Llamémonos a silencio. Por respeto

Por Danny Pinto Guerra 

@pintoguerra

 

 

 

En la orilla yacen las esperanzas, el futuro y las ganas de seguir adelante. Esos sueños y  deseos que mandamos escritos y enrollados dentro de una botellita al mar nos fueron devueltos a la orilla en un niñito de tres años.

 

Ya son decenas de miles de desplazados y con estatus de “refugiados” los que duermen en estaciones de tren, los que se lanzan al mar en un barco de papel, los que arrojan a sus hijos por encima del punzante alambrado en búsqueda de otra oportunidad (la de ellos), pidiéndole un crédito a la vida, y sólo con un eterno agradecimiento con el que pueden pagar. El mundo, así como la rosa crece queriendo dejar sus espinas atrás, pretende “progresar” dejando las guerras en el pasado, sin darse cuenta que éstas ya lo alcanzaron, cual flor marchita y doblada viendo su propia infamia a los ojos.

 

La diplomacia se alió con la democracia para engañarnos. Nos hizo creer que sólo bastaba ser con un papel y un sello, uno que te permita la entrada a la añorada fantasía, a la ansiada libertad del ser y pertenecer. Pero la guerra cambió de imagen, pues, ya no es Troya el escenario. El cuerpo a cuerpo en un todos contra todos se transfiguró, cambió de ropas y se adaptó, cual especie darwiniana. Nunca le huimos completamente a la guerra. Lo que temes siempre te encuentra. 

 

La Europa que antes parió artes, filosofía, ciencia, música y literatura –pero que también nos parió horror, miseria, soberbia y muerte– se debate entre darle hospitalidad a la vida, o sembrarle frutos a la muerte, justo en frente de sus puertas, en lo que podría ser una de las peores crisis migratorias de nuestros tiempos. Lo que viene, ya lo sabemos: el cierre de las fronteras. No tenemos que ir muy lejos para saber cómo se vive esto, particularmente en el puente Simón Bolívar. Ése cuyo nombre irónicamente pertenece a quien tanto nos quiso unir. Los muros de Berlín siempre se pueden volver a erigir.

 

Nuestra naturaleza (in)humana nos hace –no sólo cerrar la puerta– sino ponerle cerrojo y pasar la llave dos veces si escuchamos a los vecinos pelear, nos quedemos o no a escuchar la pelea o verla por un ojito, pero sin realmente preocuparnos o tomar acción por los hijos de esa pareja de vecinos que se están matando allá dentro. Dios me salve de involucrarme en esa riña y que me acusen de injerencia en asuntos internos después. Hagámonos los desentendidos. El que no sabe es como el que no ve.

 

¿Y para qué involucrarse si no son mis hijos? ¿Para qué tener hijos? Yo no quiero traer a un hijo a este mundo decadente. El que no existe no sufre. Pero sí existen… y te cuento algo: sí sufren. Están ahí, cruzando la frontera, durmiendo en estaciones de tren, vadeando en un mar de muertes, despidiéndose de la inocencia –carentes de toda culpa, víctimas de la iniquidad. Cuando crecemos, ya el mundo deja de ser nuestro, pues, lo cedemos a ellos. Son nuestro relevo. Orgullo debería darnos, y no maldita vergüenza por entregarles esta espantosa realidad.

 

Siguen ahí. Nos siguen buscando con sus tiernas manitos, pues, no saben a dónde van.

 

Llamémonos a silencio.

Por respeto.

Por esas manitos que dejamos atrás.

 

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