Érase una vez…

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Un reino mágico en el que todo era belleza; al que Dios había provisto de todas las maravillas y riquezas. Lo identificaba un portentoso rio cuyas bocas eran el inicio de una costa que pasaba por la península más extraordinaria y se prolongaba hasta un golfo único que le daba su nombre, cientos de leguas de costas, con una cordillera que iniciaba un subcontinente, llanuras y selvas por doquier; en fin, el paraíso perdido, un recóndito universo de riqueza natural. Pero el Señor vio que todo lo que había hecho era muy bueno y decidió descansar; olvidando que no había concluido su tarea. Y entonces todo se descompuso por un pequeño detalle.

Los habitantes se contagiaron de una rara enfermedad que les hizo borrar la memoria de su propia historia y entonces comenzaron a repetir todos los errores superados, reeditaron los vicios más primitivos y manifestaron una inconsciencia absoluta que los manifestaba irresponsables por cualquier acto. Desde el más encumbrado hasta el más humilde comenzaron a buscar las respuestas en los demás sin mirarse a ellos mismos. Muchos comenzaron a huir buscando otras tierras y los que se quedaron se dividieron. El terreno se hizo fértil para que los depredadores siguieran en su destrucción y la violencia de Caín se manifestó contra miles de Abeles indefensos.

El absurdo siempre gobernó pero los líderes de la banda comenzaron a superarse a sí mismos. Nadie se podía explicar lo que estaba pasando. El capo de todos ellos manifestó tal grado de imbecilidad que el estamento militar lo comenzó a honrar como su Comandante en Jefe. Manifestaba tal desconocimiento de la realidad que negaba verdades evidentes y agredía a cualquiera que tratara de contrariar la locura colectiva que se estaba viviendo. Hasta a las mujeres armadas con cacerolas empezó a golpear. La dignidad terminó en presidio y la delincuencia organizada se consolidó en el control de la sociedad con base a la violencia de las armas y la manipulación de la Justicia.

Con el ánimo de fortalecer su base de sustentación se produjeron alianzas inauditas. Los sectores productivos fueron barridos siendo sustituidos por grupos oligárquicos, provenientes de encumbradas familias, asociados a la corrupción en todos y cada una de las actividades en las que se podía generar algún tipo de provecho. Robaron los recursos para procurar alimento y comenzó la hambruna general; desmontaron las empresas que proveían los productos de primera necesidad; saquearon el campo despojando a agricultores y ganaderos; capturaron los recursos de hospitales e instituciones de salud pública y el pueblo comenzó a morir de mengua; hicieron negociados con la infraestructura del país y el sector eléctrico dejando el país  oscuras; y de manera grotesca los ricos se hicieron más ricos a costa de la miseria más absoluta. Para cerrar el círculo, compraron las televisoras y periódicos para matizar el desastre y cubrir sus crímenes para seguir robando.

La política se hizo un negocio, el mejor de todos. Los antiguos asaltantes de bancos comprendieron que era mejor estrategia la de “Gerenciar el Tesoro” y tener el control de las bóvedas. Con el viejo discurso, el de siempre, los nacionalistas vendieron al país y se ocuparon de llevar a la quiebra la única empresa en el mundo que era imposible quebrar, hipotecaron el futuro de una faja inconmensurable y elevaron su propio record de depravación vendiendo lo que llamaron un arco minero que, en realidad, cubría todas las posibilidades de ese reino.

En el éxtasis de la autodegradación, los que tenían la máxima responsabilidad en la preservación de la independencia y soberanía nacional renunciaron a cualquier tipo de respeto de sus semejantes, por los siglos de los siglos, ex nunc et tunc. Y para que el testimonio fuera indubitable, reconocido y manifiesto, decidieron hacer pública su vergüenza en un periódico o gaceta en la que solo aparecen los actos oficiales. De ahí que esos gendarmes de la constitucionalidad asumieron con orgullo la sustitución de su sagrado deber por la distribución de elementos tan indispensables como toallas sanitarias y papel toillete, colocando en situación infamante a todos sus herederos por varias generaciones.

Pero la bella durmiente, ya cansada de tanto esperar a su príncipe azul, comenzó a desperezarse no sin cierta remolonería. Salió de su propia fantasía y recorrió las calles. Y de repente se percató de un hecho insólito, el monstruo que la tenía aprisionada era solo un asqueroso y débil gusano que esperaba una suela que tuviera la bondad de aplastarlo; y, entonces, levantó el pie…Erase una vez.

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