La inmortalidad en Nueva York: Una crónica sobre el infinito

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Desde que empecé a caminar Caracas, he pensado que las ciudades hay que comérsela con los pasos, para poder decir de ellas algo medianamente veraz (lo que deje la subjetividad), de esa forma regalarle a los lectores del futuro, las imágenes que el tiempo y la evolución de las urbes dejan atrás con los años. Esas imágenes irremplazables, que dicen de donde viene el orden en medio del caos, la paz o la violencia de una generación, los edificios que se derrumban, el nombre de las calles y las manchas en las aceras. Todo tiene una historia, que se olvida cuando las letras, la fotografía o el video, renuncian a su función de conservar los tiempos en la materialidad de sus entrañas anacrónicas.

¿De quién es el trabajo de mantener las imágenes de un tiempo en el tiempo? Gay Talese parece decirnos en toda su obra periodística, que ese rol es competencia del cronista, del periodista capaz de narrar lo que ve de tal forma, que las personas que vengan después de su paso, puedan traer a sus mentes, la visión de un pasado enterrado, que siempre tendrá que ver con nuestro presente; pero que la tierra encima de ella hace que parezca, un cadáver que debe mantenerse en el sepulcro ¿No es la muerte desde donde nace la vida? ¿No son los cuerpos devorados por el polvo, los que nutren las plantas, los árboles y las rosas de un jardín?

Entre las crónicas de Talese, existe una en donde la imagen de Nueva York de los años 60, desgarra el presente y vuelve a vivir en la mente del lector, contando como el rugir furioso de sus calles, es una canción que sobrevive a los años. Como la cotidianidad de un tiempo que se va desvaneciendo, tiene una belleza en la esencia de hombres y mujeres, de ratas, de gatos, de vagabundos, e incluso en el reflejo de los edificios, que se ven tan vivos en el rastro de la lluvia. Esas visiones del pasado mantienen sus sombras deambulando en los bulevares y las avenidas. Unas sombras diferentes, pues a contraste de la oscuridad habitual, o a la imagen fantasmal del pasado, le dan brillo a quienes viven hoy, los que crean con sus pasos las sombras para el futuro.

¿Qué personajes han reencarnado en nuevos seres citadinos? Tal vez el masajista francés, antiguo boxeador derrotado en Europa, que describe el periodista en su artículo: “Nueva York, Ciudad de cosas inadvertidas”, sea hoy el maquillista homosexual que embellece las amarguras de hombres y mujeres en un local de la 5ta avenida, o tal vez las gitanas que ignoraban la segunda estatua de la libertad, sean aquellos que le toman fotos a la comida para subirlas a Instagram, puede que los gatos bohemios que dormían dentro de las tiendas de abarrotes sustituidas por los supermercados, se hayan convertido en su nuevo nacimiento, en twitteros apostados en las paredes de los edificios. Tal vez el puertorriqueño de entonces, sea un hindú en Queens; puede que uno de esos halcones que dejaban las cabezas de sus presas en el río, esté de visita por lo mínimo, cuatro años en Washington, ahora  con cabellera rubia sin dejar su naturaleza rapaz; o el guardia del puente George Washington, sea un nuevo abogado suicida, que pronto será un Neoyorquino del futuro inmediato, con una función distinta en la ciudad, pero con una esencia aferrada a las calles de la icónica urbe norteamericana, en cuyas avenidas deambulan las sombras y los fantasmas del pasado, en nuevos cuerpos, en otras carnes que caminan, ríen, lloran, odian, disfrutan y viven, sin mirar nunca hacia el cielo. Los neoyorquinos apenas suben la cabeza, cuando la lluvia cae sobre sus cabellos.  

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Jorge Flores Riofrio
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