Revolución de moda

La palabra «revolución», moneda que ya ha perdido su troquelado, cambiada una y otra vez por las fantasías y sufrimientos de tantos hombres, está henchida de historia. Actualmente, también la moda forma parte de los acontecimientos asociados a ella.

En su acepción literal, una «revolución» es volver al punto de partida, es retroceso, regressus, un «nuevo» comienzo desde el inicio; por lo que no hay tal «novedad», sino que lo diferente es la misma vuelta que se da, «de nuevo». Es verdad, lo dicho anteriormente parece circular; pero de eso se trata precisamente: la revolución es un círculo vicioso, de vicios y crueldades que regresan una y otra vez; de ello hay ejemplos de sobra.

Antes de acuñarse estrictamente en el ámbito político, el término «revolución» era usado preferentemente por astrónomos como Copérnico y otros científicos naturales para designar el movimiento rotatorio de los planetas y estrellas, libre de violencia y cambio. Son pues, paradójicos, los orígenes de tan desafortunada palabra, la cual pasaría posteriormente a ser casi sinónimo de volatilidad y devenir. Hoy día, gracias al espectáculo glamuroso de Chanel en La Habana, podemos decir que vuelve a su significado originario: lo revolucionario es nuevamente el vaivén de estrellas, esta vez, dando giros por las pasarelas de una ciudad vieja.

Lo cierto es que el vocablo «revolución» no tiene nada de revolucionario. Muy a pesar de todos aquellos apasionados febrilmente, desbordados de ese ánimo propio de la adolescencia en la que todo causa dolor –y por ello nos referimos a los mozos como «adolescentes»–, llenos del afán de «lo nuevo por lo nuevo», de la abolición de todo «lo viejo» y tradicional; «revolución» quiere decir restaurar: así se empleó en el siglo XVII, cuando entró por primera vez en la escena política tras el derrocamiento del Parlamento Largo y se reinstituyó el poder monárquico en Inglaterra.

Alguien podría objetar de inmediato, citando el caso de la Revolución francesa y de la americana, que es falsa la afirmación anterior. No obstante, vale la pena recordar que ambas pretendían restaurar una «condición perdida» y connatural a todo hombre, un antiguo orden de cosas que había sido vulnerado por el despotismo. Al fin y al cabo, sólo puede restaurarse aquello que se ha perdido o teme perderse, y, por esta razón, es un acto de conservación. Toda revolución es, de este modo, profundamente conservadora.

Ser revolucionario no es, pues, nada nuevo. En realidad, es una actitud bastante vieja. La moda, por su parte, es pasajera, pero se vuelve costumbre durante algún tiempo. En este sentido, la moda es más revolucionaria que la «revolución». Quizá menos conservadora, aunque siempre dispuesta a restaurarse.

No es difícil comprender entonces por qué ser revolucionario, contemporáneamente, está de moda. La revolución, como la moda, depende de desfiles, del dinero de otros y de la venta de vestimentas. Es un clásico: esto es, una «moda que no pasa de moda», una pasarela que siempre puede ser recorrida mientras haya quienes sepan jugar con el resentimiento de los menos aventajados y las ilusiones nunca abandonadas de los menos chicos.

Así pues, La Habana se convirtió desde hace unos escasos días en la pasarela insigne de la moda revolucionaria. Que el diseñador Karl Lagerfeld haya recorrido sus calles junto artistas como Vin Diesel y Geraldine Chaplin, que EE.UU. cuente con cruceros cuyo destino sea la Isla misma; todo ello puede interpretarse sólo de una manera: la revolución cubana ahora sí ha triunfado. No, no lo hizo cuando derrocó a Batista. Triunfó cuando volvió a hacer de Cuba lo que Batista había hecho de ella, es decir, cuando restauró la fama paradisíaca y atractiva de la que gozaba antes.

Demostrando así lo que ya sabíamos: la empresa que es toda revolución implica regresar al punto inicial, conservando las mismas posiciones                          –comúnmente denominadas «clases»– pero cambiando los personajes que las ocupan. Mientras los Castro –incluyendo al nieto de Fidel, a quien le apasiona el oficio del modelaje– disfrutaban del evento desde una zona exclusiva, al pueblo se le mantuvo a raya, lejos de los placeres de la burguesía.

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