La señora de la tanqueta

La primera vez que la vi, fue en una foto tomada a lo lejos. Lo que se veía era a una señora de edad, canosa, que se paraba delante de una tanqueta de la Guardia Nacional, primero como empujándola, como tratando de alejarla de la ruta de los marchistas. Otra foto, la muestra parada decididamente con los brazos en cruz delante del mismo vehículo, suponemos que haciendo una especie de fórmula de “vade retro”, impulsando con la fe lo que la fuerza no podía. Una imagen de vértigo donde una señora de edad y físico menudo, retaba a una imponente pared de metal que se erigía ante ella.

Esa segunda foto hizo portada en muchos medios de comunicación al otro día. Pocas veces vemos a alguien con el guáramo suficiente como para pararse delante de una tanqueta, esa suerte de máquina diabólicamente artillada y andante, que ha protagonizado más de un desaguisado en las jornadas de protesta de los últimos tiempos. La fuerza de una tanqueta puede lesionarte, quebrarte el cuerpo, romperte el alma, pero la señora logró lo que muchos consideramos impensable: ella sola la paró. Inclusive, por momentos la hizo retroceder.

Una tercera foto, más cercana, quizás la más impactante, la muestra apoyando completamente el cuerpo en la  parte delantera de la tanqueta, pero esta vez en actitud pensativa, contemplativa, como pidiendo a Dios y a sus ángeles que terminaran de una vez por todas con ese barullo de lacrimógenas, correderas, gritos y miedo, todo junto, donde ella misma estuvo metida durante varios minutos que debieron parecerle horas, y en donde sacó la peor parte, pues los que estaban a su alrededor relataban que el bombardeo fue tal que las nubes de gas la cubrieron por completo.

Pero al disiparse el gas, como parte de ese pequeño milagro producto de la tozudez de quien está convencido de que sigue el camino correcto y que a pesar de las circunstancias sabe que la asiste la razón, emergió de nuevo, poderosa en su pequeñez, fuerte en su soledad, apoyada aún sobre las toneladas de metal que vanamente trataban de salirse de su camino. Porque fue así como ocurrió, que un armatoste de cualquier cantidad de toneladas de peso cimbreante y con un chofer dudoso que lo mantenía  emprimerado a causa de la sorpresa,  no encontrara su ruta ante la amenaza de una señora armada solo con una bandera.

¡Cuánto terror puede ocasionar una señora envuelta en una bandera! Y así como un pedazo de tela puede hacer correr por el espinazo de la arbitrariedad un frío cerval, también se ha demostrado durante todos estos años que el mismo efecto lo causan un lápiz, un papel, unas manos pintadas de blanco, un artículo de periódico, un libro, un programa de televisión, la música, el arte, la igualdad, la inteligencia, la razón, y por sobre todas las cosas, la justicia. Y si añadimos al arsenal a multitud de personas ejerciendo al mismo tiempo su inalienable derecho a la protesta pacífica, observaremos el efecto devastador que tiene sobre el despotismo.

Quizás la última foto de la secuencia es la más decepcionante y la más triste: se la llevan en una moto, entre dos policías, a un lugar que no sabemos cuál fue. Igual se la ve calmosa, como resignada a su destino pero con la misma convicción pintada en la cara. No ha cometido ningún delito, no hay nada que puedan juzgar en ella los tribunales de la República, eso debe saberlo ella. Pero lo que lo que llama la atención es que no se la ve asustada; ciertamente afectada por el efecto de los gases, bastante descompuesta en lo físico, pero probablemente bien segura en su fuero interno de haber ganado la apuesta del todo y nada a la que fue convidada por los hechos del día.

¿Quién era esta señora? ¿Cómo se llamaba? ¿De dónde salió? Preguntas que al final de la jornada de protestas todos nos hicimos, y que se hicieron clamor en una sola voz, tratando de averiguar el paradero de la valiente, valientísima desconocida. Apenas al día siguiente nos pudimos enterar  que se llamaba María José, que es una señora de ascendencia portuguesa y que es parte de una familia de inmigrantes que ha hecho toda su vida en Venezuela, como otros muchos con raíces de otro país, pero como cualquier venezolano que se precie, con el corazón bien puesto en el nuestro.

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