Una historia y un sabio precepto

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Según la filosofía budista “tenemos la percepción errónea de que las personas y las cosas existen EN sí mismas, y POR si mismas, por su propia naturaleza”. La realidad es que todos somos interdependientes. Según sus preceptos y sabiduría milenaria, el desconocimiento de estos temas es la causa de nuestra infelicidad.

A mis 32 años, después de estudio universitario no culminado y graduarme como técnico, decidí lo que quería hacer como proyecto de vida. Me preparé como pastelera para emprender mi propio negocio. De ese plan vería como fruto material de mi esfuerzo  mi casa propia en el lugar donde más me gusta estar, rodeada de naturaleza. En consecuencia alcanzaría mi bienestar y estabilidad.

Me preparé en INCE Turismo, una institución en ese entonces muy respetable y reconocida por la calidad de su enseñanza. Hice mis proyecciones económicas para adquirir equipos e insumos. Trabajaba en las tardes, en la mañana asistía a mis clases, como lo hice desde que me gradué de bachiller. Éramos “clase media” sin lujos. Por eso mi afán de mejorar mi calidad de vida a través de mis logros personales.

Un día entró a la cocina del instituto un militar grande, obeso (totalmente opuesto al muy educado y estilizado presidente de la institución que hasta ese entonces la dirigió) y sin pedir permiso tomó unos dulces destinados a la venta. Se los devoró. Una escena bastante chocante que terminó siendo lo cotidiano en nuestra preciada vida de civiles.

Había ganado Chávez la presidencia de la república. Al cabo de un año, me fui del país. Por alguna razón mi intuición asomó lo que vendría. Tenía mis ahorros y decidí continuar mi aprendizaje en otra latitud. Conseguí empleo e hice los cursos que pude. Dos años más tarde, regresé con muchos conocimientos, sin un céntimo y con un propósito: ejecutar mi plan de vida.

Toda mi energía, tiempo, esperanza y experiencia estaban enfocados en lograr un futuro asegurado. Trabajé de día y de noche, de lunes a lunes en la cocina de mi mamá. Pedí  préstamos para microempresa en la banca privada. Uno a uno me lo fueron otorgaron y los fui pagando con los beneficios de la venta. Mis productos gustaban mucho. ¡Claro! Los hacía con amor y dedicación. No tuve necesidad de pedir dinero a familia ni amigos. Hasta 120 productos al mes llegué a hacer sola. Creatividad, calidad en la materia prima y buen servicio, mi filosofía de trabajo. Además hacía el delivery en el carrito usado que pude adquirir con los créditos. Antes iba en Metro, por puesto y cuando eran muchos productos, en taxi. Compré los equipos de trabajo que iba necesitando.

Mis piernas se llenaron de varices, las ojeras cubrían mi rostro, pero era feliz porque estaba enrumbada en mi proyecto. Caminaba por El Ávila, lo disfrutaba al máximo. Me sentía bendecida y orgullosa por esa experiencia. A pesar de que no había logrado algunos objetivos, había alcanzado mi paz interior. “El camino es la meta” como dice El Buda.

Di el siguiente paso del plan. Una amiga me rentó un pequeño anexo para trabajar en mi producción. Tenía la intención de dar empleo.

Pero hasta allí llegó mi proyecto de vida. Desde 2011 la inflación y la escasez hicieron que mi negocio viniera a menos día a día. Se sumaron la falta de agua y electricidad.

Hoy, a mis 50 años, vivo alquilada en un pequeño espacio. No logré tener mi vivienda. Ya no camino en El Ávila por miedo que me asalten (en el mejor de los casos). Hago promedio solo 10 productos mensual y porque los clientes me dan alguno de los insumos para trabajar. El mes que viene ya no tendré más que ofrecer. Bajo ningún concepto le compro a bachaqueros. Mi carrito viejo, pasa semanas parado por no poder costear las reparaciones. Además, surgió un imprevisto de salud desde hace 2 años, y como miles de venezolanos no consigo el medicamento que debo tomar de por vida.

He podido sobrevivir gracias a una amiga que me dio empleo a destajo en su escuela, y a mi compañero que me apoya. Nos ayudamos mutuamente. Por ello me considero afortunada y agradezco cada día porque, como ha quedado demostrado, siempre se puede estar peor.

Una ex compañera de estudios que vive en el exterior me dijo desde su nueva “perspectiva” europea: “no te puedes quejar, hay muchos que están peor que tu, gente muy pobre pasando hambre. Si te tocó vivir ésto es por algo”.

Respecto a este reclamo, pues la pobreza y el dolor ajeno no me sirven de consuelo. Aunque suene pesado, así como no vine a este mundo en una familia adinerada, tampoco tengo la culpa de no haber nacido en un barrio y he hecho todo lo posible para no tener que vivir en él. Que otras personas la estén pasando peor que yo no me genera ninguna tranquilidad. Me angustia los niños que están muriendo por falta de medicamento. Otros pasando hambre porque sus padres no tienen la capacidad de proveer sus alimentos. También los ancianos como mi papá que en sus últimos años ha tenido que vivir en la escasez y la preocupación. Más me causa tristeza los más humildes y vulnerables a quienes les robaron su criterio y capacidad de discernimiento para que siguieran siendo pobres y esclavos de su propia oscuridad. Los manipulan con sus necesidades. ¿Cuánto valen para quienes detentan el poder? Una bolsa de comida.

Y si, busco la razón por la cual me tocó vivir esta experiencia y qué debo aprender de ella. Entonces, como señala la filosofía budista ¿tenemos la percepción errónea de que las personas y las cosas existen en sí mismas, y por si mismas? Definitivamente estamos equivocados porque la realidad es que somos seres interdependientes. No solo dependemos del esfuerzo que hagamos individualmente. La mayoría de un país debe tener en la mente el pensamiento colectivo de la superación. Unos pocos tratando de llevar el timón hacia ese norte, mientras muchos más van en sentido contrario parece un esfuerzo inútil. Es falsa la percepción de los responsables de haber llevado a los venezolanos a la miseria de manera premeditada, de que sus vidas no dependen del daño que han causado. Sus emociones destructivas de poder y odio a su propios compatriotas actúan contra ellos mismos.

Con este escrito, además de tratar de hacer un llamado de consciencia, mi objetivo de haber contado mi historia es hacer notar la de miles de venezolanos quienes como yo, no pudimos concretar nuestras aspiraciones desde el emprendimiento. Invisibles y haciendo trabajo de hormiguita, habíamos apostado a nuestro país, a nuestras habilidades y conocimientos para generar empleo, para satisfacer las necesidades de nuestros clientes, para hacer crecer a nuestros productores de cacao y fabricantes de chocolate, para fortalecer la industria de los lácteos y huevos, para aumentar los ingresos a los trabajadores del campo productores de frutas, entre muchos otros involucrados en la fabricación de insumos para el proceso de elaboración de dulces y pasteles.

Me duelen todos los habitantes de nuestro país cuyo proyecto de vida se desintegró, sus años de juventud, salud y mayor capacidad productiva se esfumaron, aquellos que desarrollaron empresas hoy en el piso por la arrogancia e incapacidad de otros. Nadie nos puede reembolsar nuestro esfuerzo, nuestros sacrificios y sueños, el tiempo, mucho menos toda la energía invertida. Es una gran frustración y un profundo miedo al porvenir.

Mientras tanto, como a la mayoría de los venezolanos, hay que seguir sobreviviendo con una calidad de vida disminuida. Y sin embargo, es mi deber mantener latente mis recuerdos y experiencias, llenos de buena y recta intención. Es algo que me pertenece. Aunque lamentablemente no alcancé la meta, en el intento hubo un gran aprendizaje.

Debemos tratar desde nuestros espacios conseguir que se genere un despertar interior colectivo  para el respeto y el bien común. La superación intelectual, cultural, espiritual y material debería estar en la mente de todos. Debemos fortalecernos como individuos y como sociedad para avanzar con el objetivo de tener un presente y futuro que nos pertenezca, identifique y garantice nuestros derechos como seres humanos.

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