A propósito del II Encuentro de Escritura desde la Cárcel

Por Danny Pinto-Guerra

@pintoguerra

 

 

 

¿Qué hacemos con los presos? ¿Los reinsertamos o los dejamos a su suerte? De eso se habla poco, de hecho, cada vez son más las cárceles que se construyen y el número de privados de libertad no ha dejado de subir. Algo mal debemos estar haciendo.

 

Durante la última dictadura argentina –aunque también en las que la precedieron– la cantidad de detenidos por motivos políticos era tan alta que se hizo imposible cuantificar la cifra de privados de libertad. No se podían llamar detenidos, pues, muchas de esas prácticas eran clandestinas y no había ningún registro “oficial” de detenciones; de allí a que se les tenga que hacer referencia como “desaparecidos”. No obstante, los que no desaparecieron –los que sí quedaron tras las rejas o encerrados dentro de cuatro paredes– a esos sí hubo que oficializar, a veces por razones, a veces por capricho: un azar disfrazado de argumento. No se puede desaparecer a todo el mundo. Ya no hay magos en Macondo. Y a aquellos que se quedan esperando un mejor y más justo proceso judicial se les suma estos otros a los que la mala fortuna y sus ideas condenaron al momento albergarlas en sus pensamientos. Aún están ausentes de sí mismos, huyéndole a la salida fácil día y noche, queriendo recuperar el tiempo y la libertad que se les escurre poco a poco a través de los barrotes.

 

Por un lado están los que escriben, los que hacen mundos y crean universos infinitos mientras la cárcel sólo les ofrece hastío y resentimiento. Desean expresar de una manera u otra esas ideas que los  tienen penando y gritarle al mundo que justicia no es ensañamiento. Algunos dicen que es en la cárcel donde mejor se aprende a delinquir. Por otra parte, están las instituciones y organismos que más que castigar buscan educar; son personas que no creen en eso de “loro viejo nunca aprende a hablar”, aun cuando no sean loros sino zamuros a los que les toque enseñar. La educación en las cárceles es necesaria, la verdadera educación, la vocacional y apoyada desde todos los sectores y estratos; en otras palabras, la que no existe, la utópica. ¿Acaso hay alguno que dude que un doctor judío pueda atender a un nazi herido en plena Segunda Guerra? ¿O que un profesor palestino pueda ayudar sin titubeos a su alumno israelí? Hay miles de posibilidades y todas necesitan replantearse en función de un mejor proceder cuando nos toca hablar de vocación. La zona de confort y el “yo  soy importante y por  eso sólo importo yo” algo han tenido que ver en una debacle sistemática y acérrima en la construcción de las actuales sociedades latinoamericanas.

 

No hace falta hablar de lo que lleva rato cocinándose en las cárceles de este continente, ya ese tema bastante se ha agotado. Habría que sacar con pinzas y empezar por ahí al hablar de lo ajeno, de esa otredad que también se está cocinando, aunque sea a fuego lento: de cada una de esas expresiones artísticas en letras, en colores o en formas y que, de una manera u otra, mantienen a raya el vicio y la maldad hechas miasma que en las prisiones se propaga como metástasis de la sociedad. ¿Cuántos relatos conocemos de los campos de exterminio? ¿Cuántos dibujos se han hecho desde la cárcel de Guasina? De una u otra manera en algún momento brota una flor entre tanto pantano oscuro y es ahí en donde hay que quedarse a plantar. No arrancarla de raíz y olvidar otros brotes potenciales. A aquel preso que escribe es necesario darle espacio, dejar que vea la luz y que vuelva a aprender a caminar. Que la crítica de lo ahí expuesto esperando su turno por expresión no se convierta en prejuicio, en falsa autoridad. No se es más libre cuando se está afuera; aún hay rejas, invisibles, impalpables y que no dejan al individuo libre o preso ser parte de una sociedad escindida.

 

La cárcel no es el infierno, no abandonad la esperanza. Es la ley del hombre la que hay que combatir fuera de su terreno. Es el retardo procesal, la saña por una culpabilidad, la inocencia callada a porrazo limpio y (auto) censurada, es la deshumanización por no querer entender al hombre como hombre, a querer resolver un crimen con castigo y a olvidarnos de nosotros mismos y lo que en el mundo dejamos; un mundo en el que seguimos esperando que el pan crezca en las manos del mendigo. Que los jóvenes dejen de hacer malabares con sus vidas, que no sigan intentando aprender a remar en el río de barro que la sociedad les impone, que pierdan la esencia de ser, de pertenecer. A eso podríamos apuntar sin miedo a sentirnos orgullosos.

 

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