El sabor Inca toma Caracas
Por Mónica Duarte
@M0n1k1ta
El mercado peruano es una muestra de las transculturización de la gastronomía que ofrece la ciudad
Una flauta peruana y un cuatro suenan juntos a un ritmo dulce y suave que se deja colar entre los murmullos y los mordiscos del mercado. Las melodías parecen improvisadas y no se pueden identificar con un país u otro, es Venezuela y es Perú al mismo tiempo, es música llanera y música andina.
Bajo una larga hilera de toldos rojos, los comensales se reúnen entre mesas de plásticos forradas con manteles tejidos traídos desde los textiles del Altiplano. Disfrutando la sorpresiva fusión musical algunos esperan su comida, otros degustan la que ya tienen enfrente y un último grupo, mayor que los anteriores, se pasea entre los mesones que sirven de mostradores gastronómicos para decidir qué ordenarán “para llevar”.
La luz del ambiente, al igual que el fondo musical, es una mezcla indeterminada. El sol se filtra entre los toldos y la iluminación se vuelve más espesa, asemejando una tenue tarde cualquiera en las calles de Lima. Los colores sobre las mesas parecen no tener fin; hilos rojos, naranjas, amarillos, verdes y azules se entretejen en patrones zigzagueantes de las telas sobre las que se posan los platos de anime y plástico.
El Boulevard Amador Bendayan en Quebrada Honda ha sido testigo de este intercambio por más de 25 años. Recibiendo a los visitantes que se levantan temprano los domingos, toman el metro hasta la estación Colegio de Ingenieros y comienzan su recorrido por el mercado, trasladando, desde las 11:00am a las 4:00pm, ese rincón de Caracas hasta el más puro ambiente peruano.
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El domingo Bruno se despierta al amanecer. Desde las seis de la mañana está en la cocina cortando ingredientes y mezclando salsas para salir a trabajar. A las nueve o diez ya tiene todo listo. Lo empaca poco a poco en sus respectivas cavas y se va hasta el puesto “Machu Pichu” donde se ubica como chef desde hace dos años cuando recién había llegado a Venezuela.
Su aventura como embajador de la gastronomía peruana empezó porque su familia ya se encontraba residenciada en Caracas. Bruno aprovechó los cursos de cocina que había realizado en su natal Perú y se vino a probar suerte como cocinero. Con el tiempo en el mercado ha aprendido mucho más de la cocina y ahora se dedica enteramente a este oficio. Los días de semana labora como chef en eventos privados pero “siempre de comida peruana”.
Bruno es uno de los tantos chef que ha pasado por el puesto Machu Pichu desde que está instalado en el mercado hace 15 años, pero para él que se la ha visto más difícil. “No siempre puedo hacer todos los menús, a veces faltan los ingredientes, los condimentos que se traen importados y no se pueden hacer. Mucha gente me reclama pero no es mi culpa, yo sé hacer todos los platos”.
Bruno atiende con una sonrisa, responde todas las dudas sobre las preparaciones, los componentes de la comida, su origen y da recomendaciones a los novatos. Para su suerte, al puesto no le va mal, es uno de los que más vende gracias su económico combo de Causa y Ceviche por 450 bolívares. El cansancio de terminar de preparar in situ el ceviche que trae en cavas, adornar con toque gourmet la presentación de los platos, picar las porciones y atender directamente a la clientela le paga con buen sueldo y amor por su oficio.
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Una delgada capa amarilla de puré de papas, seguida de una porción de atún con zanahoria y finalmente una cubierta de puré con una aceituna y una rodaja de pimentón para adornar. La causa limeña es uno de los platos más representativos de la cocina peruana, su textura suave que funde el saldo pescado con la dulce papa hace que se vuelva un majar fácil de devorar en tres bocados para pedir más.
El ceviche es un preparado más popular. Su clásico sabor ácido es una característica referencia de esta gastronomía. La cocción en jugo de limón es delicada y el ají le da el toque perfecto para despertar todas las pupilas del gusto. La curvina es el pescado predilecto para su preparación, su corte en pequeños trozos facilita los mordiscos que se pasean por la suave superficie y el denso interior del pescado. El maíz choclo, una especie más tostada y del doble del tamaño del maíz acostumbrado, es el topping especial que le da el toque andino más tradicional a este plato. Su dureza se contrasta con el ceviche y se funde en un mismo bocado que pone a la lengua a identificar las más ricas texturas.
Tallarines, Papas a la Huancaína, chaufa, jalea, cau cau, caraipulcra y muchos más nombres confusos se leen en los menús de los diferentes puestos. Algunos son preparados con arroz, pastas, salsas picantes y por supuesto alguna de las 1500 tipos papas que se producen en el Perú. La verdad es mucha, por ellos han creado otro plato representativo que completa el top 3 de pedidos popualres del mercado: Mi Perú 7 colores.
Junto a este festín de colores y sabores exóticos no falta un vaso con líquido morado y aguado. La chicha morada endulza las comidas y refresca los platos. Algunos venezolanos la comparan con el majarete oriental, pero de la chicha nuestra “no tiene nada”. Otros clientes prefieren irse por algo menos arriesgado pero igual de representativo: una botellita de vidrio identificada con el nombre de Inca Cola acompaña a un indígena serio que deja ver a través de sí el líquido verde amarillento repleto de gas y sabor artificial.
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Jorge vivió 12 años viajando por negocios a Perú. Conoció casi toda su geografía y, por supuesto, casi toda su comida. “Allá se come mucho pescado, muchísimo, excepto en la selva que es más de carne ahumada. Pero los sabores son muy regionales, varían”. Ese domingo Jorge llevó por fin a su esposa Carla hasta el mercado donde según él se come la mejor comida peruana de Venezuela, “es como estar allá”. Recuerda entre risas, cuentos y pedidos continuos a la mesonera, una anécdota que ilustra su conocimiento del Perú y su comida. “En la época que perdió Fujimori, el país era un desastre pero allá se come tato pescado y cosas del mar que uno iba un restaurante caro y la langosta estaba más barata que un plato de pasta ¡La langosta!”.
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En este espacio no todo viene en cavas ni está preparado. Luego de disfrutar la comida preparada de mano de los chef andinos, la opción más popular es caminar a los extremos del mercado para dirigirse a uno de los cuatro puestos que venden productos agrícolas y naturales propios del Perú.
Sacos y sacos se amontonan unos detrás de otros sobre largos mesones. Están identificados pero muy pocos saben lo que significa cada uno de estos carteles. Semillas, tubérculos, maíces y harinas se presentan en los más variados nombres, formas, y colores. Las simpáticas vendedoras, unas ancianas peruanas, parecen ofrecer una oportunidad de consulta seguro para los compradores que confían en la sabiduría de sus arrugas, ojos rasgados y tez oscura.
“Señora, ¿cómo se prepara esto?”, “¿Y cómo se come?”, “¿Para qué sirve?”. Las preguntas no dejan de fluir ante las caras extrañadas de los nuevos visitantes que, emocionados por su reciente aventura culinaria, quieren repetir el manjar en sus propias casas y se les presenta la oportunidad de hacerlo con los ingredientes más puros.
“Eso es Rocoto hija, es una especie de pimiento muy picante. Lo puedes preparar junto con una carnita. Hay dos formas. Está la manera tradicional que es súper picante y a la manera internacional, un poco menos picante. Pero póngase guantes que si no se le cortan las manos”.
Otros mirones y más dicretos pasean sus manos por los sobres ya preparados y empaquetados que ofrecen las especies de forma más comercial y en menor cantidad, con su respectiva “forma de preparación” escrita en una de las caras. Las chucherías, las hierbas, los mate de coca y las salsas envasadas copletan los estantes de exhibición de estos toldos.
Unos pasos más allá cesa la comida. Los siguientes dos puestos son de música. Hileras largas de Cds y DVDs de música tradicional peruana ecuatoriana, andina y hasta rock de la zona se puede encontrar. Dos grandes cornetas van dando muestra de lo que se escucha en esos cds y cerca de ellas se encuentran reunidos los primeros grupos de política que esperan a sus conciudadanos para inscribirlos en el Partido Nacional.
Carteras de cuero, orfebrería, platos de cobre, flautas dulce hechas en madera y muñecas de textil atiborran las esquinas de los últimos puestos.
Por último la alternativa final es el clásico postre. Se puede optar por un preparado de Mazamorra morada con arroz con leche, que une la viscosa jalea de maíz con el dulzor y la canela del arroz. O por un helado de lúcuma, casi como la vainilla pero más dulce y de color mostaza, presente en sus presentaciones de chupi o barquilla.
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En las paredes ondean con el viento los carteles que identifican las comidas, los productos y unos muy particulares hechos a mano llaman la atención de todos. “Clases de Danza peruana” ofrecidas para miembros y no de la comunidad. Dos niñas tironean a sus papás del pantalón y señalan el cartel, mientras la mamá les comenta que ella misma les puede enseñar cuando vayan a Lima.
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