La segunda muerte

Por Tulio Álvarez

@tulioalvarez

 

 

 

El escritor norteamericano James Baldwin tradujo con destreza singular lo que pretendo concluir con esta crónica: “La guerra terminaría si los muertos pudiesen regresar”; y complemento afirmando que los perpetradores de los conflictos a veces encuentran la forma de eliminar algo más que la vida de los demás. Así es la conflagración y la violencia, una forma de alejarnos de nuestra propia humanidad.

 

Por definición, cualquier noticia sobre la finalización de un conflicto debe ser buena. El anuncio de los acuerdos de paz entre las FARC y el Gobierno de Colombia debería alegrarnos y llenarnos de esperanza. Pero inmediatamente surge la interrogante: ¿Qué tipo de paz es la que se buscó?

 

Ver a Santos estrechar la mano de asesinos bajo el patrocinio de Raúl Castro es un presagio de un mal final algo diferido; precisamente, el que se quería evitar con las iniciativas varias de los que sinceramente deseaban erradicar tanto crimen que se ha cometido en Colombia. La imagen es la gráfica perfecta de la perversión, un atentado contra la verdad y la segunda muerte de las víctimas.

 

¿Todo proceso armado debe culminar con acuerdos de paz? ¿Ustedes imaginan a los dirigentes nazis pactando con los aliados para sobrevivir políticamente y diferir indefinidamente el castigo a sus muchos crímenes? El mal absoluto solo pacta ante las evidencias de una segura derrota. ¿Creen ustedes que las FARC hubieran tenido clemencia con las oligarquías que pretendían combatir de haber obtenido un triunfo militar?

 

El acuerdo implica una contradicción en sí mismo. No es el mismo caso de la pacificación del M-19 en el marco del proceso constituyente que culminó con la aprobación de la Constitución de 1991. En aquel tiempo no se calificó a ese movimiento como narcotraficante y terrorista a diferencia de la posición oficial llevada a todos los escenarios internacionales por distintos gobiernos colombianos en el caso de las FARC. Una de dos: Santos mintió durante el tiempo que ejerció altos cargos de seguridad nacional y después la presidencia; o, traicionando todos los principios, convino un entendimiento que no pondrá el cese a las agresiones y preserva estratégicamente la pervivencia de ese movimiento delincuencial, ahora con vocación de participar mediante una metamorfosis a organización política.

 

Ni socios del narcotráfico como Samper ni alcahuetas como Gaviria habían logrado hacer tanto daño. Este acuerdo bochornoso es una estrategia del castrismo que se niega a rendir y reconocer el daño irreparable que le ha hecho a la humanidad. El acuerdo es una oda a la impunidad.

 

La señal más clara del camino que seguirán se vislumbra en una declaración del presidente del Tribunal Constitucional de Colombia. Él afirmó que el narcotráfico es un delito conexo con la rebelión de las FARC. La intencionalidad es evidente, sí fuera así, no se trata de un crimen contra la humanidad sino de un simple instrumento de lucha, una formula normal de financiamiento de un proceso bélico. Con mayor fuerza, bajo el mismo argumento, lo mismo se puede decir del secuestro y la extorción que, por cierto, también han sufrido durante décadas los venezolanos de la frontera y ahora los de cualquier sitio de la República.

 

Para que surja una paz duradera, en cualquier circunstancia de violencia, la premisa básica será dar prioridad a la reconstitución de las relaciones humanas. La sola existencia de un acuerdo de paz que suscriban las partes en conflicto, inclusive si responde a un proceso sincero de negociación y entendimiento entre ellas, no garantiza el fin del enfrentamiento, mucho menos la reconciliación. Es preciso partir de una ética objetivada en la real disposición de ejecutar las soluciones prácticas diseñadas en los convenios de resolución de los conflictos pero también basada en los valores sustantivos que ordenan un Régimen Democrático, único escenario que permite direccionar las acciones a una reconciliación duradera.

 

Como quiera que se denomine, la Justicia situacional, la Justicia restaurativa, deben ser conceptos relacionales de Justicia. Inclusive, la reconciliación como fin último de los mecanismos dirigidos a la construcción de la paz, es relacional en su esencia. Pero nos empeñamos en particularizar en grado sumo lo que es un universal por definición. El castigo mismo, en este sentido, pretende identificar a los ofensores aislándolos del origen colectivo de las agresiones en una abierta manifestación de una función correctiva típica del esquema penal. Todo esto bajo una noción legalista de la definición de paz.

 

Los procesos postconflicto son prácticas relacionales basadas en el reconocimiento de las diferencias. Un esfuerzo de integración siempre será más dificultoso que la práctica de separación para evitar el enfrentamiento; pero, a la larga, los resultados de la integración se imponen sobre la separación. ¿Cómo podrán integrarse las víctimas con sus victimarios si estos no reciben castigo alguno ni reconocen sus muchos crímenes? Las FARC pretenden disfrazar sus acciones pasadas con propuestas simuladas dirigidas a una supuesta transformación social. Todo es un teatro.

 

No existe reconciliación sin Justicia. Pero una Justicia entendida como respeto y promoción de la alteridad, la voluntad de reconocer al otro partiendo de la dignidad del ser humano. Un compromiso con la verdad. Y eso no es lo que ha hecho Santos con las FARC. A la larga se le identificara como traidor a los ideales de libertad del pueblo colombiano.

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