Volvamos a la caverna

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¿Y si en vez de mandarnos a descargar nuestra “arrechera” con una olla, nos mandan a descargarla con un policía, con un guardia, con otro que piense distinto?

En la Venezuela de principios de siglo XXI –por no decir del socialismo del siglo XXI– sucedió un hecho, que funcionaría de analogía social en nuestros tiempos. En un contexto más cerrado, 18 jóvenes, casi niños, podrían vaticinar lo que en casi dos décadas nos deparaba. Era mediados del año 2001; el lugar se conoce como La Carlota o también Base Aérea Generalísimo Francisco de Miranda, aunque siendo un ámbito militar, no es a esta casta a la que compete la historia a continuación. Dentro de las inmediaciones del sitio se encuentran dispuestos cuatro campos de béisbol, uno al lado del otro y a los que se conocen como Campo 4, Campo 3, Campo 2 y, el más grande de ellos, Campo 1. En este último se disputaba la semifinal de béisbol menor, Categoría Junior, de la Liga Leoncio Martínez, adscritos a Criollitos de Venezuela. En esa semifinal, la cual era más bien un Round Robin o un “todos contra todos”, sólo dos equipos se perfilaban a ser los ganadores del campeonato y, posteriormente, representantes distritales y nacionales. Los dos equipos en cuestión eran Aguiluchos, de donde saldrían Dioner Navarro y Jeanmar Gómez –ambos figuras conocidas en el mejor béisbol del mundo y en nuestra pelota invernal– y Petroleros, equipo que también habría tenido al actual líder en salvados de la Liga Nacional para la fecha de este artículo y a otro bastante conocido y poseedor de once Guantes de Oro: Omar Vizquel.

En la quinta jornada de ese “todos contra todos” ambos equipos se encontraban en una situación verdaderamente apremiante, pues, aunque Petroleros era el que prácticamente se había mostrado como el más completo equipo y posible campeón, Aguiluchos no daba signos de entregar el campeonato de la Categoría Junior. Vale agregar que Aguiluchos había tenido una soberbia dictadura en los últimos seis años durante el paso por las categorías Pre-Infantil, Infantil y Pre-Junior, en las que habían conseguido los campeonatos uno tras otro sin mayor dificultad, aun cuando otros equipos como la misma novena de Petroleros (anteriormente llamado Lagoven) o Los Celis se habrían preparado para darle pelea. No fue sino hasta seis años después de preparación y estrategia que los jóvenes de Petroleros se le pudieron plantar al frente y ganarle los primeros juegos de la temporada y el primero de la semifinal. Llegaban ambos con posibilidades únicas, tanto así que lo que era el miedo y la incertidumbre frente a la derrota para unos se transmutaba en la oportunidad y gallardía para otros. Era la quinta jornada y Petroleros ganaba por una carrera.

Ocurre que, mientras el juego continuaba cerrado pero aun a su favor, los de Petroleros ya habían agotado todos los cambios desde la banca, ya que habrían tenido que usar varios de los lanzadores en los juegos previos y el reglamento de béisbol menor indica que una vez un lanzador alcanza cierta cantidad de innings consecutivos merece un día de descanso, en el que puede jugar otra posición pero no desde la lomita. A diferencia del fútbol, en el béisbol no es posible jugar con uno menos; los nueve peloteros deben estar íntegramente en el terreno, ya sea bateando o cubriendo el campo, por lo cual si alguno de ellos tuviera que salir del partido por lesión, cansancio, mal desempeño o expulsión debe ser inmediatamente sustituido por otro. Si un equipo, después de realizados todos sus cambios, se encontrara frente a un jugador lesionado o expulsado, automáticamente se decreta el forfait, que es lo mismo a la derrota del equipo al no tener los jugadores suficientes.

Es posible que esta figura dentro del reglamento sea una de las más “justas” dentro de las tantas y extensas reglas del juego, ya que no existe esa situación de ventajismo por ser más, la cual sí pudiera verse en el fútbol. De una manera u otra, las reglas han establecido que en el béisbol cada juego debe efectuarse en igualdad de condiciones, o en otras palabras, siempre nueve contra nueve.

Era el último inning y Aguiluchos estaba al bate. El juego iba a favor de Petroleros por la mínima y debían completar el cero en esa última oportunidad a la ofensiva por los rivales, pues, ya habrían hecho todos sus cambios. A Petroleros sólo le quedaban sus nueve jugadores en el campo, mientras que a Aguiluchos le quedaba al menos un jugador en la banca. El lanzador consigue el primer out por la vía del ponche, pero luego, tras un roletazo por segunda y una combinación entre falta de preparación y nerviosismo, el siguiente bateador se le pudo colar hasta la segunda base, producto del error en la defensa. Un out y la posibilidad de empate a medio camino. El siguiente bateador de Aguiluchos se fajó con una cantidad de fouls, los cuales posiblemente habrían agotado la entereza física y mental del lanzador de Petroleros, resultando en un pitcheo que ocasionó que el corredor de segunda se moviera hasta tercera: wild pitch. Luego vino la inevitabilidad: un roletazo al campocorto fue suficiente para que ese corredor de tercera decidiera lanzarse a la carrera y conquista por la goma y, de esa manera, vanagloriarse con el empate. El campocorto, al notar el impulso tomado por el corredor, opta por lo propio y lanza impecablemente la pelota al receptor, quien ya lo esperaba para sacarlo out y evitar esa carrera. La pelota llegó casi inmediatamente y la mirada de todos pasaba en milésimas de segundo de receptor a corredor quien, aún a medio camino, seguía con su galopada impetuosa y a la vez malintencionado proceder –aun cuando es parte del juego– para terminar en una embestida totalmente atropellada que resultaría en el derribamiento del cátcher de Petroleros.

Realmente no se sabe si aún mantenía  la pelota dentro de la mascota o no, ya que la precipitación y asalto de la situación eran inmediatamente reemplazados por la velocidad al levantarse y el golpe por encima de los asperos que el cátcher le propinaba en la cabeza al corredor de Aguiluchos, y quien reaccionaba con el correspondiente manotazo a la mandíbula de alguien que sabe pelear. Ambos equipos respondieron como resortes al nuevo enfrentamiento que se agrupaba en pleno home plate a la vista y gritos de los entrenadores, jugadores, padres, representantes y demás espectadores. Un pequeño caos, una masa de golpes y empujones entre niños de apenas trece años era el todo del momento. Poco duró la pelea pero lo suficiente  como para que el árbitro, una vez separados de la riña y apartados los unos de los otros, decretara la expulsión del corredor de Aguiluchos a la vez que miraba al otro extremo y también expulsaba del juego al receptor de Petroleros. Del todo a la nada en cuestión de segundos. Inmediatamente, uno de los entrenadores de Aguiluchos se acercó corriendo al árbitro con las alineaciones de ambos equipos y enseguida ambos eran acompañados por el atónito entrenador de Petroleros hacia la caseta del anotador oficial. Aguiluchos podía sustituir la expulsión con su último jugador en banca pero Petroleros no. Su novena quedaba incompleta y pasados par de minutos, adosados entre gritos e improperios de lado y lado tanto en el terrero como en las gradas, el árbitro anunciaba en voz alta y arrogante el forfait y efectiva derrota de Petroleros.

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Se podía evidenciar como la desolación e impotencia consumían como el fuego a un fósforo a aquellos jugadores que se desprendían de la posibilidad de un campeonato. Luego vino lo peor y de lo cual sólo sería necesario mencionar el detonante. El entrenador de Petroleros llamaba a sus dirigidos a volver a “la cueva”, que para los efectos del momento habría sido un eufemismo para lo que realmente debió llamarse “caverna”. Al regresar al dogout, entre lágrimas, sacudones, manotazos a los guantes y patadas a la tierra, el entrenador de Petroleros vaciló un segundo a la vez que miraba a sus dirigidos descomponerse y luego, volteando el rostro les dijo “ahora salgan y éntrenles a coñazos allá afuera.”

No hace falta describir la recia trifulca que se vivió fuera del campo que hasta padres y representantes de un equipo y otro se “coñaceaban” entre sí. Tuvo que llegar la Policía Militar al lugar e intervenir para que tuviera un fin aquello que se había salido de las manos y pretendía ser sólo un juego más entre peloteritos. Al corredor que con su embestida inició la pelea se lo llevaron escoltado junto a sus energúmenos padres y eran otros los que quedaban envueltos en una reyerta que no tenía ni pies ni cabezas.

¿A qué pretendo llegar con esto?  Bueno, con toda honestidad y coraje de alguien que estuvo en el sitio, sí, se sintió “bien” en el momento descargarse con la humanidad del rival transformado en enemigo, sentir que –frente a tu derrota– algo en el otro se rompe al contacto de tus puños, o peor, a fuerza de garrote de madera camuflado en bate. Sólo el orgullo roto es vengado, pero ¿realmente sirvió de algo? Para la realidad del porvenir no, pues, esa “arrechera” descargada no cambió el resultado del juego, ni mucho menos al equipo que al final se llevaría el campeonato y representaría la liga. De un momento a otro pasaron de ser ocho jugadores –una minoría a la que no se le permitía jugar y automáticamente se descalificaba– a una mayoría de niños –ya no tan niños–, hombres y mujeres –ya no tan hombres y mujeres– cromañones que con bates, cascos, y demás corotos a su alcance se abalanzaron contra quienes antes habían ido a jugar, a hacer su trabajo o, simplemente, a formar parte del espectáculo.

¿Fue justificado que apalearan a un PNB? ¿Han sido justificados CADA UNO de los linchamientos? ¿Acaso son justificados los excesos que –de un lado u otro– se comenten en contra de aquel que no piensa igual? Ya la historia se encargará de sentenciarlo, fuera del calor del momento. Por lo pronto, hay un lado que ya está preparado para la guerra. Las maniobras de combate en defensa de la patria no fueron un entrenamiento eventual, sino una demostración, un vistazo a los dientes de la bestia. Para muchos, sólo hace falta de un solo individuo tirando de una sola piedra, de un solo corredor cambiando las reglas del juego, de un solo coñazo que te haga perder aquello por lo que tanto trabajaste. Mientras tanto, sigamos afilando la piedra y templando el garrote; volvamos a la caverna, capaz y pronto alguien nos llame a salir.

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