Los últimos días en Venezuela

 

En febrero de 1886 el General Antonio Guzmán Blanco resulta electo por el Congreso Nacional para ejercer su tercer mandato presidencial. Para esa fecha el “Ilustre Americano” se encuentra instalado en París, ciudad en la que hace vida después de haber entregado el Poder Ejecutivo en manos del General Joaquín Crespo y salir de Venezuela en 1884.

Tras enterarse de su elección permanece en Francia hasta principios de julio. Se le hace imposible viajar antes ya que su hija Carlota se casa el 30 de junio con el Duque de Morny, sobrino de el emperador Napoleón III. Él no puede faltar a tan magno evento, su esposa Ana Teresa y la niña Carlota jamás se lo perdonarían.

Cuando Guzmán Blanco desembarca en el puerto de La Guaira para asumir la magistratura corre el mes de agosto, para esos días ha transcurrido ya la cuarta parte del bienio constitucional. El órgano legislativo lo ha convocado a la Patria como “El Aclamado de los pueblos” pero a su vuelta poco siente el calor del afecto que alguna vez le dio la gente.

Llega a Caracas un hombre distinto al que se fue y encuentra que el país que dejó hace dos años, al igual que él, también ha cambiado. Es diestro observador del comportamiento y las costumbres del venezolano, una habilidad que le permite advertir que se avecinan tempestades. La juventud ya no siente temor o respeto por su figura y por las calles de la capital circula una inmensa cantidad de periodiquitos irreverentes que abiertamente lo mofan y critican su régimen.

Él parece más preocupado por su vida en el Viejo Continente y su actitud demuestra desinterés por los asuntos de la política nacional. Apenas ha llegado a Venezuela y ya le habla a los miembros del Gabinete o las amistades sobre su pronto regreso a París pues tiene compromisos importantes allá para la primavera de 1888. Les comenta que Ana Teresa está sola y hay que ayudarla desde ahora con todos los detalles de las recepciones, porque a ella le gusta la perfección.

Nota con preocupación el tema de los periódicos de la oposición que se ha formado en las filas de la juventud instruida en la Universidad. Tiene razón en temer estos rotativos, las ideas que propagan sus escritores comienzan a levantar un país que llevaba casi dos décadas adormecido en el letargo generado por su autocracia. Puede silenciar un periódico, pero no se pueden callar todas las voces y no hay suficiente espacio en las prisiones del país para encarcelar a tanta gente.

Le preocupa más que lo anterior otra cosa en particular. En su cabeza no cabe el asombro de ver las dimensiones que, tan solo en el periodo de dos años, ha alcanzado la fortuna personal del General Joaquín Crespo y su camarilla. Dinero, compadres, socios y amigos han entretejido vínculos políticos, sociales y comerciales que ahora giran en torno al llanero.

Cuestionó la decisión de dejar a Crespo en el poder cuando al poco tiempo de su partida comenzaron a llegar los informes oficiales y cartas de familiares a París. Se dio cuenta que había errado en el fallo al enterarse que el Presidente se hacía acompañar por un brujo tachirense llamado Telmo Romero, a quien se le otorgaron las concesiones para los tratamientos médicos del Lazareto de Caracas y el asilo de enajenados en Los Teques.

La realidad lo cachetea en la cara al momento de su llegada. El guariqueño se ha posicionado como el hombre más poderoso del país y eso significa que en Venezuela ya no pueden convivir ambos con la misma cuota de poder, eso lo único que promete es guerra.

En su casa de retiro en Antímano, durante las noches de agobiante insomnio, tiene tiempo y silencio para cavilar en las lecciones de la historia y como se ha tratado a los gobernantes caídos. José Antonio Páez perseguido por los Monagas y preso dos años en el Castillo de San Antonio en Cumaná; José Gregorio Monagas, el “Libertador de los esclavos”, muerto de cólera en un hediondo calabozo de la fortaleza de San Carlos en Maracaibo; el Mariscal Falcón fugitivo, exiliado en Saint Thomas, abandonado, quebrado y victima de un cáncer que acaba con su vida.

Un día, mientras pasa en su carruaje por una esquina cercana a la Universidad, algunos estudiantes se atreven a vociferar improperios en su contra. El episodio lo irrita y su furia es evidente, pero esta vez no manda a encarcelar a los jóvenes o clausurar el recinto educativo como lo hubiera hecho sin titubeo una década atrás, cuando se sentía como el único amo y dueño de Venezuela. Esta vez al llegar a su despacho se comunica con el Sr. Antonio Victorio Medina, encargado de administrar todos sus bienes, para ordenarle se ocupe arreglar los archivos y enviar los equipajes a Europa.

-Aquí en Venezuela ya no hay nada que hacer.-

El 10 de agosto de 1887, un año después de su retorno a Venezuela, el General Antonio guzmán Blanco baja al puerto de La Guaira y se embarca en el vapor norteamericano “Philadelphia”. Lo despiden el presidente interino Hermógenes López, todo el Gabinete Ejecutivo y una multitud.

Nunca más habría de retornar a Venezuela.

Jimeno Hernández
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