Chancla y correa

Ya bien entrado el siglo XXI, resulta bastante difícil discutir la efectividad o no de este tipo de métodos de castigo, más todavía cuando la generación de chicos actuales posee mayor cantidad de recursos formativos, sin dejar de lado los intelectuales, que les permiten  ejecutar sus barrabasadas, muchas veces sin que sus padres se den cuenta de que ocurrieron.

Hay un importante elemento disuasorio en la aplicación de cualquier castigo: la inminencia de su cumplimiento. Todos los estudios psicológicos y de comportamiento humano, inclusive los empresariales, basan los fundamentos básicos de un sistema de premio-castigo, en una premisa inquebrantable: si lo promete, cúmplalo. Así como pasa con los premios, por igual ocurre con los castigos, en donde buena parte de su efectividad se basa en la inalterabilidad de su desenlace.

Hay que admitir que ya pasaron los tiempos en que con una sola “pelada” de ojos de parte de uno de los padres, bastaba para helar la sangre y arrugar el espíritu del pequeño infractor, quien desde el inicio ya sabía lo que le esperaba apenas se llegara a casa, o que la visita se fuera de ella. Nada más ver los ojos desmesuradamente abiertos del progenitor, era suficiente para frenar la travesura y volver las cosas a su lugar. En el interior de esas frías miradas, uno veía claramente su futuro demarcado de manera selectiva y semipermanente en ciertas partes del cuerpo.

No sé en qué parte del oscuro pasado instauraron la maquiavélica ocurrencia, con la que algunos padres y abuelos sometieron a su prole a una zozobra adicional, atormentante por demás, cuando llegada la hora de la reprimenda, le daban a escoger al infractor la forma del castigo. Elección nada fácil, pues de las posibilidades existentes ninguna era benigna, y todas por igual dejaban en la piel, y en nuestro ego, las afrentosas marcas de su ejecución. Lo que quedaba entonces era aguantar estoicamente la venida del correazo y rogar que el castigo terminara lo más rápidamente posible, de acuerdo al tamaño de la falta o el empeño que pusieran los padres en cobrarla.

No está de más recordar al nunca bien recibido cachetón, que más un rostro cruzó y más de una lágrima hizo verter entre la chiquillada. Un modo de castigo donde privaba la certera rapidez, su limpia ejecución y la economía de esfuerzos. No requería mayores rituales, sino que el infractor estuviera al alcance del largo del brazo, y venga, que lo demás se daba por añadidura. Si la cuestión requería de un tanto más de contundencia, se convertía en un “cocotazo”, dado con preferencia hacia las zonas frontal y occipital. Pero ¡ay de ti! que se te ocurriera esquivar el guantazo, pues al rato vendría el de vuelta, con zancada adicional hacia adelante, solo para asegurar el blanco.

Y es que había castigos de castigos. Afortunadamente, a Dios gracias, podemos admitir que llegamos tarde al repertorio de incunables, tales como el de arrodillarse sobre granos de maíz o chapas de refrescos, que nos eran relatados por nuestros padres y abuelos, como cuentos de terror en una noche sin luna, con el añadido de la frasecita “eran otros tiempos” o “antes si se respetaba a los padres”.

De uso también muy extendido era la famosísima chancla, recurso muy habitual entre la población de madres, especialmente en su estilo de lanzamiento libre, cuya efectividad es indiscutida dado el porcentaje de aciertos y la posibilidad de alcanzar su objetivo desde ángulos imposibles, de acuerdo con la habilidad materna en su ejecución. Y de pana, nunca se pelaban.

Por supuesto, no podemos dejar de lado a la archiconocida y siempre temida correa. Un símbolo de autoridad y mando, cuyo uso representaba prácticamente el último recurso al que se apelaba a la hora de disciplinar arrebatos y amansar voluntades rebeldes. Nada más desmoralizante que ver una correa deslizarse sigilosamente de las trabillas del pantalón para ser empuñada y enrollada en la mano de preferencia, para luego salir disparada y latigueante en dirección a las partes blandas del cuerpo.

Actualmente nos reiríamos a carcajadas por la gracia, pero nada era más escalofriante en nuestra infancia que escapar inútilmente dándole vueltas a la mesa o al sofá, mientras el padre desde más atrás calculaba fríamente el momento en que se nos acabaran las piernas o el mueble, lo que ocurriera primero. @ElMalMoncho

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