¡No creas en nadie!
Una sombra oscura acecha al otro extremo del callejón. No sabes si huir o mantener la calma en un constante estado de vigilia. Por una precaución que se ha convertido a estas alturas en un instinto, te aferras a tus pertenencias, una mano en el bolsillo y otra sujetando con todas tus fuerzas el bolso mientras emprendes una caminata digna de una sesión de trote. Tu corazón palpita con todas sus fuerzas y al atravesar el callejón, por fin llegas a la avenida principal.
Sin ningún motivo que señale realmente que estuviste en riesgo, sientes un alivio casi divino. Tus músculos empiezan a relajarse y la sensación de peligro entra en un hiato. Al ver hacia atrás, alejándote del callejón como si éste representara tus miedos más profundos, logras determinar la figura de un niño escuálido, con unos viejos harapos y piel sucia. Empiezas a dudar sobre si era una situación peligrosa o no, una parte de ti quiere creer que un infante no sería capaz de hacer algo más allá de pedir una limosna, pero en un rincón profundo de tus pensamientos, sabes de lo que es capaz de hacer un menor en Venezuela, sabes que la corrupción de la pureza empieza desde tempranas edades y no crees en la sana voluntad del pequeño desahuciado.
A quien me dirijo no es a una persona en específico, sino a cada venezolano que esté leyendo esto y que posiblemente se podría sentir identificado. La paranoia se ha convertido en una sensación colectiva, un miedo que penetra la piel y cala en los huesos, un sentir perpetuo de peligro, desconfianza y desesperanza.
La sociedad nos ha convertido en personas cínicas, de esas que esperan que pase lo peor en cada momento pese a que la situación asome un panorama diferente. No es criticable, se trata de nuestro mecanismo de defensa, la precaución, la anticipación y la cautela son nuestras mejores armas.
Al abordar una buseta nos sentamos en los puestos de adelante, porque intuimos que atrás nos podrían robar; cuando usamos el metro evitamos colocar nuestras pertenencias en los bolsillos y descuidar los cierres del bolso, porque tememos un hurto; si toca conducir de noche, descuidamos los semáforos rojos porque tenemos siempre presente la posibilidad de que en la soledad, un motorizado se detenga al lado de la ventana del conductor para reclamar nuestras pertenencias, y quizás nuestra vida en el proceso.
Este mecanismo de defensa se ha trasladado a todas las esferas de nuestra vida cotidiana, hemos llegado a un estado en el que pensamos lo peor de cualquier persona. Podemos en duda la buena intención, la caridad, el sentido común; sospechamos que detrás de cada acción hay saña, oportunismo y maldad. Quizás no sean todos los venezolanos, pero es innegable que una gran mayoría no prestaría su celular a un desconocido para que éste llame a un familiar en otra ciudad, o darle dinero porque “se le quedó la cartera” y esperar una devolución posterior. Hace mucho tiempo perdimos la inocencia.
La paranoia se hace presente incluso en los escenarios más inesperados. Al ver algo que no tiene ninguna señal de ocurrir por un motivo más allá del evidente, nos armamos novelas en la cabeza, con teorías conspirativas que no tienen un sentido además del que alimenta nuestra propia incredulidad.
Pasó recientemente con las declaraciones de Luisa Ortega Díaz y ahora las de Ybram Saab. Pese a que se trata de dos hechos que comprometen seriamente al gobierno y sus intenciones, es evidente que la opinión pública no cree del todo en pronunciamientos de figuras tan estrechamente vinculadas con el oficialismo. El chavismo nos ha mentido tantas veces, que nuestro corazón cree fervientemente que cualquier argumento es falso, un engaño para envolvernos en su red de mentiras una vez más. Incluso más de uno mantiene que la oposición confabula con el gobierno para jugar con el pueblo y repartirse las ganancias. El venezolano ya perdió la confianza en los actores políticos.
Me provoca una profunda tristeza que nuestra sociedad viva en este constante estado de paranoia. El presidente de la República habla constantemente de sus esfuerzos por mantener la paz y la armonía del pueblo, pero no parece comprender que la paz no se consigue mitigando las protestas, y que éstas a su vez son consecuencia de que precisamente no tenemos paz ni armonía.
Aunque desaparezca el caos en la que se ha visto sumergida Venezuela los últimos meses con dos polos opuestos pujando con todas sus fuerzas para conseguir el control político de la nación, la paz del venezolano no regresará, porque no se trata de algo superficial, yace en lo profundo de nuestro ser.
Una inmensa preocupación me sumerge al pensar en que, incluso si se da un cambio político y económico, aún si mejora la economía y Venezuela consigue un respiro, ese miedo no desaparecerá. Nuestra cultura se mantendrá igual, con los mismos lobos al acecho de nosotros, las ovejas, que anhelamos día tras día que no nos devoren.
Venezuela hace mucho que dejó de ser ese país con la “gente chévere”, esa que recibe con brazos abiertos a conocidos y desconocidos por igual, aquella que tiene una sonrisa en el rostro sin importar los problemas. Mi mayor anhelo es ver ese alegre país de vuelta.
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