Jaime Bayly: «Carta a mi hijo James»

Querido hijo:

¡Cuánto me hubiera gustado conocerte! ¿Podríamos haber sido felices, muy felices? Quiero creer que sí. El destino nos negó esa suerte. Bien sabes que la vida es todo menos justa.

Toda la vida soñé tener un hijo como tú. Quería ser padre de un hijo y forjar una amistad indestructible con él. Quería que fuésemos un equipo inseparable, unido por tres cosas básicas: el humor (quiero decir, que pudieras reírte de mí todo lo que te diera la gana), la pasión por el fútbol y la curiosidad por viajar y conocer el mundo.

Mi padre y yo fuimos enemigos, adversarios, tal fue la suerte aciaga que él eligió para nosotros. Yo no podía ser todo lo rudo y pistolero que él esperaba de mí, su hijo mayor. Lo decepcioné en toda la línea. Le salió un hijo sensible, delicado. Me repudiaba, y no lo disimulaba. Peor aún, yo llevaba su nombre, y el nombre de su padre, por eso en las cenas familiares ponían una tarjeta, donde yo debía sentarme, que decía Jaime III. Tú no hubieras sido Jaime IV ciertamente, hijo mío. De ninguna manera te hubiese puesto mi nombre, ya manchado. Te hubieras llamado Sebastián, o Diego, o James. Creo que te hubieras llamado James.

Yo quería que fueras mi hijo para redimirme del fracaso que viví con mi padre. Quería demostrarme que había aprendido de aquella desgracia sin remedio, la animosidad y el encono que agriaron la relación con mi padre, y que tú y yo podíamos construir una relación de afecto, ternura (sí, ternura, los hombres también podemos ser tiernos, por qué no), complicidad y lealtad inquebrantables, un pacto de amor para toda la vida. Estaba listo para ser tu padre. Pero el destino, ese canalla, ese bribón, me puso una zancadilla y te alejó de mí.

Yo tenía treinta años cuando tu madre quedó embarazada de ti. Estaba casado con otra mujer. Había tenido una hija con ella. En un viaje, conocí a tu madre y me enamoré repentinamente de ella y tuvimos una relación clandestina, a escondidas, porque ella estaba casada y yo, también. Ella, tu madre, vivía en una ciudad lejana, y para verla tenía que mentirle a mi esposa e inventarme viajes de trabajo. Amaba a tu madre. Era una artista muy talentosa. Perdí la cabeza por ella. Estaba dispuesto a separarme de mi esposa para vivir con ella. Pero tu madre no quería separarse de su esposo, con quien tenía dos hijos. Ella quería tener una relación intensa, brutal, pero fugaz, pasajera, conmigo, su amante literario y levemente femenino. Porque tu madre, hijo mío, amaba, no deploraba, mis rasgos delicados, femeninos, a diferencia de mi esposa, que los lamentaba y sufría por ellos.

¡Qué dichosos fuimos tu madre y yo cuando nos encontrábamos en hoteles para pasar dos o tres días juntos, encerrados, casi sin salir para que nadie nos viera! ¡Con qué pasión incombustible nos amábamos! ¡Cómo nos maravillaba la certeza de que habíamos nacido para conocernos! ¡Qué ilusión tenía yo de que, sorteando las adversidades, haciendo acopio de coraje, ambos rompiésemos nuestros matrimonios y terminásemos viviendo juntos! Pero no fue así, hijo mío. No fue así, y tú lo sabes bien, tú lo sabes mejor que nadie.

Yo era entonces un escritor advenedizo, principiante, y, sin embargo, bastante exitoso. Había dedicado tres años, casi cuatro, a escribir una novela basada en mi vida, en mis demonios, fantasmas y obsesiones, gastándome casi todos mis ahorros para trabajar en ella a tiempo completo, sin distracciones, y había conseguido publicarla en España, y el libro había sido un éxito inesperado, sorprendente, tanto de crítica como de ventas. Aquella primera novela mía, que luego se hizo película, me exigió, hijo mío, librar una batalla desigual: toda mi familia y la de mi esposa, incluyéndola a ella, se opusieron a que la publicase, y la encontraron, en ciertos casos aun antes de leerla, repugnante, pecaminosa, despreciable, y me quedé bastante solo, fueron días terribles para mí. Pero tu madre la había leído, suerte la mía, cuando nos conocimos de un modo fortuito, accidental, en un aeropuerto, y me dijo que le había encantado, que había llorado y reído leyéndola, y eso, como comprenderás, nos unió tremendamente.

Por suerte, mi esposa fue leal conmigo y no me abandonó cuando se desató el escándalo moralista por mi primera novela, no en España, claro, sino en el Perú, el país donde nací. Decían que yo, el autor improbable, era depravado, pervertido, amoral. Mi suegra me dijo: «Ojalá te mueras de sida, tirado en la calle como un perro». Mi madre me dijo: «Tu libro es una basura». Pero tu madre, hijo mío, me dio fuerzas, me animó a redoblar esfuerzos y seguir escribiendo, me dijo: «Tu mejor revancha es publicar otro libro». Y así fue, ella tenía razón.

Cuando tu madre me llamó por teléfono (en esos tiempos no usábamos todavía el correo electrónico, te reirás de mí) y me dijo que estaba embarazada y que sin duda ninguna yo era el padre del bebé que llevaba en el vientre, vivimos una crisis terrible, no supimos qué hacer. Porque ella, tu madre, casada y con dos hijos, no se llevaba mal con su esposo, y hasta lo quería, estaba acostumbrada a quererlo, y él era un hombre de éxito, ganaba mucho dinero, y porque yo vivía con mi esposa y nuestra hija pequeñita, y mi esposa estaba embarazada por segunda vez, y ya sabíamos que el bebé sería nuevamente mujer. Yo, hijo mío, no lo dudé: le pedí a tu madre que fuera valiente y le dijera a su esposo que estaba embarazada de mí. Le dije que ella debía separarse de su marido y que yo me apartaría luego de mi esposa y enseguida nos iríamos a vivir a la ciudad que ella eligiera para que tú pudieras nacer en un clima de paz, armonía y felicidad. Tu madre, una mujer fuerte, de gran carácter, preciosa, talentosísima, gran artista, me pidió que le diera un tiempo para meditar bien su decisión. Es decir, me pidió que no la llamara, que la esperase tranquilo, confiado en que todo saldría bien. Y así fue, la esperé. Pero ella me llamó unos días después y me dijo llorando que no podía separarse de su esposo y sus hijos. Me dijo que había pensado decirle a su esposo que estaba embarazada de él, y así tú podías nacer y tener a un padre oficial que en realidad no sería tu padre biológico, y que luego podías conocerme, y yo, tu padre de verdad, sería a tus ojos una suerte de tío de cariño. Eso fue lo que me propuso tu madre, en medio de la crisis. Yo quedé triste, desolado, y le dije que me parecía una mala idea. Le pregunté: ¿y si es idéntico a mí? ¿Y si tu esposo sospecha que no es su hijo? ¿Y algún día nuestro hijo sabrá la verdad? Tu madre estaba asustada, preocupada, y no sabía qué hacer. Yo pensaba que mentirle a su esposo terminaría siendo un error, un gran error.

Por supuesto, no le conté ni una palabra a mi esposa, la hubiese humillado y me hubiera abandonado en el acto, no se lo conté a nadie, absolutamente a nadie. Tu madre, tan valiente, tampoco se lo contó a su esposo, ni a sus mejores amigas, solo confió en su sicoanalista. Con él, su sicoanalista de muchos años, argentino por supuesto (ya sabes que los mejores sicoanalistas son siempre argentinos), sopesó bien las opciones, evaluó los riesgos y decidió lo que quería hacer. Yo estaba resignado a que tú nacieras como hijo del esposo de tu madre, estaba resignado a ser tu tío Jaime, tu tío regalón que vivía en Miami y venía con frecuencia a visitarte. Si así tenía que ser tu vida, así sería. Al menos me sacaría el clavo de la guerra que libré con mi padre y encontraría la manera de tener una relación feliz contigo, mi hijo, mi hijo clandestino, agazapado, enmascarado, escondido, pero mi hijo al fin y al cabo.

Hasta que un día estaba solo en mi casa (mi esposa y nuestra hija pequeñita habían salido al parque), en esta isla en la que aún vivo, duchándome por la tarde antes de ir a la televisión, cuando me llamó tu madre. Cogí el teléfono inalámbrico bajo el agua tibia, hubo un silencio prolongado, inquietante, opresivo, pude oír a tu madre llorando desconsolada, buscando un hilillo de voz que se le escapaba, y enseguida me dijo:

-Se fue. Nuestro hijo se fue.

Sentí que iba a desmayarme. Me senté en la ducha, el agua todavía cayendo sobre mí. No pude articular palabra. Me invadió la tristeza más honda y devastadora que había sentido nunca. Sentí que iba a morirme de súbito por la pena, la pura pena infinita.

-¿Qué pasó? –pregunté.

-Lo perdí –dijo ella-. Lo perdí.

Hubo una pausa callada, los dos sollozando. Luego añadió:

-Lo siento. No sabes cuánto lo siento. Estoy destruida. Por favor no me llames más. No me busques. No puedo verte más.

De inmediato cortó.

Jaime Bayly
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