La imagen del enemigo

“Hay que tener cuidado al elegir a los enemigos,

porque uno termina pareciéndose a ellos”.  

Jorge Luis Borges

En la Carta de Jamaica (6-9-1815) nuestro Simón Bolívar concreta diagnóstico que se puede asemejar a la situación actual:Seguramente la unión es lo que nos falta para completar la obra de nuestra regeneración”. Y complementa su futurístico acierto: “…la masa física se equilibra con la fuerza moral, y la contienda se prolonga siendo sus resultados muy inciertos. Por fortuna, entre nosotros, la masa ha seguido a la inteligencia”. Con este agregado, extrapolando tiempos, se puede decir todo para entender el estancamiento de los factores democráticos en su objetivo de desalojar a las mafias que regentan este régimen depredador. La adaptación del mismo sería que aquí no hay dirección que dirija a las masas y la poca inteligencia que exhibe está empeñada en seguirlas, salvo en la vocación electoralista de ir a procesos para cubrir los espacios.

Pero sigamos en la analogía de sagas militares de la mano de El Libertador. En julio de 1827, el Congreso de la Gran Colombia lo complació convocando una convención que debía instalarse en la ciudad de Ocaña, entre marzo y junio de 1828. El objetivo era consolidar su poder absoluto, con un nuevo texto constitucional que sustituyera el de Cúcuta de 1821, pero el plan se vino abajo ante la conformación paritaria de las fuerzas políticas de los partidarios de Santander y Bolívar. Traigo a colación este evento porque la conclusión de este artículo se compadece con la comparación que haré entre el comportamiento de los militares en 1828 y el apoyo incondicional de la FANB al ciudadano vicepresidente de la República. Me explico.

El resultado de la elección de los delegados presagiaba el final: el partido de Bolívar, propenso al centralismo político con un ejecutivo fortalecido, recibió el apoyo de los delegados de Ecuador, la mayoría de los que representaban a Venezuela y de Cartagena; mientras que los santanderistas, más propensos a la descentralización, a pesar de los antecedentes centralistas de Santander y sus liberales en la Constituyente de Cúcuta, se quedaron con la casi totalidad de los neogranadinos. Apenas algunos moderados entre los que destacaban Rafael y Joaquín Mosquera, de Popayán, y José Ignacio de Márquez, de Boyacá.

Resulta a lo menos anecdótico que el partido de Bolívar defendiera la reelección indefinida del Presidente con un largo periodo de ocho años de gobierno. Ellos presentaban esa propuesta casi como una concesión al desistir de la idea de la presidencia vitalicia para su líder. En cambio, la propuesta de los otros, “facciosos” según los dichos de El Libertador, limitaba el período presidencial a cuatro años de mandato y prohibía expresamente la reelección. La misma se complementaba con la limitación de los poderes extraordinarios que otorgaba al presidente la Constitución de Cúcuta de 1821 y la creación de asambleas departamentales que debían garantizar la autonomía provincial. Pero el líder carismático no ahorra epítetos y considera las posiciones antagónicas como algo más de cuidado, maniobras con un objetivo muy preciso, sacarlo del poder.

Bolívar nunca estuvo dispuesto a ceder aunque su partido, tal como el mismo lo relató, modificó su planteamiento original para ganarse los votos moderados. Su constante conseja no daba lugar a dudas y constituye un recuerdo del futuro: “Si triunfamos definitivamente, según lo que Vds. ofrecen, no debemos darles; cuartel, quiero decir, admitirles ninguna de sus ideas demagógicas, pues nos perdemos si aflojamos. Sobre este punto verá Vd. la carta que le escribo al señor Castillo, a quien hablo muy fuertemente sobre sus ideas; que insisto muy decididamente en ellas, y con más energía que nunca. Si tenemos mayoría, debemos aprovecharla; y si no la tenemos, no debemos transigir, sino disputar el campo con las armas en la mano, y dejarnos derrotar más bien, pues de la derrota se saca el partido de la reacción, y de la capitulación no se saca otra cosa que entregar hasta los dispersos y perder hasta el derecho de defenderse. Triunfo absoluto, o nada, es mi divisa”. Esta fue una Carta que dirigió al  Coronel Daniel F. O’Leary, fechada en Bucaramanga, el 24 de abril de 1828.

La verdad sea dicha, la orden previa a la instalación de la Convención era abandonar las sesiones antes que sufrir una derrota con la firma de una Constitución inconveniente y que los enemigos “no cuenten con patria si triunfan, pues el ejército y el pueblo están resueltos a oponerse abiertamente”. No cabe duda que la instigación a buscar un camino de violencia y el fracaso de la Convención, ante la retirada bolivariana del 10 de junio de 1828, era una pauta superior que desencadenaría en una salida de hecho.

En el Bolívar de 1828, la de dictador, fue la peor de las distintas personalidades que él asumió a lo largo de su prodigiosa vida. Y conste que fueron muchas, unas acordes con su gloria y otras que lo llevaron a la derrota o la perdición. Antes del retiro de sus partidarios de la Convención, el general Rafael Urdaneta, secretario de Guerra, convocó una asamblea en Bogotá, con el apoyo del gobierno, con el único objetivo de desestimar cualquier decisión y darle plenos poderes al jefe máximo. Efectivamente, tal como lo refiere la carta de Bolívar precitada, el 13 de junio se consumó el plan gracias a la lealtad del coronel Pedro Alcántara Herrán, intendente de Cundinamarca; vigilante ante cualquier disenso, especialmente en una zona de influencia santanderiana.

El paso siguiente fue el juramento de lealtad de la tropa. No a la bandera, tampoco a la patria, sólo a la voluntad de El Libertador dictador. El gesto se repitió en diversas localidades y la fuerza repelió cualquier oposición. Algunos gestos favorables a Santander en Cúcuta y Pamplona. Los decretos de Bolívar sustituyeron a la Ley. Acumuló los poderes ejecutivo y legislativo. Sus medidas primarias estaban dirigidas a obtener los respaldos suficientes para mantener el control de la situación. A los militares les ratificó el fuero, privilegio disminuido en fecha previa y causa de eternos conflictos. En contra de su formación y ejecutorias previas, pactó con el clero al punto de comprometerse a la defensa de la Iglesia católica romana en el decreto del 27 de agosto de 1828 relacionado con el esquema organizativo del nuevo régimen.

La reacción no se hizo esperar. La conspiración comenzó con unos jóvenes liberales que buscaron el apoyo de Santander para convertirlo en líder del proceso y seguro subrogante de Bolívar. El silencio del cucuteño fue interpretado como aprobación. Inmediatamente, se produjo el asalto del palacio presidencial el 25 de septiembre de 1828, en horas de la noche. Fue la excusa perfecta para radicalizar el proceso y legitimar la violencia que se desató.

Los militares que ayer apoyaron a Bolívar, con razón o sin razón, son causahabientes de los que acaban de apoyar incondicionalmente al ciudadano Vicepresidente de la República. Han evolucionado bastante en esos apoyos. Hay una diferencia entre apoyar a un hombre como el que nos liberó y este apoyo en el marco del proceso escabroso que estamos viviendo.  Al punto que el apoyo sin límites de los militares puede implicar la desaparición de la institución misma. Mientras tanto el mayor esfuerzo de buena parte de la dirigencia que se hace llamar opositora es ejecutar prácticas populistas y mecanismos estratégicos, como el del diálogo sincero, para cumplir su objetivo de ir a elecciones a cualquier costo. En pocas palabras, dejar a la masa sin inteligencia y dejar que ella se conduzca a sí misma. Porque después de observar tanta imbecilidad, la mayoría se pregunta, cuál sería la diferencia. Y como decía bolívar, claro que la hay y el resultado depende de ella.

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