El presidio del expresidente
La nublada y lluviosa madrugada del 2 de Julio de 1848, el General José Antonio Páez, héroe de la Guerra de Independencia y Ex Presidente de la República, desembarca en la Vela de Coro al mando de un contingente que ha reunido en Saint Tomas y tiene por misión derrocar el gobierno del General José Tadeo Monagas.
El “Centauro de los Llanos”, hombre carismático y dueño de una reputación legendaria, espera ser recibido en la ciudad de Coro, como héroe al mando del Ejército Libertador, y que al paso de su tropa por las aldeas hacia Caracas, se adhieran voluntarios a la noble causa de acabar con la tiranía del Oriental que ha fusilado al Congreso.
Páez se encuentra con la visión de una playa desolada y en el primer caserío por el que pasa, le cierran puertas, ventanas y nadie sale a recibirlo. Todo un mal presagio para el General a quien siempre le ha sonreído la suerte y pensaba marchar, de pueblo en pueblo, sumando fuerzas hasta llegar victorioso a la capital.
La buena estrella que iluminó los pasos del líder de los llaneros invencibles durante las acciones en “Mata de la Miel”, “Mucuritas”, “Las Queseras del Medio” y la gran batalla de Carabobo ha dejado de brillar. De aquellos días de gloria han pasado treinta largos años y el tiempo no ha corrido en vano. Al caudillo le cae la locha cuando en Coro le dan una modesta bienvenida e inmediatamente le avisan que las tropas del gobierno, al mando del General José Laurencio Silva, se encuentran a poca distancia y superan las suyas en número. Adiós luz que te apagaste.
Por primera vez en su vida los venezolanos le muestran antipatía e ingratitud y ahora al sexagenario Páez lo siguen menos de mil hombres mal armados, peor alimentados y sin caballería. Su única opción es dirigirse a los llanos para buscar refuerzos pero nadie le brinda la ayuda prometida y pronto se ve cercado por los perros de cacería del “Monaguismo”.
La revolución del llanero ha sido vencida sin librar batalla y finalmente se ve obligado a firmar una capitulación el 15 de Agosto en el sitio de Vallecito, cerca de Valencia. Entonces el General Páez entrega sus armas al General Silva y este lo escolta hasta la ciudad. Allá lo espera una masa liderada por el gobernador de Carabobo, Joaquín Herrera, y esta le tiene preparada una bienvenida inolvidable. Lo bajan del caballo y lo encadenan para desfilarlo por las calles. En su tránsito, desde la plaza hasta el calabozo, la gente lo insulta, le escupe y le lanza estiércol, todo al son del grito: “Muera Páez.”
El Presidente José Tadeo Monagas decreta que será expulsado de Venezuela, pero mientras “la seguridad lo exija” deberá permanecer prisionero del gobierno. De Valencia lo trasladan a Caracas y de allí lo embarcan con destino al Castillo San Antonio de la Eminencia en Cumaná, donde es encerrado en una celda.
Los días de su presidio transcurren lentos y perezosos entre sufrimientos físicos y espirituales. Lo han reducido a una diminuta mazmorra de suelo húmedo y sin ventana en la que no puede ni pararse del catre a caminar más de tres pasos. Un oficial le lleva comida una vez al día y lo acompaña en silencio mientras come con las manos. Los guardias tienen prohibido hablarle y le niegan visita, la correspondencia y hasta la posibilidad de comunicarse con su familia. Para un respiro de aire fresco debe agacharse y pegar la cara al piso, solamente así puede sentir el hilillo de brisa que desliza bajo la puerta.
La amargura de Páez no tiene límites en su encierro y el único consuelo llega dos veces por semana cuando uno de los guardias toca la guitarra. Él aprovecha la melodía para bailar en círculos dentro del calabozo y entonces, por un fugaz instante, puede olvidar sus penas.
El decreto del Presidente Monagas ha condenado al “Centauro de los llanos” a un limbo procesal del cual no parece haber salida. No es prisionero de guerra pues ha capitulado sin ordenar fuego y, una vez decidida su expulsión del territorio, ha sido apresado con remarcable injusticia, sometido a condiciones de lesa humanidad y condenado al olvido.
Su presidio en el Castillo San Antonio de la Eminencia se convierte en la más sombría de sus experiencias históricas y ejemplo lacerante de la crueldad de los pueblos cuando estos resuelven darle la espada a los hombres que alguna vez los gobernaron.
Por aquellos años solía decir el General José Tadeo Monagas:
–La política venezolana es como un gallinero, un día las gallinas de arriba cagan sobre las de abajo y al otro día la vaina es al revés.-
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