Nuestra guerra de Colombia

Por Tulio Álvarez

@tulioalvarez

 

 

 

Tenemos que tomar plena consciencia del problema demencial que estamos viviendo. Entender que los traidores a la patria que hoy nos gobiernan deben ser desalojados del poder por el único medio factible que les queda a los venezolanos. ¿Ustedes imaginan a los militares rindiendo reconocimiento a la nueva Asamblea Nacional conformada por una mayoría contundente de demócratas no alineados con este proceso de destrucción? Pues que se vayan preparando porque va a suceder con fraude o sin él.

 

Los vasallos de la gerontocracia cubana que se alían con las FARC no entregaran el poder porque entienden que es un problema de supervivencia de su verdadero negocio: Saquear lo que queda de país y mantener un Narco-Estado que patrocina el tráfico de drogas. Pero hay un detalle que debe ser considerado; están divididos aunque traten de ocultarlo.

 

Idéntico reto vive el pueblo colombiano. Bajo el pretexto de unos acuerdos de paz que pondrán fin al conflicto armado, Santos decidió pasar a la historia como el tarugo de la pacificación a cualquier costo. Él no puso límites. Impondrá el pacto aunque se sacrifique la Justicia que se les debe a las víctimas con un boceto de “Justicia Transicional” que solo garantiza la impunidad de los terroristas y su pervivencia como grupo armado, con un antifaz de grupo político.

 

Así se evidencia de los dichos de los truhanes  que ocupan la Fiscalía General y la Corte Constitucional de Colombia. Ellos opinan públicamente que el Narcotráfico es un delito conexo con la rebelión militar. El objetivo es un perdón presidencial apuntalado por la habilitación que dará una reforma constitucional que ya está en marcha. Los cómplices son buena parte de la oligarquía política izquierdosa-liberal que se aprovecha de la buena fe de los factores democráticos sedientos de paz.

 

Las FARC nunca van a aceptar en bloque los acuerdos porque significaría sacrificar su forma de vida. Su estrategia está clara. Existirá un brazo político pacificado, actuante, pugnando por utilizar los mismos instrumentos y mecanismos de la democracia para que se destruya a sí misma, al mejor estilo Piedad Córdoba. Desde un principio, ciertas facciones evitarán la desmovilización y se enfrentaran al ejército colombiano para continuar “el negocio”. Pero los que más deben preocuparnos a los demócratas de ambos países son los otros.

 

La estrategia del castrismo y las FARC, en cerrada alianza con el régimen rojo de acá y los militares involucrados en “el negocio”, implica un desplazamiento operativo de un número importante de irregulares; un proceso ya iniciado con las zonas de alivio ubicadas en la frontera de Venezuela, principalmente Sierra de Perijá, Táchira y el Alto Apure. En la zona fronteriza opera el Frente 39 de las FARC, dos cuadrillas del ELN y lo que queda del EPL. Los primeros son buenos para los cultivos y laboratorios, a los Elenos les encanta volar oleoductos y los últimos tienen vasta experiencia cobrando vacuna y secuestrando a los ganaderos de este lado.

 

Pero a partir del año próximo, el pacto de las FARC con los jefes militares venezolanos colocados en función de “el negocio” se difuminará, comenzará el enfrentamiento, el escenario se convertirá en una guerra de carteles. Paradójicamente, el “teatro de paz” que monta Santos en Colombia implica la mudanza del proceso de guerra para una Venezuela que da los pasos definitivos de liberación de un régimen que nadie quiere.

 

Hay un factor que no ha sido sopesado integralmente por los capos militares de este lado de la frontera. Me refiero a la inmensa diferencia entre el ejército de Colombia y el de Venezuela. Dicen que los vecinos tienen el mejor ejército de la región con más de 200.000 hombres entrenados y bien armados desde los tiempos del Plan Colombia. A ellos se unen la Policía Nacional y las locales, acostumbrados a lidiar con los terroristas y narcotraficantes porque lo de ellos es una guerra interna. No es exagerado afirmar entonces que la reserva triplica a la fuerza activa y puede adaptarse con facilidad para realizar operaciones militares porque el armamento es adecuado a sus fines.

 

Mientras las Fuerzas Armadas de Colombia siguen su proceso de modernización y adecuación aquí los “militares con criterio gerencial” son los verdaderos gobernantes. Si compran armas es para hacer negocios. De ahí el barraganato singular con un país como Rusia, muy interesado en vender la chatarra que aún le queda de los tiempos de las guerras convencionales. Por eso es que piensan en los Sukhoi, como si Venezuela se aprestara a invadir a Bolivia o como si los vecinos se asustaran por tamaña estupidez.

 

Una de las últimas adquisiciones de los colombianos son los vehículos blindados 8×8 LAV III «Gladiador». ¿Dónde los colocaron? En el Cantón de Buenavista de La Guajira, al tiempo que activaban la Fuerza de Tarea de Armas Combinadas Medianas (Futam) del Ejército bajo el mando de Fernando Enrique, integrada a la Primera División bajo el mando de Germán. Al mismo tiempo, reforzaron sin mucho ruido la Quinta Brigada del Ejército, con puesto de mando en la ciudad de Bucaramanga y la Trigésima Brigada, con sede en la ciudad de Cúcuta, todas de la Segunda División bajo el mando de Jorge Humberto. Y la Cuarta División

 

Dirigida por Emilio nunca ha dejado de estar en alerta.

 

De manera que los militares venezolanos que quedan y que tengan algo de decencia tienen que enfocarse en hacer que sus otros compañeros no inventen por los días de diciembre. Recuerden que una de las guerras que ya perdieron es la de la delincuencia que ellos mismos armaron y que el ejecutor de la distribución del armamento con el que les disparan ahora es “candidato presidencial transicional”. Los militares colombianos que están en la frontera no están para invadirnos. Al contrario, están para evitar que las FARC regresen cuando nos invadan a nosotros.

 

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