Redundante fracaso en Santo Domingo

Estaba previsto. Los representantes y numerosos asesores del grupo de los cuatro partidos que ejercen el control hegemónico de la actual MUD regresaron de la mesa de diálogo dominicana con las manos vacías. Convocada en esta ocasión por el presidente Danilo Méndez, pero armada como siempre por José Luis Rodríguez Zapatero, la reunión sirvió una vez más para proporcionarle tiempo y oxígeno a un régimen al que a todas luces le falta aire para seguir andando. Idéntico artilugio al empleado por Hugo Chávez desde que tras 47 horas de cautiverio regresó a Miraflores la madrugada del 14 de abril de 2002 y, crucifijo de buen cristiano arrepentido en la mano, prometió corregir errores, pidió público perdón a los agraviados y propuso buscar entre todos la reconciliación nacional.

  El país, por supuesto, respiró tranquilo, y sobre ese trucado fundamento de sosiego se instaló la llamada Comisión Presidencial para el Diálogo y la Reconciliación Nacional. Mientras tanto, importantes sectores del entorno político de Chávez se referían a lo que Guillermo García Ponce calificó de “democracia boba”, producto inadmisible de una perversa combinación de democracia formal y blandenguería, y amenazaban a los venezolanos con endurecer aún más el proceso revolucionario. La oposición, que en aquel instante crucial del proceso político venezolano era objetivamente fuerte, escuchó con temor ese claro mensaje de intransigencia y prefirió respaldar el llamado que hizo entonces José Vicente Rangel de “entendernos o matarnos,” falsa pero útil alternativa con que el régimen cerró la trampa.  

  Aquella pomposa comisión, por supuesto, fracasó rotundamente en eso de devolverle a los venezolanos la paz, pero logró que la oposición renunciara a la consigna de “Chávez, vete ya”, motor impulsor de la gran movilización popular del 11 de abril, y emprendiera en cambio el camino, ahora de la mano de dos facilitadores internacionales de postín y supuesta autoridad, el ex presidente Jimmy Carter y el secretario general de la OEA, César Gaviria, hacia lo que pronto sería la Mesa de Negociación y Acuerdos y el engaño del referéndum revocatorio del mandato presidencial de Chávez. A partir de esa confluencia de malas intenciones, el diálogo Gobierno-oposición y la sistemática manipulación electoral, con la inexplicable aquiescencia de partidos y movimientos políticos que decían oponerse a la “revolución bolivariana”, pasaron a ser las señas de identidad de un sistema político cuyo objetivo, desde el sangriento sobresalto del 4 de febrero, había sido, precisamente, la destrucción de la democracia y del estado de Derecho.  

  Aquellos vientos, hábilmente orientados por los estrategas primero de Chávez y después de Nicolás Maduro, han traído la tormenta que devasta a la Venezuela actual. Por una parte, la crisis sin precedentes en la historia nacional que sufren con obligada resignación 30 millones de ciudadanos; por la otra, la división estructural de las fuerzas de oposición, enfrentadas por perseguir objetivos irreconciliables que a su vez han determinado el diseño de estrategias divergentes.

  En el marco de esta ingrata realidad es que debemos buscar la sinrazón de lo ocurrido en Venezuela desde la histórica derrota del chavismo en las elecciones parlamentarias del 6 de diciembre de 2015, punto de inflexión de esta etapa sorprendente en la que el país ha terminado hundido en el fondo de un abismo de miseria física y moral. Sólo así se entiende el repentino abandono de la calle el pasado primero de agosto para participar en dos convocatorias electorales trucadas, para gobernadores el 20 de octubre y para alcaldes el próximo domingo, que nada tienen que ver con la restauración del hilo constitucional ni con la conquista de esos “espacios” que le quitan el sueño a tantos presuntos dirigentes políticos. A fin de cuentas, desde aquellas turbulentas jornadas de hace 15 años, con la excusa de entendernos para no matarnos, ese sector dialogante de la oposición, sin entendernos pero con muchos muertos a cuesta, entró por el angosto aro del colaboracionismo y la complicidad.    

Lo ocurrido este infructuoso fin de semana en Santo Domingo y lo que volverá a ocurrir allí dentro de pocos días, ha sido y será más de lo mismo. Sólo humo y cómodo olvido.  

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