo contenerme, mi instinto animal me está ganando NECESITO BAJAR LA VENTANA a responder tan feroz amenaza, las manos tiemblan, la mandíbula se entumece. Trato de respirar profundamente pero no puedo, bajo mi ventana y nos enchufamos en un amigable diálogo, imposible de recrear en este artículo. Ya casi voy llegando a mi destino y al cambiarme de canal, los motorizados amenazan con miradas de odio, pero en este caso, la iluminación es obligatoria para no perder la vida.

Por fin y ya casi llegando, el conductor de adelante se frena repentinamente. “Piiiiiiiiiii”, suenan los frenos, a pocos milímetros de chocar, continuo tratando de respirar o cantar la sílaba sagrada pero ya es inútil. Ahora soy yo la que baja la ventana a iniciar otro amable intercambio.

El resto del día  me desenvolví en mis actividades regulares y siguiendo la rutina prevista. Más cuando ya estaba de regreso a casa y en la paz de la habitación, comienzo a reconciliarme quitándome las últimas muestras de mala energía bañándome en el jabón de cayena con glicerina y con el OM cantado antes de dormir y revisando el día,  pienso: ¿Escogió mi alma esta inhóspita ciudad para su evolución? ¿Se podrá lograr esa aceptación total en Caracas? Creo que no me queda de otra, porque el Tíbet me queda muy lejos. 

 

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