La esposa del General

Mucho se ha escrito en la Historia de Venezuela del Siglo XIX sobre los caudillos que figuraron en el panorama político de aquellos tiempos, pocas son las páginas dedicadas a narrar las peripecias femeninas durante este turbulento periodo.

Desde 1813, año en el que Simón Bolívar declaró la Guerra a Muerte a los españoles, hasta 1903, cuando el General Cipriano Castro logró apagar los fuegos de “La Libertadora” organizada por Manuel Antonio Matos, el país vivió noventa largos años de una endemia conocida con el nombre de “Revolución”.  

El alzamiento armado se convirtió en una enfermedad más brava y temida que el Cólera o la Malaria. Una vez cada tantos años la recluta asaltaba ciudades y aldeas arrancando campesinos, pulperos y artesanos de sus puestos de trabajo y el seno familiar. Al padre lo seguían los hijos pues a los doce años ya estaban maduros para jalar machete o echar plomo. En el hogar quedaba sola la mujer con las hijas para defender la morada casi destruida por la guerra.

Mientras los hombres escribían proclamas, entrenaban para convertirse en guerrilleros y se mataban los unos a los otros en escaramuzas con el fin de defender el color de sus banderas, las damas desafiaban de manera admirable las calamidades originadas por el caos latente. A estas no les quedó otra opción que sustituir al varón en las labores agrícolas, comerciales o de bricolaje para poner en la mesa el pan de cada día.

Poco a poco desarrollaron una fortaleza y habilidad para afrontar los incomprensibles escenarios de aquella época. Se ocuparon de la siembra y cosecha; del pastoreo y manejo de los ganados; de la administración de fundos y quincallas. Algunas hasta emprendieron en negocios como talleres de corte y costura o la preparación de comidas, postres y eventos. Y, como si eso fuera poco, aún les sobraba el tiempo para decorar la casa y mantener la correspondencia con los hermanos, el marido y los hijos, échale bola.  

El Siglo XIX fue para la mujer venezolana, a lo ancho y largo de todo el territorio nacional, una constante prueba de su temple y valor. Fácil y doloroso era ver al marido o a los hijos marcharse del hogar hacia una muerte segura. Difícil y atormentante era la idea de sobrevivir a la hecatombe y quedar viuda, con deudas que pagar y huérfanos que alimentar.

Caso curioso y digno de un libro es el de Dominga Ortiz, una jovencita de 17 años que el 1ro de julio de 1809, tomó por esposo, en la Iglesia de Canaguá, a un llanero catire, de pelo rizado y ojos claros que tan solo le llevaba dos años de edad y se llamaba José Antonio Páez.  

Poco menos de un año duró la paz y la armonía de la vida conyugal. A principios de mayo de 1810 llegaron a Barinas las noticias de lo acontecido en Caracas el 19 de abril. Entonces el marido se alistó en las filas militares de la Junta Suprema de Gobierno de la Provincia cuando esta decidió adherirse a la causa caraqueña.

A partir de aquel año y durante una década Dominga se mantuvo al lado del esposo. Lo acompañó, de un lugar a otro, durante la larga y calamitosa campaña de los llanos, esa en la que el combate fiero y sin descanso lo colocó como jefe máximo de los llaneros y forjó la leyenda del Centauro.

En aquellos tiempos “la esposa del Jefe” comandó su propia tropa, un escuadrón de mujeres que acompañó a los hombres de Páez y desarrolló labores importantes como la recolección de madera para la elaboración de lanzas y edificaciones, manejo de los rebaños, cuidado de los niños, sanación de los heridos, preparación del rancho y organización de  la retaguardia.

Así pasaron lentos los días en la aventura independentista. En la madruga, antes que cantaran los gallos, recogía el campamento; repartía las viandas; preparaba a sus tres hijos y el resto de los niños; se ocupaba de los enfermos y ensillaba su bestia con el fin de preparase para otra larga jornada de marcha y batalla contra los elementos. Al caer la tarde, cuando sonaban cuatro, arpa y capacho, todavía le quedaban fuerzas para bailar un par de piezas con el marido, ritual que parecía animar a su gente.

Cuando, el 30 de enero de 1818, Páez y Bolívar se conocieron en el Hato Cañafístola fue  Dominga quien se ocupó de preparar la carne en vara y organizar el baile, al descampado, en honor al Libertador.      

En 1821, Cuando el General Páez se convirtió en el “Héroe de la Batalla de Carabobo” y le sobraba la fama, ya Dominga no se encontraba a su lado. En Barinas se quedó  con los críos: Manuel Antonio, Rosario y Hermenegildo, mientras al marido se le podía ver públicamente en Maracay agarrado de la mano con una amante, la linda y tierna Barbarita Nieves.

Dominga jamás se divorció o se ocupó de separar los bienes de la comunidad conyugal mientras Páez era el hombre más poderoso de Venezuela, prefirió quedarse en Canaguá mientras él hacia vida junto a la concubina en una ostentosa residencia en Caracas conocida como “La Viñeta”.

Fue después de casi treinta años, una vez fallecida Barbarita y el General preso tras la intentona contra José Tadeo Monagas en 1848, que Dominga, señalada por los Liberales como enemiga del gobierno y con los dos hatos que administraba confiscados, se vio forzada a viajar a Caracas y reencontrarse con el marido en la cárcel.

Cuando lo enviaron al Castillo de San Antonio en Cumaná ella se convirtió en su ángel de la guarda. Le escribía cartas, administraba sus bienes, se ocupó que le lavaran la ropa y que le hicieran llegar un violín y un clarinete. La ayudaron en estas tareas Úrsula y Juana, las hijastras fruto de la unión del General con Barbarita.

Ella fue quien denunció, ante el Congreso de la República, los horrores del encierro de su marido, reducido a una estrecha celda, sin derecho a un respiro de aire libre o ver la luz del cielo, condiciones que, según ella, violaban el respeto a la humanidad y la Constitución.

Gracias a las suplicas de la dama mortificada, el 24 de mayo de 1850, tras dos años de cautiverio, el “Ciudadano Esclarecido” fue liberado y escoltado por una multitud hacia el puerto, donde abordó el vapor “Libertador” con destino a Saint Thomas. En aquella ocasión lo despidieron en el muelle Dominga y su hija Rosario.  

Dominga y José Antonio jamás se volvieron a ver o vivir juntos, pero mantuvieron correspondencia hasta que la muerte los separó en 1873.

Jimeno Hernández
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