Fidel Revolution, by GAP
No hay remeras de Fidel. Sí las hay del Che, y quizá tenga que ver con aquello de morirse a tiempo.
El Che fue un militar desastroso y peor estratega. Llegó a Bolivia en el peor momento climático del año. En aquel país ya habían intentado una reforma agraria y fue denunciado por aquellos campesinos que se disponía a liberar. Pero el poder no llegó a mancharlo.
Fidel, en cambio, es una sombra inaccesible, un titiritero atento a los mínimos detalles. Un niño-viejo en un cuarto lleno de juguetes mortales.
Estuve cinco o seis veces en La Habana, pero sólo pude ver a Fidel la primera: fue en un congreso sobre Juventud y Deuda Externa, en los ochenta.
Mido 1,84 y Fidel era bastante más alto que yo. Como Julio, Cortázar, “tenía los ojos separados como los de un novillo” y su figura de basquetbolista jubilado sobresalía en el Palacio de la Revolución junto a la de García Márquez: cada uno reunía, a su alrededor, grupitos de acólitos que iban siguiéndolos a todos lados.
Esa noche aprendí que no todas las casas de La Habana estaban en estado de terremoto: había también “casas de protocolo”, chalets confortables con aire acondicionado para algunos visitantes y funcionarios del Partido. Esa noche, en el Palacio de la Revolución, probé los langostinos más grandes que comí en mi vida.
Creo que fue en aquel viaje o en uno posterior cuando, en la terraza del hotel Habana Libre (ex Hilton) mientras sonaba una orquesta con músicos vestidos de blanco, escuché a una chica haciendo la mejor crítica política al sistema de la isla: me decía que quería cursar un posgrado en medicina en el exterior pero que no la dejaban salir. Ella no quería irse, quería salir y volver. Pero era en vano.
–Parece que no nos tuvieran confianza, dijo.
La Cuba oficial y la paralela se me aparecieron a la vez: en la Plaza, frente al hotel, chicos de veinte años cambiaban dólar paralelo (la diferencia de cotización de aquellos años era sideral, uno a cuarenta o más), vi por primera vez las “diplotiendas” –que en Rusia se llamaban “berioshkas”–, en las que solo los turistas podían comprar todo lo que le estaba vedado a los locales; vi chicas prostituyéndose por un shampoo o un jean que podían vender luego a cincuenta dólares en un país donde 24 es el salario promedio. Conocí también la “diplotienda” más grande de La Habana, mucho más grande que las demás, y allí casi no había turistas, todos eran funcionarios del Partido.
Volví otras veces: fui jurado del Festival de Cine y del premio de Periodismo de Prensa Latina. Me molestaba aquello de los CDR, la vigilancia política en cada manzana, o los niños pioneros con su pañuelito rojo al cuello gritando “Seremos como el Che”, las librerías eran muy limitadas y muy militantes, sólo algunos pocos autores extranjeros en ediciones truchas (los cubanos no pagan derechos de autor) y los libros eran muy baratos. La persecución a escritores –Virgilio Piñera, Guillermo Cabrera Infate, Heberto Padila, Jose Lezama Lima, Reinaldo Arenas– o la vigilancia constante del G2 (así se llama el servicio de inteligencia cubano. Les decíamos “gerardos”) se diluía con el argumento de siempre: hay medicina y educación, como si una cosa justificara la otra, o fuera necesario no poder salir para ser justos.
Es curioso todo lo que uno está dispuesto a aceptar cuando quiere convencerse de algo: la fe es torpe y generosa. Leí entre aquellos viajes, de un tirón, “Antes que anochezca”. El testamento de Reinaldo Arenas es un libro urgente, bello y triste que no puede leerse de otro modo. Arenas, homosexual, se mató en Nueva York, enfermo de SIDA, a los 47 años. “La Revolución no necesita peluqueros”, sentenció Fidel.
En su “Elogio a Fidel Castro” Arenas escribe: “A lo largo de más de treinta y un año de poder absoluto ha sido siempre fiel a sí mismo, gobernando con tan maquiavélica habilidad que hoy por hoy es uno de los únicos herederos de Stalin que se mantiene en el trono”.
Arenas escribió estas líneas en 1990. Fidel completó 49 años en el poder.
“Castro pone en práctica purgas políticas y retractaciones públicas. Ejemplos: el juicio público de Marcos Rodríguez, fusilado en 1964; el juicio del general Arnaldo Ochoa, fusilado en 1989 o la confesión de Heberto Padilla donde delataba además de a sus amigos más íntimos y a su esposa, en 1971”.
Hoy los organismos de derechos humanos argentinos olvidan datos elementales: en la web Desclasificación de la Cancillería se publican 70 oficios de la embajada en La Habana que prueban las relaciones entre Fidel y Videla.
La mayoría están firmados por el embajador argentino Raúl Medina Muñoz y se refieren al apoyo de Videla a Fidel en la ONU para que Cuba ingrese al Concejo Ejecutivo de la OMS; a cambio La Habana apoyó a Argentina para que fuese reelecta en el Consejo Económico y Social.
Los representantes cubanos en el Comité de Derechos Humanos de la ONU jamás denunciaron a la dictadura argentina y los argentinos tampoco lo hicieron contra Cuba.
En la cumbre de la ignorancia, Estela Carlotto declaró: “Fidel reivindicaba nuestra lucha, ofrecía su ayuda, sobre todo para difundir nuestro trabajo, consustanciado en la defensa de nuestro derecho a seguir pidiendo justicia, encontrar a nuestros nietos, cultivar la memoria. Su recuerdo, su historia y su presencia será permanente. Estará junto al Che, junto a Chávez y desde algún lugarcito seguirá mirando nuestras patrias y empujándolas al sueño de la patria grande”.
¿La Historia lo absolverá? Si es así la industria textil tomará nota y ya saldrá el modelo de GAP: “Fidel Revolution”.
Fuente original: http://www.clarin.com/opinion/Fidel-Revolution-by-GAP_0_1698430188.html
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