Bolivia, una república sin ciudadanos

Hace pocos días, la República de Bolivia cumplió 192 años. En medio de los actos protocolares y las procesiones patrias, ninguno de los mandatarios hizo referencia cabal al hecho histórico que se celebraba: la creación de Bolivia. El censurable olvido fue compartido por dirigentes opositores, medios de comunicación y ciudadanía. No es casual.

Pese a que la República se mantiene viva gracias a pequeñas grietas en el texto constitucional, el hecho de relegarla a segundo plano es parte de una larga tradición de la política boliviana, empeñada en acomodar, mutilar y finalmente envilecer todo vestigio republicano.

El nacimiento de la República de Bolivia es el legado de aquellos que en 1809 derramaron “la primera sangre de los libres”. Así se desprende del Acta de Independencia de las Provincias del Alto Perú. Las primeras luchas libertarias dieron paso a intrincadas y audaces conspiraciones políticas que abrieron el camino hacia la independencia. Sin la intervención de los conspiradores charqueños, como Casimiro Olañeta y José Mariano Serrano, sobre el suelo que pisamos flamearía otra bandera.

Leer el Acta de Independencia y los emotivos debates que la antecedieron, provoca un profundo respeto por aquellos 48 representantes ante la Asamblea Deliberante. Ellos, nuestros Padres Fundadores, con todas las limitaciones de la época -y las suyas propias-, soñaban un país para todos, inspirado por “el fuego sagrado de la libertad”.

Eran tiempos inhóspitos, sembrados de conjuras, injusticias y agravios. Pese a ello, la Asamblea Deliberante se esforzó por dar forma a un país para todos, incluida aquella masa indígena, usada y abusada desde siempre y hasta ahora.

Pese a los mitos antirrepublicanos, aquel 6 de agosto de 1825 las heridas de los nativos estuvieron presentes en los discursos que sobrecogieron al hemiciclo libertario. Se hizo firme mención a “los indígenas… los más desgraciados, esclavos tan humillados, seres sacrificados a tantas clases de tormentos, ultrajes y penurias”. Se había luchado tanto, tanto se había sufrido que era el momento del sueño compartido.

Además de asentar el trazado de la nueva República en el pilar de la inclusión, aquel puñado de visionarios decidió conducir la vida de poco más de un millón de personas a través de un “Estado soberano e independiente”, regido “por la constitución, leyes y autoridades que ellos propios se diesen” y afirmado en los principios de “honor, vida, libertad, igualdad, propiedad y seguridad”. Así, luego de siglos de miserias, en un ambiente de grandeza y bañado por aspiraciones de libertad y progreso, nacimos bajo el signo liberal.

Sin embargo, mientras la impetuosa Asamblea Deliberante daba forma al sueño de todos, pocos imaginaban que, a la sombra, conspiraba el atraso. La colonial “educación bárbara calculada para romper todos los resortes del alma”, había dado sus frutos. Pronto quedaría claro que el nuevo soberano, el pueblo, no era aquel conjunto de individuos libres que dan vida a la modernidad (la República), sino más bien un amasijo de seres humanos atados al pasado por el cordón umbilical de la incultura.

De promesa esculpida a fuerza de sangre y de sueños, la República devino en una decepción próxima a suceder. Era inevitable. No existía terreno fértil para que echase raíces. Fue un parto inconcluso.

El sedimento cultural del autoritarismo premoderno -prehispánico y colonial- definió a una ciudadanía ajena a los principios republicanos. Su carácter profundamente conservador se constituyó en su característica más notable; su desdén por el pluralismo y los derechos ajenos, su práctica diaria. De ahí su desafecto por la norma, su tendencia regresiva al colectivismo y al tumulto que diluye y aniña al individuo, su afán por medrar al amparo del Estado (rentismo, clientelismo y prebendalismo) y su inclinación a mercadear su condición soberana ante líderes atrabiliarios que le garanticen dádivas y esperanzas. Vivimos una larga adolescencia.

Quizá el primer intelectual en señalar esta limitación fue Adolfo Ballivián, presidente entre 1873 y 1874. En su discurso de clausura de la Asamblea Nacional de 1861, señaló con acierto: “El origen de nuestros males no está en el fondo de nuestras instituciones, sino más bien en el fondo de nuestras costumbres”.

Del vientre de esta ciudadanía malformada, nacieron las diversas tendencias políticas que se disputaron hasta hoy el cuerpo inerme de una República que no termina de ser. Por un lado, un liberalismo cojo, más mercantilista que libertario, más libertino que liberal; paladín de una libertad económica adulterada por su afección al poder; perjuro con la libertad política. Por otro, un nacionalismo tardío y reaccionario, de traza populista y patriotera, a cuya sombra crecieron las hiedras del estalinismo y del fascismo, ahora amancebadas en el actual régimen (rasgo que define al llamado Socialismo del Siglo XXI).

En ambos casos, es posible identificar los residuos del pasado colonial en los rostros de la clase política actual: autoritarismo, apego artificioso por la Democracia y los DDHH, liderazgo autocrático y servidumbre cortesana, reducción del liderazgo político a candidatura electoral, y degradación de la Democracia al exclusivo acto de votar y del soberano a masa votante (electoralismo) o a grupo de presión y choque (movimientismo social).

El siglo XX y su promesa de industria y progreso, se fue sin despedirse; hubo avances, pero el balance es exiguo. Del siglo XXI hemos malbaratado más de una década. ¿Cómo lograr entonces que la República termine de nacer e impedir que sea ultimada sin siquiera haber vivido?

La respuesta está en la causa que impidió que germinara: la ciudadanía. Hoy, su tendencia inevitable a globalizarse, en todo y todo el tiempo, es la oportunidad inmejorable para empujarla a romper con el caudillismo fósil y sus cruzados tribales. La condición esencial es formarla para que enfrente su rol soberano, para que asuma su individualidad y descubra que en el mundo actual -innovador y postindustrial-, el protagonista es el ser humano, individual y libre. A la formación, tendrá que sumarse la orientación política. Para ello resulta esencial que quienes aseguran su filiación democrática, se despojen de la lagaña electoral y orienten las aspiraciones ciudadanas, único antídoto contra los desmanes del poder.

De lo que haga la clase política democrática, dependerá si la ciudadanía podrá dar el colosal salto que la traerá del siglo XIX al siglo XXI o seguirá, hasta madurar, atrapada en “la torpe y desecante mano” del pasado colonial, atada a la incivil realidad “de la ignorancia, del fanatismo, de la esclavitud y de la ignominia”.

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Guayoyo en Letras