Del ultrafraccionamiento de la moneda

La debacle económica está muy bien ilustrada por un fenómeno sin precedentes, por lo menos, en la Venezuela contemporánea: la del radical e incesante fraccionamiento que no, contaminado el lenguaje, fraccionalización, de la moneda de curso legal. E, incluso, solemos perder la idea misma de la unidad monetaria en cada marejada inflacionaria.

El precio básico de una pieza de pan, de la transportación pública, de una llamada telefónica o de un caramelo, se ofrece como insustituible marcador de la vida económica cotidiana. La golosina que, décadas atrás, costaba menos de cinco céntimos (la otrora y nunca bien ponderada “puya”), ha ascendido hoy a un mil bolívares (en realidad, un millón de bolívares), burlándose abiertamente de las políticas oficiales que, en venganza, la hará desaparecer aun tratándose de  la  doméstica o artesanalmente elaborada para las faenas de una buhonería desesperada, ambulante y de mera supervivencia.

Así, el bolívar realmente no está dividido en cien partes, porque cada vez se aleja más del céntimo como noción esencial, fragmentándose infinitamente. El numeral partitivo ha doblegado cualesquiera billetes de 20, 50 y 100 bolívares, prometiendo relegar muy pronto  al orondo papel moneda de cien mil bolívares (cien millones de bolívares).  De la centésima galopamos a  la millonésima que muy bien pueden disfrazar las transacciones electrónicas que aspira a monopolizar el Estado a través del llamado Carnet de a Patria, convertido también en medio de pago, quizá algo inédito en las experiencias socialistas de todo el planeta.

Precisamente, el ultrafraccionamiento de la moneda, por lo demás, sin el debido y aconsejable respaldo, por cierto, pretendiendo repletar las reservas internacionales con divisas igualmente tan abatidas como el bolívar mismo, se une a la tecnología ya apenas disponible, para liquidar – excepto el ideado por la dictadura –  todo medio de pago y, faltando poco, todo tráfico mercantil.  Sin embargo, no nos engañemos, pues, la liquidación no se debe al deliberado y exitoso propósito de sustituir las relaciones capitalistas más elementales, por otras de una superior racionalidad, comprobada eficacia y convencida equidad.

Al contrario, haciendo mil veces más pobres a los pobres, ha fracasado estruendosamente no sólo por la concepción de sus políticas económicas, sino por la propia gestión, instrumentación u operatividad que, al traducirse en novedosos modos delictivos, propios de un Estado – cada vez – más nominal, en proporción a su gigantismo, nos ha devuelto, asaltándola, a la premodernidad.  Queda muy atrás la peregrina ocurrencia de Chávez Frías sobre las fichas llamadas a sustituir a la moneda de curso legal que, ahora, sin un decimal respetable, simboliza muy bien el desastre de un siglo XXI que se dijo prometedor.

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