El acólito turiferario
Hay actualmente una epidemia de una vieja perversión política consistente en la adulación contumaz. Y una incapacidad para la autocrítica que impide cualquier posibilidad de mejorar lo que actualmente se está haciendo muy mal. Los malos gobernantes se encubren detrás de los aduladores. Los malos políticos ahora fomentan una pléyade de lisonjeros a tiempo completo que obstaculizan cualquier debate sobre la conducta y resultados de los dirigentes. Estos profesionales de la marrullería los han convertido en el objeto de su adoración perpetua, y los defienden con obsecuente y fundamentalista beatitud. En el camino se ha perdido la capacidad de discernir y de valorar los resultados de su gestión o la calidad de las propuestas. Todo fluye por otros senderos, por los caminos de la incondicionalidad y de los cheques en blanco, terminando en decenas de certámenes estériles que nada tienen que ver con el país sino con la necesidad de sobrevivencia de una farsa donde concurren tanto la necesidad del aplaudido como la del que aplaude. Unos y otros necesitan, al parecer, del halago prepagado, y de las puestas en escena donde los principales arriban “en olor de multitud”, tienen respuestas para todo, y cuentan como respaldo con un coro de entusiastas zalameros que reaccionan de inmediato a las inflexiones oratorias de sus discursos. Pero eso no es lo más peligroso. El verdadero peligro es que los políticos terminen creyéndose infalibles e intocables.
En algún momento comenzamos a creer que todo era posible. Que un militar de repente se transformara en un perfecto filósofo renacentista, o que un chofer de autobús terminara siendo experto economista, eminente historiador, magnífico orador y atinado estratega. La adulación tiene como objetivo el nublar las mentes y capacidad de análisis de los auditorios. Hasta que la realidad hace su entrada triunfal y se encarga de pasar las cuentas. Es en ese momento que nos damos cuentas de la inmensa farsa en la que algunos están involucrados, y otros están más que comprometidos. Sucede que la oferta de felicidad y socialismo no era ninguna otra cosa que gasto irresponsable y una inmensa voracidad de poder. O que los arrebatos patrióticos escondían un entreguismo alucinante del cual se favorecieron los hermanos Castro y su régimen comunista. O que las recurrentes visitas de Evo Morales y la pandilla del Alba no eran otra cosa que una muy económica forma de hacerse con unos dólares. Venían, aplaudían, gritaban vivas a la revolución, volvían a aplaudir, se calaban las largas peroratas del anfitrión y al final de la jornada salían con las alforjas llenas. Esa izquierda exquisita sabe cómo ganarse unos reales.
Hacia el interior del régimen opera la misma condición. Vemos cómo en cualquiera de los diversos programas y cadenas presidenciales ocurre lo mismo. Llama la atención que en todos ellos se pase lista, y que los altos mandos se paren firmes cuando los nombran. Pero lo más patético es cuando les corresponde bailar, o reírse de los supuestos chistes de los protagonistas. Todo ocurre de acuerdo con el guión, y a los que les toca el indigno papel de comparsa adulante se les nota el esfuerzo en pasar por verdad lo que es una inmensa mentira. El país reducido a la indignidad que gobierna. No dejemos por fuera lo que ahora ocurre en los desfiles militares, la caricatura de una fidelidad a la patria, al régimen y a sus cabecillas que luego no terminan de cuadrar a lo largo de la ceremonia. La adulación tiene en estos casos un himno para cada uno de ellos, los vivos y los muertos, los que fueron y los que ahora siguen siendo. Cada problema no abordado termina también reducido a un lema, como aquel que dice que “el sol de Venezuela sale por el esequibo”, sin que ello signifique que detengan la ceremonia y todos los efectivos salgan de inmediato a defender un territorio que todos dan por perdido.
Todos saben que en ese intento de mutua adulación, PDVSA pasó a ser del pueblo. Pero la verdad es que ahora los ciudadanos son más ajenos que nunca a esa oferta propietaria. Y desde que se estatizaron las empresas “básicas” y muchas otras más, menos privilegios se han obtenido. Sin embargo, la lisonja como sistema se ha encargado de mantener la falsa apariencia de que esas empresas son la garantía de la prosperidad del pueblo. Mientras eso es lo que dicen por televisión, lo que realmente ocurre es que los más pobres están comiendo basura y pensando cómo salir del país para no morirse de mengua. Los aduladores nunca darán su brazo a torcer. Nunca reconocerán que esa es la realidad. Por eso prefieren la mortandad a tener que reconocer que el país pasa por una crisis que requeriría un canal humanitario, y que, si es cierto que necesitamos de todo, porque aquí nada se produce.
Los aduladores también saben guardar silencio. Las estadísticas de la debacle dejaron de publicarse. E inventaron una situación de emergencia tal que es imposible decir la verdad. ¿Quiénes serán los redactores de esos informes y notas oficiales que aluden constantemente a guerras económicas, bloqueos imperiales, confabulaciones de las oligarquías latinoamericanas, e infundios de los enemigos del pueblo? ¿Quiénes perpetrarán las mil y una fábulas llenas de atentados, magnicidios, intentos de golpe, invasiones y variaciones del mismo tema que luego la citada corte de fanáticos repite como si fueran ciertas? ¿Hablan ellos de escasez, de hiperinflación, de hambre, enfermedad, fallas en los medicamentos, o del paludismo que está a días de enseñorearse en Caracas? Guardan silencio porque de eso se trata la adulación inteligente. De saber lo que pueden decir, lo que no pueden decir, lo que tienen que repetir, y la realidad a la que deben aludir. Ser un adulante profesional requiere esa disciplina que les permite sortear el peligro que significa ser descubiertos.
Pero la política no es eso. No se reduce a la seducción del líder, o la complicidad con sus fraudes. La política es otra cosa. Es no dejar pasar al emperador desnudo. Es no caer en la tentación de aplaudirle sus magníficas vestimentas, que en realidad no existen. Es mantener un compromiso con la verdad y asumir el riesgo de dar testimonio sobre lo que efectivamente está ocurriendo. La verdad es parte de la dignidad que se exige al ejercicio republicano de la política. Verdad, integridad, coraje y compromiso son el cuarteto virtuoso sobre el cual se funda el esfuerzo de allanar el camino a la libertad. El político tiene que practicar la autenticidad y correr el riesgo. Está destinado al fracaso el que se inserta en la mentira y se encubre detrás de una multitud de incondicionales. Se convierte en parodia el que termina por creerse sus puestas en escena, llenas de falsos aplausos, de malas consignas y de pésimos performances. Y los que juegan a la desmemoria. Los que se creen teflón a la hora de resbalar sus errores. Los que se barnizan de un conocimiento que realmente no tienen, para intentar ser lo que no son.
Pero detrás de cada político seducido por su propio ego se encuentra alguien dispuesto a ser su acólito turiferario, dedicado a ofrecerle incienso, siempre presto a la genuflexión indebida, y a ser parte de una procesión donde el protagonista es siempre un ídolo con pies de barro. Por la obstinación de estos sacristanes del humo del halago muchos personajes se han mantenido a pesar de que al momento de pesarlos y medirlos siempre resulten fallos. Pero ¿es que acaso nosotros somos todos víctimas de un clima de adulación universal? ¿No aplaudimos demasiado temprano, demasiado fácil?
Uno de los momentos culminantes de la película Quo Vadis es cuando Petronio escribe su última carta a Nerón. Tiene la belleza del que prefiere morir antes que seguir siendo parte de la cuadrilla de “jaladores” que servían incondicionalmente las infatuaciones artísticas del emperador. “Escuchar tu música, oírte declamar versos que no son tuyos, desdichado poetastro de suburbio, son cosas verdaderamente superiores a mis fuerzas y a mi paciencia, y han acabado por inspirarme el irresistible deseo de morir. Roma se tapa los oídos por no oírte, y el mundo se ríe de ti y te desprecia. En cuanto a mí, no puedo continuar avergonzándome de tu insignificancia, ni aunque pudiera lo querría. ¡No puedo más! Salud, augusto, y no cantes; asesina, pero no hagas versos; envenena, pero no bailes; ¡incendia, pero no toques la cítara! “Estos son los deseos y el último consejo del Arbiter Elegantiorum.»
La desesperada y postrera solicitud es también un despojo hacia el flanco correcto de la política. Decir la verdad, evitar los excesos y recordar que el poder no nos hace superhombres. ¿Cuantos errores no nos ahorraríamos si en lugar del coro fácil de los aduladores tuviéramos ciudadanos con coraje? ¿Por qué no concertamos una última consigna y nos aunamos en la petición que implore “por un país sin jalabolas”?
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