Mijo, sáquese el carnet de la patria

Es domingo. Hace un calor perfecto para hacer un buen sancocho a la leña, pero no hay verduras, ni leña… ni tampoco agua, porque Hidrocapital nos recuerda la belleza de la sequía aún en temporada de precipitaciones. Acostado en un chinchorro, con las gotas de sudor destilando cual pollo en la brasa, me encuentro yo mirando al techo mientras le imploro a Dios, a Alá, a Zeus y hasta a las divinidades santeras – que recuerdo por la salsa que ponen los vecinos todos los fines de semana – que caiga una lluviecita.

Durante ese emocionante y pluricultural encuentro espiritual, escucho una voz a lo lejos, un rotundo alarido que atravesó dos habitaciones y recorrió el pasillo para retumbar en mis oídos y helarme los huesos. El típico “bueeeenas” de mi abuelo, me había prevenido para la batalla campal que se avecinaba. Para comprender este encuentro de proporciones épicas, es necesario remontarnos al inicio de todo, al génesis de mis traumas…

Todo comenzó con una cadena de Whatsapp, donde las señoras Nancy, Petunia y Fina, elaboraron su maquiavélico plan de dominación mediática. Este innecesariamente largo texto exponía que, de ahora en adelante, un nuevo pedazo de plástico con una banderita de Venezuela en la esquina, sería el reemplazo de la cédula, el pasaporte, la licencia de conducir, los carnets de la universidad y del trabajo, la partida de nacimiento, las actas de matrimonio y defunción y las tarjetas de débito y crédito; incluso se corrían los rumores de que era el método anticonceptivo perfecto, pues si lo tenías, los espermatozoides no fecundarían por miedo a nacer chavistas. En fin, un cómodo documento “todo en uno” que todo venezolano debería tener: el carnet de la patria.

Ya mi viejito había hecho reiterados comentarios, pequeños asomos y en ocasiones incluso designios para que toda mi familia acudiera a los operativos y solicitara su Carnet de la Patria. Yo recurrí a todo tipo de excusas para evitar sus peticiones: clases de la universidad en días feriados, asistencias obligatorias a mis pasantías a pesar de que llegaba a la oficina a ver tráilers de películas toda la mañana, la tesis que no había siquiera revisado en meses, una novia inventada en tiempos de una solitaria sequía y por supuesto, enfermedades ficticias como la novedosa “menstruación masculina”.

Mis artimañas y triquiñuelas habían funcionado bien, mis familiares cayeron uno por uno y yo me erguí como el gran superviviente, el mayor terco de una familia de tercos. Sin embargo, sabía que tarde o temprano llegaría una confrontación directa.

Y allí estaba, mi abuelo bajando las escaleras durante el último fin de semana en el cual expedirían los carnets. Sus pasos hacían un eco en todas las esquinas de la casa, mientras yo recitaba un mantra hindú que vi en un tutorial de youtube para desbloquear los chakras y anteponerme a cualquier situación. Como era de esperarse, no funcionó. Una conversación entre el mayor y mi madre asomó un “voy a hablar con él”, con lo que todo el preámbulo quedó en el olvido. El calor quedó en una segunda instancia y ahora el sudor era helado. La confrontación había llegado.

Antes de que mi abuelo atravesara el portal, me preparé para recurrir a la ancestral técnica de “hacerse el loco”. Encendí el televisor y me quedé absorto viendo las imágenes que se desplegaban ante mis ojos, pero sin prestarles atención realmente. El pasillo que conducía a mi cuarto se hacía eterno, los pasos resonaban y mi cordura flaqueaba. Cuando por fin puso un pie en mi habitación y asomó la cabeza para saludarme, mi resolución ya estaba firme. Una expresión de sobriedad e indiferencia se apoderó de mi rostro, mientras mi cerebro preparaba respuestas afiladas para rebatir sus inquietudes.

Mi pobre abuelo, con las mejores intenciones y sin un ápice de malicia en sus acciones, tuvo que lidiar con mi aura de pesadez, arrogancia y odio. Se sentó en la cama de mi hermano, a escasos metros de la silla donde yo me encontraba, y pronuncio por fin la frase: “tengo que hablar contigo”. Decidido, mantengo mi vista en el televisor y vocifero apenas moviendo los labios: “Dígame”, a lo que él preguntó con un tono suave y condescendiente: “Mijo, ¿ya se sacó el carnet de la patria?”.

Las dudas surgieron, mi resolución se hizo trizas y regresó la fría sudoración. “No”, dije dubitativo antes de exponer una excusa rebuscada: “no he tenido chance”, rematé con una incomodidad inusitada desde que mi madre, una década atrás, me preguntara si sabía qué era la masturbación. Un silencio se apoderó del cuarto, el clímax del encuentro había llegado con tan solo una respuesta, y los siguientes movimientos serían imprescindibles para definir mi destino.

Mi abuelo suspiró, abrió la boca y emitió la pregunta obvia: “¿No piensa sacarse el carnet?”. Yo estaba preparado, tenía unos 5 minutos elaborando una ingeniosa verborrea que expusiera todos los puntos por los cuales, según yo, no era necesario consignar ese documento. Sin embargo, mi respuesta fue precisa para no parecer impertinente e irrespetuoso. “No, si ese carnet de verdad es necesario, ya abrirán otro proceso en el futuro”, le dije mientras esperaba darle rienda suelta a los argumentos que recorrían mi mente ante una respuesta suya.

Para mi sorpresa, mi abuelo calmado y sobrio, me miró fijamente y vociferó un contundente: “está bien, mijo”. Acto seguido, se levantó y se fue de la habitación. Yo, por otra parte, quedé con un sabor amargo por esa resolución tan simple. Aún no podía creer que de verdad sobreviviría al cruento proceso de carnetización, pero lo logré. Mi nombre y rostro no están en una de esas tarjetitas.

No sé qué nos depare el futuro. Quizás en unos 20 años el Sacro Imperio Chavístico me condene a la esclavitud, por no tener el documento. Tal vez me convierta en paria cuando el carnet reemplace a la cédula. Podría ser que nunca logre salir del país o que no dejen que me gradúe. La verdad ya no sé en qué creer, quizás todos estamos inscritos en el partido rojo con o sin carnet. Al parecer los rumores de las señoras Nancy, Petunia y Fina, también han calado en mí.

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