El ocaso de la negociación
El pasado viernes la Asamblea Nacional, en abierto desafío a la autoridad política del régimen, juramentó a los 33 magistrados de un Tribunal Supremo de Justicia paralelo. ¡Bravo! Nadie entiende, sin embargo, por qué, en lugar de formalizar esa decisión en el Palacio Federal Legislativo, prefirieron hacerlo en la plaza Alfredo Sadel de las Mercedes. Es decir, ¿por qué reducir lo que sin duda constituía un acto de legítima y categórica ruptura, perfectamente ajustado a la posición de desobediencia y rebelión civil adoptada por la MUD hace tres meses y medio, en un evento meramente protocolar? ¿Acaso se trató de un último gesto conciliador a ver si al fin Nicolás Maduro daba su brazo a torcer y aceptaba negociar la suspensión de la Constituyente?
Este ha sido la mayor debilidad de la dirección política de la oposición desde los remotos tiempos del llamado paro petrolero. Desde entonces, la estrategia ha sido la misma: confrontar al régimen, sí, pero no tanto, y sobre todo, por favor, despacito, despacito, para que no vayan a llamarlos golpistas, guarimberos y terroristas. Conducta pública impecable, con la infructuosa esperanza de resolver los conflictos entre el gobierno y la oposición por la vía civilizada del diálogo, la negociación y los acuerdos, herramientas políticas habituales en los procesos democráticos, pero que en situaciones como la se vive en Venezuela desde 1999 sólo sirven para permitirle al régimen, cada vez que se topa con un obstáculo de importancia, detener la marcha, dar un momentáneo y falso paso atrás y luego, superada la dificultad con argumentos de charlatán de feria, dar dos saltos adelante.
Esa ha sido la trampa en la que desde entonces ha caído mansamente una parte de la oposición, obsesionada con los caramelitos envenenados de un falso juego electoral y aquello de que hablando se entiende la gente. Ocurrió con la Mesa de Negociación y Acuerdos que Jimmy Carter y César Gaviria le sirvieron a Hugo Chávez en 2003; con la invitación a conversar en Mirafloroes que le hizo Maduro a los partidos “dialogantes” de la oposición para aislar a Leopoldo López, Antonio Ledezma y María Corina Machado en 2014; el mismo esquema del año pasado, cuando la intervención del Vaticano, del Departamento de Estado norteamericano y de José Luis Rodríguez Zapatero con su combo de ex presidentes latinoamericanos logró apaciguar la impaciencia ciudadana. Y desde el pasado mes de mayo, primero en las sombras de una clandestinidad culpable y luego cada semana más a cara descubierta, con una negociación cuyos términos incluía desactivar las protestas ciudadanas que acorralan a Maduro y compañía desde el 2 de abril a cambio de suspender la Constituyente, celebrar elecciones regionales y municipales en diciembre y comenzar a suavizar las condiciones de los presos políticos, incluyendo la liberación de algunos y otorgarle a otros el beneficio de la casa por cárcel.
Lamentablemente, el régimen no es democrático ni ha incluido nunca en su menú de opciones el verbo rectificar. Lo suyo, como se ha hecho en Cuba desde hace 58 años, la elasticidad política no existe. Chávez primero y Maduro después han sido hábiles en la tarea de simularlo, pero en cada encrucijada difícil del camino terminan imponiendo la violencia y la resistencia numantina al cambio. De ahí que el mismo viernes el Sebin comenzara a buscar y secuestrar a los 33 magistrados juramentados esas mañana y que el sábado reprimiera con furia inusitada la marcha que pretendía llegar al TSJ.
De esta manera comienza esta decisiva semana de julio. Entre la frustrada negociación para desactivar la explosión que la oposición ha intentado evitar sin éxito y la elección de una Asamblea Nacional Constituyente cuyo único propósito es darle la vuelta final al torniquete totalitario del llamado Alto Mando Cívico Militar de la Revolución. La amenaza es de tal magnitud, que ya nadie duda de que Venezuela puede verse arrastrada a vivir estos días el comienzo de la etapa más oscura de su historia reciente. El choque entre una población ansiosa de libertad y desesperada por los efectos devastadores de la crisis y un régimen sin apoyo popular pero resuelto a perpetuarse en el poder a sangre y fuego. Aunque su pueblo y la historia lo condenen sin remedio y para siempre.
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