El peligroso pacifismo
8 de mayo de 1940. Hitler estaba mostrando las garras y para todos era absolutamente incontrovertible que la guerra era inevitable. Mejor dicho, que todos, sin importar lo que pensaran, desearan o dijeran, se iban a ver envueltos en una conflagración mundial. En sus memorias de la Segunda Guerra Mundial, Winston Churchill describió el portentoso enemigo que estaban enfrentando. “Los acontecimientos eran tan violentos y las condiciones tan caóticas” que solamente mediante una dirección firme y consistente podían enfrentar el desafío con algún chance. “La superioridad de los alemanes en cuanto a diseño, gestión y energía eran evidentes. Ejecutaban sin piedad un plan de acción minuciosamente elaborado. Comprendían a la perfección cómo había que usar la fuerza de las armas”. Tanto en Francia como en Gran Bretaña persistía la división. No estaba claro el propósito, y la cuña soviética había provocado una falsa distensión. Narra Churchill que “desde el momento en que Stalin llegó a un acuerdo con Hitler, los comunistas franceses siguieron el ejemplo de Moscú y proclamaron que la guerra era un delito imperialista y capitalista contra la democracia”. A partir de ese momento facciones interesadas se dedicaron a minar la moral del ejército y dificultar la producción en los talleres.
No era una situación sencilla. Pero de lo que estaba muy seguro Churchill era que no podía despacharse desde “el carácter sereno y sincero, aunque rutinario, de un gobierno “que no era capaz de despertar y movilizar ese esfuerzo intenso que se necesitaba para salir del letargo y la evasión. No se podía ganar una guerra sin hacer la guerra, sin estar preparados para dirigirla y sin estar socialmente organizados para afrontarla. Eso requería otro liderazgo, que no perdiera el tiempo, que no se desgastara en negociaciones inútiles, que no intentara una paz sin esfuerzo. Eso sólo iba a ocurrir a partir del trauma. El autor lo dice sin caer en la tentación de la complacencia. La determinación que se iba a lograr no fue el resultado de la reflexión sesuda, de la aproximación analítica. Nada de eso, fue el producto de haber sentido al enemigo respirar en la nuca del país. Fue haberse sentido indefensos, al alcance de una maquinaria bélica impresionante, totalmente diferente a lo que hasta ese momento había sido intentado. “Hicieron falta el golpe de la catástrofe y el acicate del peligro para despertar la fuerza latente de la nación británica. Estaba a punto de sonar el toque a rebato”.
Neville Chambeerlain había asumido el mando de Inglaterra el mayo de 1937. A juicio de Churchill era “un hombre despierto, eficiente, dogmático y seguro de si mismo. Se había formado una opinión definitiva sobre todas las figuras políticas de la época, y se sentía capaz de tratar con ellas. Tenía la esperanza de pasar a la historia como el gran pacificador, para lo cual estaba dispuesto a luchar constantemente, a pesar de los hechos”. Era probablemente un obcecado comprometido con una paz imposible, con una personalidad que le impedía apreciar los hechos tal y como eran. “Lamentablemente, se topó con mareas cuya fuerza no pudo resistir y se enfrentó a huracanes a los que no se resistió pero que no pudo manejar”. Su error fue una decisión que no quiso rectificar hasta que fue demasiado tarde: Él resolvió que podía cortejar a los dictadores. “Quería mantener buenas relaciones con los dos dictadores europeos y creía que el mejor método era la conciliación y tratar de evitar todo lo que pudiera resultarles ofensivo”. Fue algo más que un error de cálculo. De tanto huir de la posibilidad de una guerra, se la consiguió de frente, como un hecho ineluctable. Pero había perdido tiempo, se había negado a preparar al país para el esfuerzo que ella significaba, la había obviado no solo en el discurso, también la había evitado en las decisiones financieras y presupuestarias del gobierno. Querían la paz porque no podían ir a la guerra. Y no podían ir a la guerra porque no se habían preparado para la guerra. Empero, la causa de la guerra estaba allí, acechando todos los días, imbatible en el plano de la realidad. A la disposición de todo el que quisiera apreciarla. Pero algunas realidades son invisibles a los ojos de los que no las quieren ver. Era el caso de Neville Chamberlain.
Chamberlain llegó incluso a firmar en Múnich un acuerdo anglo-germano que representaba el deseo supuesto de no volver a combatir entre ellos nunca más. Con ese papel firmado aterrizó en su país bañado en las sagradas aguas de la paz y confortado por el apoyo popular que se sentía salvado de una época de oprobio. Es una paz honrosa, una paz para nuestro tiempo, gritaba desde las ventanas de Downing Street. Todo ese entusiasmo se disolvió rápidamente. Hitler era una encarnación del mal que, por supuesto, no tenía ningún problema con la mentira. Al final, “una larga serie de errores de cálculo y de juicio con respecto a hombres y hechos en los que se basó” lo hicieron perder el gobierno y pasar a la historia como un insensato que pensó que Hitler podía detenerse en algún punto y pactar un nuevo statu quo.
Los países se cansan de las direcciones erráticas. Los errores de pagan con la salida del gobierno. No hay experiencia notable en la que una conducción errática sea reconocida con la ratificación del poder. Esas cosas no pasan. Y cuando pasan son para empeorar lo que ya está mal. Los venezolanos vivimos la misma atrocidad. Líderes que son reiterados en el error y que practican esa prepotencia de los que creen que no se equivocan. Son los que callan cuando hay que pronunciarse, y hablan cuando hay que guardar silencio. Son los que yerran a destajo, pero quieren seguir en la dirección política. Son los que intentan seguir intentándolo a pesar de la desdicha de la cual son accionistas, y que intentan una y otra vez esa amalgama de falsa unidad, que ahora quieren llamar frente, pero con los mismos, con las mismas dudas, las mismas indefiniciones, la misma tragedia de estar unidos caballerosamente en el más brutal desacuerdo, que a veces silencian, pero no por eso cesan en el desmadre que provocan. El profesor Tulio Álvarez, colocó en su cuenta de Twitter la siguiente reflexión: “Peor que una respuesta inapropiada es el silencio ante una crisis brutal que coloca en riesgo a la sociedad. Recuerdo un aforismo quiritario que transmito a mis alumnos de derecho romano: “Magna negligentia, dolo est”. Hay culpas tan graves que solo pueden ser intencionadas”. No puede ser que estemos sometidos a la dictadura de un grupo autoreferencial que se paga y se da el vuelto, cuando no es que lo pide prestado.
¿Con estos bueyes hay que arar? Eso ya no es posible defenderlo en el plano de la realidad. El país se va por el despeñadero y tenemos al frente al equipo completo de Neville Chamberlain cerrándolo el paso a cualquier opción. Por esa vía estamos condenados al abismo sin fin. Pero volvamos a las lecciones de la historia. La situación del primer ministro es insostenible. Sus afanes pacifistas son ahora un lastre del que no pueden desentenderse. David Lloyd George, líder de la oposición argumenta la inminente necesidad de cambio: “No se trata de quienes son los amigos del primer ministro, sino de una cuestión mucho más importante. Nos ha pedido un sacrificio y la nación está dispuesta a hacer cualquier sacrificio siempre que haya un líder, mientras el gobierno muestre con claridad cuales son sus objetivos, mientras que la nación confíe en que aquellos que la dirigen lo están haciendo lo mejor posible”. Con ese discurso cayó el gobierno.
El 13 de mayo de 1940 Churchill solicitó a la Cámara de los Comunes un voto de confianza. En esa ocasión pronunció el histórico discurso donde dijo que no tenía nada que ofrecer salvo sangre, sudor, lágrimas y fatiga. Conviene leerlo una y otra vez. Sobre todo, los que se agotan en pedir a las demás propuestas, y explicitación de lo que hay que hacer. Algunos colaboran con el régimen cuando cierran toda discusión con esa cantaleta, que pretenden un infranqueable obstáculo contra todos los que criticamos el actual curso de acción. Quieren detalles que nadie puede dar. Churchill tampoco dio demasiados detalles. Repasemos ese discurso. “Me preguntan ¿cuál es nuestra política? Y yo les digo: combatir por mar, por tierra, por aire, con toda nuestra voluntad y con toda la fuerza que nos dé Dios; combatir contra una tiranía monstruosa, jamás superada en el catalogo lamentable y oscuro de crímenes humanos. Esa es nuestra política. Me preguntan: ¿Cuál es nuestro objetivo? Puedo responder con dos palabras: la victoria, la victoria a toda costa, la victoria a pesar del terror; la victoria por largo y difícil que sea el camino; porque sin victoria, no hay supervivencia”.
Llegado el momento, la realidad se impone. Se acabó el tiempo de la condescendencia, de la falta de propósito, de la improvisación y de la duda. Se acabó el tiempo de la indefinición y los fatales voluntaristas que creen posible la connivencia con el régimen. Se acabó el tiempo de los confundidos que pretenden participar en unas elecciones que no son elecciones. Se acabó el tiempo de los que hasta ahora han practicado el error, la condescendencia, el diálogo y la fatal permisividad. Son los tiempos para Churchill. Se agotó el tiempo del peligroso pacifismo.
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