Vivir el mal

Llanto y crujir de dientes. Hoy la ciudad amaneció más fría que de costumbre. Y más oscura. Las noches de diciembre son más largas. María vive en una acera de Chacao. Dos hijos dormitan cerca de su cuerpo mientras ella vela sus hambres. Al frente, del otro lado de la acera, una bolsa de basura abierta es el único testimonio de sus afanes diarios. Basura o muerte parece ser la consigna, mientras ella transcurre en un olvido constante, borrada como está de cualquier oportunidad para ser libre.

Quid pro quo.  Isabel está enferma. Isabel está sola, ella y su hija son los confines de su mundo. Afuera, en la calle, hay un laberinto de imposibilidades. Sin empleo fijo, intenta sobrevivir recibiendo alumnos que necesitan mejorar sus destrezas en matemáticas, física o química. Dos horas de clase a cambio de comida. A cambio de cualquier cosa que pueda calmar el pánico que siente en sus entrañas. Los alumnos escasean, el miedo aumenta y la niña no consigue explicación en los largos silencios que se atraviesan a lo largo del día.  

Velad y orad. La noche de anoche cambió las perspectivas de José. Su madre comenzó a sentir un dolor agudo y pertinaz en el bajo vientre. Todas sus estrategias asociadas a la negación y a la evitación de un diagnóstico certero fueron convenientemente consumidas. De nada sirvieron los bebedizos y analgésicos. El dolor avanzaba hasta transformarse en un constante jadeo. Ocurrió lo inevitable. Una apendicitis cuya solución costaba 219 salarios mensuales. Se llevó las manos a la cabeza y lloró amargamente el no poder resolver una ecuación imposible.

¿Dónde está mi esperanza? Hace cincuenta años vino del interior para intentar una nueva vida. Él y su mujer comenzaron vendiendo en las calles. Todo su patrimonio cabía en ese anime que aireaban al sol de mediodía. Un día tras otro se transformaron en años. La voz se hizo más tenue, la piel más tostada, y al final el buhonero se transformó en un comerciante un poco más estable. Allí había un poco de todo hasta que llegó la octava plaga. Como langostas llegaron los funcionarios que ordenaron tumbar los precios y como langostas llegaron los que participaron del saqueo. ¿Cuánto tiempo duró el proceso? ¿Horas? ¿Minutos? El país de repente se le convirtió en un inmenso espacio vacío de prójimos. “Desnudo salí del seno de mi madre. Desnudo allá volveré”, pensó. ¿Y ahora qué? Su mirada se encontró de repente con el viejo anime de sus primeros tiempos.

¿Por qué Dios no se entera? Mateo llegó temprano esta mañana, como todos los días en los últimos cuatro años. Sin embargo, hoy fue un día diferente. La recesión económica, dijeron, la caída de las ventas, trataron de explicar, controles y más controles que se lanzan contra esta empresa desde las catapultas del socialismo imperante, ya no nos permiten contar contigo. Él era uno de los doscientos de los que debían prescindir. La hiperinflación hacía risible el monto de la prestación. El ascensor parecía descenderlo a los infiernos de una calle obtusa. La casa, su mujer, el niño, las cuentas. Las sombras tiemblan por debajo de la tierra, mientras él trata de ir a ninguna parte.

Quédate allí hasta que yo te avise. Ana ya lo decidió. Esa noche hizo un fugaz inventario de lo que debía llevar consigo. Poca cosa cabían en las alforjas de su ilusión. Ese allá, todavía ambiguo, parecía sin embargo ofrecer todo lo que aquí no conseguía, pero que sentía el derecho de obtener. Afuera, en la sala, todo parece sonar como una tela cuando se rasga, todos saben que algo se rompió, y sin embargo nadie quiere hacer el intento de coser. Ella sabe lo que deja. Ella siente el peso que se quita, pero también presiente el dolor y la carga que significan esos nuevos vacíos. No sabe aun de cuantas vidas se está deslindando, ni la sinergia perturbadora que produce esa sumatoria de despedidas que no encuentran cauce.  

El poder aplastante. Ellos te obligan a vivir su propia perversidad. Amelia y Salvador, ambos ancianos, sabían el costo que debían pagar. Si querían comer, debían simular completa adhesión. La coordinadora del CLAP, la misma que les avisa cuando llegan las cajas, la misma que les pide el depósito bancario para entregárselas, también los llamó el día antes de las elecciones para chequear su compromiso con la revolución. ¿Saben por quién van a votar?

Me aferraré a mi justicia. Todo fue demasiado rápido. Las bombas, la embestida de los policías, de repente las manos esposadas, y el trajín de una moto en la que Mariana estaba aprisionada entre dos cuerpos que desde ese preciso instante estaban más que dispuestos a violar todo ese pudor, como si los gritos pidiendo libertad pudieran ser manoseados. Mujer, presa política, enemiga del régimen, sometida y desvalida, está condenada a ser víctima de ese poder total que se administra con sevicia. Ya en la cárcel, las miradas de sus carceleros parecen rondas depredadoras, atentas a identificar las fragilidades de un cuerpo que, sin embargo, no se va a entregar sin dar la pelea. Ellos no entienden nada. Podrán forzar su cuerpo, lo intentarán una vez tras otra, y lograrán vencer en una batalla totalmente desigual, porque la violencia puede trasgredir cualquier límite. Ella calla y rápidamente aprende a sobrevivir a esta nueva escalada de la misma infamia. Con celeridad entiende que le arrebatan cosas, pero no tienen acceso a otras, porque esa misma violencia no puede apropiarse de una sola de sus ideas. No pueden tocarlas ni abrazarlas. Las ideas no sangran, no sienten dolor. No se pueden obligar al coito forzado.

El profundo abismo. La cárcel lo quebró. Demasiadas pesadillas hechas realidad con el paso de los días. No debía estar allí, pero allí estaba. Órdenes judiciales que nadie parecía obedecer abrían paso a una incertidumbre insoportable. Estar allí es quedar al margen. La vida está allá afuera. Adentro solo se vivía el infierno de las noches más oscuras del alma. Siete veces siete había sido tentado, otras tantas veces había resistido, pero el desierto parecía inmarcesible. “Te daré todo esto si te hincas delante de mí y me adoras”. La tercera tentación, la misma que Satán había propuesto a Jesús, era más seductora que todo su desierto. Algo en su bajo vientre comenzó a descomponerse, haciendo exigencias que nunca había experimentado.  Y resultó ser una oferta insoportable, que rondaba en esos silencios que invaden las largas esperas que se asumen habiéndose agotado todas las esperanzas. Hizo la reverencia exigida, y comenzó otra fase del mismo infierno, esta vez en una calle que parecía ser la misma celda donde había estado hasta la fecha.

Lázaro no volvió a ocurrir. Atónita, desesperada, Isabel no sabía qué hacer, qué decir, qué pensar. El cielo se le había derrumbado encima, aplastando con excesiva crueldad todas las razones por las cuales vivía. Todo ocurrió tan rápido, como si el cruce de tantas casualidades se hubiera conjurado para mandarla al limbo, donde nada más va a ocurrir, donde nunca más va a pasar nada. De repente su vida se quedó sin propósito, porque allí, en la calle, sangraba hasta vaciarse el cadáver de su único hijo. La bala vino artera y azarosa, perdida como estaba por los linderos de la inconciencia. Nadie vio quien lo hizo, nadie supo explicar por qué esa ruleta infame acabó con una historia de doce años, un relato que apenas comenzaba. Ella lo asía con desesperación, y pedía respuestas imposibles de dar por quien ya carecía de vida.  Esa violencia pertinaz le llovió encima, y transformó su vida en una larga e irreversible noche, siempre oscura, siempre triste, refractaria a cualquier alegría, negada a un futuro que le negaron la posibilidad de construir.

La locura es otro encierro. Matías anda por las calles persiguiendo a un sol que por momentos luce esquivo. Algunas veces siente que le habla palabras que solo él comprende. Otra tanta lo oye como le susurra mil secretos que sólo él puede comprender. En las noches, cuando no puede traficar con su intensidad, se siente agobiado con ese olor a luz, asimilable exclusivamente por un grupo de elegidos, una secta tal vez, que tiene el privilegio de comprender ese lenguaje de calor y albor. Matías no soporta tanto cielo, lo persigue por la ciudad, siempre ansioso, inquieto, como si allí, en ese sendero, estuviera toda la razón que en algún momento perdió. Matías deambula por las calles, carente de esa cordura que solamente obtiene si toma esa pastilla que nadie encuentra. Su familia, exhausta, lo dejó ir, esperando que se agote alguna vez esa búsqueda ansiosa, que en algún momento finalice esa implacable búsqueda que ya no tiene ocaso.

Y no es de extrañar, pues aun Satanás se disfraza como ángel de luz. Allí, entre las olas, la distancia, la brisa y el sol, es poco lo que se puede extrañar. En ese yate la única realidad es la que puede comprar una inmensa e inexplicable fortuna. Y las relaciones que el dinero puede comprar. El diputado choca su vaso con el del neo-empresario. No están para el discurso de ocasión. Sus palabras son solo las necesarias para suscribir ese pacto que les permite continuar al frente. Ambos saben que corren la misma suerte y que son rehenes de las mismas condiciones. Todo es mentira, las cifras, los resultados, las centrales eléctricas, los alimentos y medicinas. La verdad está blindada, es fluida y fugaz. La verdad se esconde en cualquiera de esos paraísos fiscales hechos a su medida. El resto, que siga creyendo que la lucha es otra, por la salvación de la patria. “La patria somos tú y yo” dijo uno de ellos, mientras apuraban el trago. Un mesonero se alejó del grupo mascullando. “con esos diablos no se puede vivir”, dijo.

Vivir el mal es vivir la ausencia de libertad. Sin libertad es imposible ejercer la dignidad.

Víctor Maldonado
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