Utopía judicial

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Desde el 17 de mayo de 1985 guardo en la cartera dos monedas que obtuve en la Catedral de la Preciosísima Sangre de Cristo de Westminster con el rostro de Santo Tomás Moro. En la contracara de una aparece la inscripción: “I die being the King’s good servant but God’s first”  (Muero siendo el buen servidor del rey, pero primero de Dios»); en la otra: “A faint faith is better than a strong heresy” (Una fe débil es mejor que una fuerte herejía). Para mí él siempre ha sido un modelo de actuación como hombre público, político, abogado y juez.

El 6 de julio de 1535 fue decapitado acusado de alta traición. Su delito fue no sacrificar su fe y principios al rechazar el Acta de Supremacía que instauró al rey Enrique VIII en la jefatura del cisma que provocó el nacimiento de la Iglesia anglicana y oponerse al divorcio con la reina Catalina de Aragón. Fue canonizado en 1935 por la Iglesia católica y aun la Iglesia anglicana le rinde homenaje. Ahora bien, ¿Por qué me viene a la mente la figura de este héroe de mi culto particular a la hora de escribir estas líneas?

Viene al caso por una visita que recibí de una recién ascendida asistente de Sala del Tribunal Supremo de Justicia dirigida a que la apoyara en un trabajo que debía presentar en la maestría que cursa en la UCAB y en la que ya le había dado clases. Sin que le preguntara, entre otras cosas porque no me interesa mezclar la academia con el caos judicial, comenzó a narrarme las muchas irregularidades con las que se había encontrado y las diversas cuitas en el ejercicio de su nuevo cargo. Le advertí que no era conveniente que estuviera contando esas cosas, en especial a quien podría hacer uso de tal información. Me respondió que “precisamente por eso lo hago; además acabo de solicitar mi jubilación, yo no puedo seguir en ese garito”. De manera que obtuve autorización para hacer esta referencia.

Entre los muchos eventos que conocí, por esa vía, hubo uno que llamó profundamente mi atención. Me indicó que en la última reunión de Sala Plena los miembros (me resisto llamar magistrado a alguien que no lo es o lo merezca) estaban en emergencia y tremendamente preocupados porque sus colegas salientes habían acudido a la Asamblea Nacional para denunciar que habían renunciado por chantajes y presiones que venían de los líderes rojos, incluyendo al capo di tutti capi.

Y me impresionó el cuento no porque dudara de la capacidad de maldad de los actores del proceso de destrucción nacional o sus artes manipuladoras sino por el simple hecho de que se reflejara, en forma tan inocente, el talante moral de los diversos payasos y monigotes que se presentan en las tablas de la justicia nacional. En efecto, los que están se miran en ese espejo pero los que se fueron dan testimonio de las causas de la debacle nacional que no es otra que una crisis de valores sin precedentes en la historia patria.

En el devenir de la humanidad sobresalen seres humanos normales, como cualquiera de nosotros y sin poses de superhéroes, pero que tuvieron la oportunidad y el talante para pararse firmes y dignos contra la injusticia. A todo riesgo, tomaron las decisiones que debían asumir, dieron Justicia a los sedientos de ella, actuaron con imparcialidad y apego a las normas, se respetaron a ellos mismos, a su familia y a la sociedad. Simplemente, no eran presionables, no se dejaron amilanar y se rebelaron contra la opresión.

Reconocer una renuncia bajo amenaza constituye una confesión evidente de que carecía de la cualidad fundamental para ser un juez. Quien así se sometió, primero tiene que entender que nunca ha debido aceptar un cargo de esa naturaleza si no estaba dispuesto a defender los principios con su propia integridad. Antes de alzar su voz de denuncia, entre otras cosas para marcar distancia y justificar sus actos de injusticia, deberían repetir un “mea culpa” hasta que la voz se les extinga.

En Venezuela es indispensable una declaratoria de la emergencia judicial mediante acto parlamentario sin forma de ley que constituya el marco de diversas reformas legislativas dirigidas a la reestructuración del Poder Judicial y la reforma de los procedimientos. La motivación sustancial está en orden a la putrefacción moral del sistema judicial y situación de impunidad que se refleja en la “Guerra Social” no declarada, la que todos los años cobra más de 25.000 víctimas y que ha afectado la forma de vida, la seguridad y bienes de los venezolanos.

En realidad, el alegato político también debe comprender la denuncia por la forma en que la Fiscal General de la Republica y el Tribunal Supremo de Justicia han atentado contra la institucionalidad democrática y la sistemática violación de la Constitución que permitió la consolidación de un poder incontrolado, lo cual podría derivar en la inhabilitación por “incapacidad moral” de los responsables de estos actos de violación de la Constitución.

Yo no pretendo que para ser magistrado tengamos que buscar a un Santo Tomás Moro que se sacrifiqué al grado sumo por el valor superior. Pero, al menos, hay que exigir un poco de dignidad, un ápice de preparación y unas cuantas gotas de valentía a la hora de la selección. Por lo pronto, imagino que personajes como Velásquez Alvaray y Aponte Aponte deben estar abriendo sucursales del club de tránsfugas judiciales en Miami, San José de Costa Rica y dondequiera que se encuentre un número importante de esos trúhanes que se hicieron llamar jueces sin siquiera merecer el título de abogado.

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