El miedo más fuerte

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La sociedad venezolana está llena de miedo. Tiene miedo al fracaso político que nos deje en manos de una tiranía ratificada por nuestra propia ineficacia. Tiene miedo al caos perfecto si la revuelta llega a estar totalmente divorciada de una dirección política razonable. Tiene miedo a la traición de sus líderes, a veces tan incongruentes y otras tantas tan heroicos. Tiene miedo a la violencia, al uso del terror, a la práctica de la persecución política, al hambre, la escasez, el desempleo y la disolución de la economía. Tiene miedo a seguir engatillados en un status quo que conviene a muy pocos y de ninguna manera a los ciudadanos. Tiene miedo a perder esta batalla. Tiene miedo a la vergüenza de ser un país que se disuelve por desbandada y huida. Tiene miedo a la procacidad hecha gobierno. Tiene miedo de no contar con alternativas sólidas. Tiene miedo a su propia subordinación al carisma fatuo. Tiene miedo a que sus líderes sean inconsistentes y terminen siendo un remedio peor de lo malo que ya vivimos. Tiene miedo y el miedo paraliza.

Como la libertad ha sido un pretexto habitual para el crimen es mejor desconfiar de aquellos que quieren venderse como sus adalides, porque no todo lo que brilla es oro. Imposible mejor ejemplo que el socialismo del siglo XXI, empalagoso y obsesivo defensor supuesto de las libertades del pueblo. Defiende una cosa, pero provoca su contrario. Nada más lejano de la experiencia de los venezolanos que la libertad, sometidos al yugo del hambre, la enfermedad, la violencia y la inestabilidad psicológica de los que nos gobiernan. Lo paradójico es que mientras más lejos están de realizar la prosperidad que han prometido más insistente es la propaganda que dice machaconamente que lo han logrado. La mentira política enloquece. La disonancia provoca esa indisposición de ánimo que nos ha convertido en nuestra propia jaula de hierro espiritual. Porque no es fácil dilucidar la verdad de la mentira cuando la hegemonía nos trata con tanta indignidad. No importa lo que diga la realidad, ellos la contradicen con impunidad. Y los que duden son tratados como enemigos políticos a los que maltratan con alevosía. Y lo seguirán haciendo mientras tengan alguna posibilidad de mantenerse. Lo seguirán repitiendo para adular a ese 20% de creyentes irreductibles que por ahora tienen en el puño. Lo intentarán hasta que ocurra el desenlace del colapso que a todos parece inminente. Vivimos un secuestro psicológico del cual tenemos que liberarnos cuanto antes.

Debemos superar el miedo a la libertad. Parece mentira que cuando el fin parece inminente todavía tengamos dudas sobre lo que hay que hacer y el camino que se debe recorrer. Resulta oprobioso que en estas circunstancias algunos dirigentes quieran encadenarnos a su particular versión del populismo que ya nos tiene esclavizados. Terrible que tengamos que vivir la imprecisión de aquellos que solo calculan sus propias posibilidades electorales. Estamos entrampados por los juegos de poder de candidatos presidenciales y partidos políticos. Anulados por la estupidez de los que no tienen otra mirada que su propio ombligo. Completamente confinados entre la tiranía del socialismo del siglo XXI y una alternativa de mala calidad que no sabe contar sus propios pasos y a la que le resulta imposible delinear una ruta de largo plazo. Tenemos miedo al inmediatismo interesado. Tenemos miedo a la falta de estrategia de los malos dirigentes. Tenemos miedo a vivir incontables situaciones en las que “al burro le suena la flauta tantas veces como fracasa en su intento”. Tenemos miedo a seguir viviendo de la suerte derrochada, poco acompañada de la inteligencia que acopia y acumula los buenos virajes de la fortuna.

Entre el régimen y los ciudadanos existe un temor recíproco. El gobierno teme la reacción y las consecuencias de haber ejercido con tanto cinismo el poder, y los ciudadanos temen que cualquier viraje sea insoportable. Temen que el desafío sea superior a sus fuerzas porque son ya demasiados años cansados de vivir una situación de abuso continuado no quieren o no pueden seguir cargando sobre sus hombros. Temen al terror que se cierne sobre cualquiera de nosotros sin aviso y sin protesto. Lo que pasa es que la violencia dejó de ser legítima y socialmente útil hace mucho tiempo para convertirse en un látigo que reafirma la arbitrariedad y el descontrol. El miedo juega a favor del déspota.

Los mandatos no siempre funcionan apropiadamente. La experiencia indica que es una relación imperfecta que se degrada rápidamente y que tras algunas volteretas vistosas transforman a los mandatarios en tiranos y al ciudadano soberano en un siervo. Es una inversión ficticia, un juego de manos, un mal truco. El mandatario se convierte en un dictador porque nosotros lo asumimos como parte de una nueva normalidad. Es un malabarismo que cuenta con nuestra confiada mirada, pero también de una creciente suspicacia. Confiamos y desconfiamos a la vez. Nos dejamos hacer mientras nos resistimos. Aplaudimos, pero tratamos de buscarle la vuelta al truco. Mientras se logran las piruetas perfectas para invertir la relación entre mandatario y mandante lo normal es que la desconfianza mutua sea el signo. Tiene que ser así porque en la memoria colectiva hay más de una experiencia trágica en la que el poder se ha trastocado en violencia y el orden social ha degenerado en revolución. Los gobiernos establecidos siempre les temen a las revueltas, tanto como los ciudadanos a la represión. Unos y otros saben que cualquier vacilación puede ser mortal, bien sea porque los que están al mando se transforman en tiranos, o porque sus cabezas ruedan desde la guillotina del escrutinio social. No hay nada más inestable que el poder. No hay ningún otro momento donde la seducción no se juegue tan intensamente.

Es un juego rudo que no se puede jugar sin un mínimo de reglas. Es imposible una solución si la cancha no está perfectamente delimitada. Por eso mismo la humanidad siempre se ha ocupado de acordar ciertas normas, esas que en su conjunto conforman el derecho, por las que se aspira a imponer el imperio de la justicia y límites precisos a la arbitrariedad. Sin embargo, hay un presupuesto que no suele funcionar apropiadamente. Se asume que el gobierno va a ser incapaz de violar sus propios límites, pero eso casi nunca es así. Una cosa es buscar el respaldo y otra muy diferente ejercer el gobierno. Una vez logrado el poder sus titulares olvidan rápidamente que el fin de todo orden político es la libertad de los ciudadanos y en su sustitución comienzan a esparcir el miedo, ese reductor de la voluntad y de las conciencias que transforma todo clamor en un espeso silencio. Ocurre así en todos los ámbitos de la política. Les pasa a los gobiernos y es moneda común en los partidos políticos y otras formas de asociación ciudadana. Todos los líderes piden la confianza para después violarla. Todos dicen trabajar por el interés general pero rápidamente se subordinan a su propia agenda. Por eso mejor desconfiar de los providencialismos y de los dirigentes que dicen ser imprescindibles. Por eso es mejor la alternabilidad que la reelección. El poder ilimitado es un arma letal que siempre encañona a la libertad. A veces tenemos miedo de limitar el poder porque nos enamoramos del poderoso. Lo sublimamos eróticamente. Nos entregamos incondicionalmente y con eso activamos la trampa en la que rápidamente caemos.

Hay dos miedos que se entrelazan. El miedo a la autoridad y el miedo a la falta de autoridad. Ambos miedos tienen en común un rechazo a los excesos. Tan malo es el tirano perfecto como lo puede llegar a ser el caos absoluto.  El gobernante siempre confronta a la opinión pública con esa situación en la que él, supuesto garante de la libertad y de la paz, está ausente. De inmediato pinta una situación donde la entropía comienza a engullirse cualquier posibilidad de orden. El tirano grita que es la única alternativa a la violencia. Que sólo él puede contener la anarquía. Que el desorden nos arrasaría a todos. Que por eso lo mejor que puede ocurrir es su permanencia. El status quo siempre nos muestra el cambio como una calamidad. O ellos o la catástrofe. El miedo paraliza el cambio y nos hace padecer de la resignación espuria.

El miedo colectivo es un fenómeno propio de las sociedades en retroceso. El miedo nos hace perder impulso creativo y es una barrera portentosa que nos impide lograr nuevas conquistas. El miedo nos impide tomar decisiones correctas y nos entrega a un presente que no nos conviene. El peor miedo es ese. El miedo que nos paraliza y que nos entrega como víctimas propiciatorias al monstruo totalitario. ¿Cómo nos salvamos de las secuelas de este vivir con miedo? ¿Podemos comportarnos valerosamente aun cuando estemos zarandeados por el miedo? La clave es mantener el foco en la realidad y comprometernos con una sensatez activa que nos recuerde todos los días que para la liberación no es demasiado tarde ni los tiempos de resolución están demasiado lejos. Tenemos que enfrentar nuestros miedos y caer en cuenta que los tiranos solo son hombres infatuados por nuestra inacción, nuestros silencios, nuestra complacencia, nuestro dejar hacer, nuestro aplauso fácil y nuestra entrega erotizada a un hombre que transformamos indebidamente en un titán.

José Antonio Marina dice que los hombres somos seres cobardes que aspiramos a ser valientes. Que no nos queda otro remedio que bambolearnos entre dos sentimientos, a la vez contradictorios u complementarios. Por un lado, padecemos de la compasión, que es la conciencia de nuestra fragilidad, y por el otro, a veces experimentamos la admiración, que es el sentimiento correspondiente a los actos que se sobreponen a esa fragilidad. El éxito es saber compadecernos sin desistir y admirarnos sin caer en el abismo de la prepotencia. La clave está en saber de lo que somos capaces, y tratar de seguir adelante, a pesar de los desvaríos, los desvíos, las decepciones y las desbandadas. El miedo más fuerte es al fracaso. Para no fracasar debemos poner foco en la realidad y mantener convicciones firmes: El tirano es solo un pobre poderoso condenado a una soledad creciente. El socialismo, la ideología de la tiranía, es un error incorregible e insalvable. El poder es una ponzoña que tiene que ser dosificada para no ocasionar males irreversibles. Y el antídoto a ese veneno es la alternabilidad. El poder tiene que ser limitado o se convertirá en el lobo del hombre. El tirano, la tiranía y el poder se ceban en nuestro silencio y nuestra pasividad. Foco en la realidad, significación política, participación ciudadana, gerencia de las crisis y exigencia de resultados. La transparencia no es negociable y la rendición de cuentas es una obligación impostergable. Foco en la realidad y no caer en la comodidad de una relación erotizada. Que nuestros líderes sientan nuestro punzante escrutinio. Que entiendan que no pueden defenderse con excusas y mucho menos descalificar la crítica. La unidad no es un fetiche, pero tampoco es una herramienta prescindible. Foco en la realidad sin perder energías en las fantasías, en los buenos deseos y en el adictivo realismo mágico. Foco en la realidad, cero evasión y trabajo estratégico. Solo así podemos aspirar a los resultados de la valentía, reconocer nuestros miedos y seguir avanzando hacia el logro de la libertad.

Víctor Maldonado
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