Editorial #327 – Obedecer a nuestra conciencia
No deja de sorprender la manera en que ajenos y propios tienden a descalificar a la desobediencia cívica con un “¿con qué se come eso?”. Ciertamente en nuestra Constitución existe el artículo 350, el cual está allí por razones aún confusas, que derivan de su propia ambigüedad y poca precisión a la hora de ser propuesto; pero creer que la desobediencia gira en torno a nuestra Constitución y no a una conducta de la sociedad oprimida aún consciente de ello y dispuesta a responder, es una forma muy vacía de oponerse a algo.
Si algo aún sigue intacto en parte de la mentalidad de la sociedad venezolana es la figura del Estado paternal. Esa misma figura, alimentada por muchos que creen necesario mantenerla y que ha encontrado su soporte en el populismo y otros grandes vicios históricos, es la que de una forma u otra se convierte en un chantaje que apunta a la pasividad y obediencia del que da todo a los demás. Sí, se inculcó una especie de ritual y honor a ese “Estado papá” al que, como todo padre, nadie puede rebelarse o siquiera alzar la voz porque castiga. Así es como nuestros males se han podido mantener perennes en el discurso y acción política de muchos, derivando en clientelismo y pérdida de autonomía individual y conciencia sobre la acción de los gobiernos.
Pero eso también provocó una ciudadanía pasiva, arrinconada a la mera agenda electoral, en la que la genuina expresión de todos exclusivamente es un voto –y eso no está mal–, pero nada más. Esa reducción de nuestros deberes ciudadanos –insisto, compensada con un populismo que lo único que nos enseñó fue a extender la mano para recibir– nos ha llevado a creer que hacer algo más que votar es un desafío a la autoridad y una especie de rebeldía que, además de condenada, debe ser castigada.
De manera que hicieron de las personas solamente votos e hicieron de los derechos concesiones de buena conducta y no un ejercicio de coraje y conquista. Esa manera de correr la arruga y sumergirnos en la falsa idea de la prosperidad otorgada y no de la libertad consagrada por nosotros mismos –que es la que nos abre las puertas a todo lo demás– nos hizo aprender de la peor manera que confiarse de lo conquistado en el pasado no es garantía de su perdurabilidad si no se lucha todos los días.
Y digo que aprendimos porque ya la gente hoy no aguanta más. El hambre, la miseria y el dolor de sufrir la peor crisis de todas, resumida en muerte, abandono y tristeza, ha hecho que la gente entienda la urgencia de cambiar las cosas cuanto antes. La gente está pidiendo más, quiere hacer más y quiere salir de este abismo en el que nos hunden día a día. Lo que es inaceptable es quienes conducen la alternativa democrática del país no lo entiendan –evadiéndolo o poniéndole otros nombres– y se desconecten de lo que ya es un clamor nacional.
Desobedecer no es delinquir; tampoco es violencia o caos. Desobedecer es desafiar a quienes se creen dueños del poder absoluto, aún sostenidos por la nada, y hacerles entender que somos nosotros, presionándoles, quienes queremos que se vayan y que estamos dispuestos a lograrlo. Las mujeres de Ureña son un ejemplo de desobediencia, al traspasar las barreras militares para buscar comida para sus hijos. También es desobediencia que una comunidad como la de Villa Rosa haga correr y huir a un tirano con un utensilio que, en lugar de tener comida, lo que tiene es hambre y desesperación: una olla. De igual forma desobedecen los manifestantes que traspasan cordones de seguridad para seguir avanzando porque es su derecho protestar pacíficamente. Y así, hay muchas maneras de desafiar al poder, sin violencia pero con contundencia. Sin pasividad, pero con efectividad.
Por ejemplo, si las trabas para hacer el Revocatorio con el Consejo Nacional Electoral (CNE) son cada vez más absurdas, demostrémosles que nosotros podemos organizarlo sin ellos. Estar en la calle, hacer presión y acompañar las demandas ciudadanas con una conducción coherente, sensata y valiente, pero sobre todo que hable con la verdad, es lo único que podrá hacer sentir al régimen que tienen que irse en 2016. Hay muchas formas de proceder, con contundencia, sin ser pasivos ni violentos, pero siempre firmes en nuestros valores y convicciones.
Hacer lo correcto siempre será lo que dictamine nuestro proceder y en este caso no es precisamente ayudar a quienes destruyeron nuestro país para que salgan airosos. Como ya lo he dicho, la convicción moral es el único terreno en el que quienes gobiernan a Venezuela no pueden competir porque sencillamente todas sus acciones carecen de ello. Es momento de entender el momento que vivimos, de acompañar lo que la gente pide y quiere; es momento de alzar la voz y hacer lo que hay que hacer: obedecer a nuestra conciencia.
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