La hipocresía de los intelectuales «chavistas»

La conciencia de Yusmerelis dio un vuelco dramático cuando oyó que su sobrino de ocho años proponía buscar un trabajo «para poder cenar». Es que su hermana dejaba de comer de noche para que los dos hijos pudieran hacerlo, y a veces, cuando no tenía suerte ni pertrechos, les llenaba la panza de agua para que se fueran a dormir sin hambre. No se trata de una familia de los barrios marginales, sino de la clase media profesional de Venezuela. Yusmerelis y su esposo arribaron a la Argentina hace ocho meses, tienen sólidos estudios terciarios y graduaciones en administración: ella aquí colabora en la cocina de un restaurante, y él ahora lava platos, pisos y camiones de basura. Su lema secreto tiene la acidez pragmática del guerrero: «Si te llueven limones, aprende a hacer limonada». Llegar no fue fácil, tardaron seis días; a otros compañeros de infortunio la travesía les demandó hasta doce jornadas completas. La pareja se siente feliz en Buenos Aires: puede hacer tres comidas diarias y enviarles mil pesos por mes a sus parientes. Hace tres domingos la madre de Yusmerelis la llamó llorando de emoción; estaban almorzando arroz con carne, un lujo infrecuente.

Otros expatriados de idéntico origen declaran que les da culpa comer sabiendo que a esa hora sus familias no tienen ni para un bocado. Nancy, oriunda de la ciudad de Guayana, refiere cómo la curva de 17 años de decadencia trocó hace dos o tres en una caída vertical: falta de alimentos y remedios, y una inseguridad de niveles desconocidos. Venezuela, con su tasa de homicidios, es hoy el segundo país más violento del planeta, por encima de republiquetas que sufren guerras fratricidas. Joan, un joven disidente que debió marcharse con lo puesto y bajo amenaza de cárcel o muerte, asevera que en los tres países por donde pasó le dieron un trato xenófobo, que los argentinos lo recibieron con simpatía y solidaridad, que al llegar a la terminal de ómnibus se sintió deslumbrado, y que poder caminar por la calle a las once de la noche «sin preocupación» le resultaba poco menos que un privilegio. Lanús a las once de la noche le parece un patio de señoritas al lado de Caracas, copada por bandas de criminales de distinto calibre. Su admiración es inquietante y nos interpela, porque somos un país mediocre que pelea el descenso, con una pobreza inadmisible y unos niveles de inseguridad urbana escalofriantes (estos días mataron a un excombatiente de Malvinas y asaltaron a un premio Nobel de Medicina), y sin embargo parecemos Ginebra al lado de este régimen perverso y desastroso.

Todos estos testimonios forman parte de un excepcional informe periodístico llamado «Venezolanos en Argentina, el exilio en primera persona», que puso esta semana al aire Radio Mitre. Las voces que suenan allí tienen más fuerza que esta pobre reproducción gráfica. Y las cifras son igualmente impactantes: el año pasado se les otorgó residencia a 31.167 venezolanos, y en lo que va de 2018, ya ingresaron 11.000 nuevos. Hoy constituyen la tercera corriente inmigratoria, superando a la peruana y a la colombiana, aunque con un rasgo que rompe el paradigma histórico: quienes vienen no son analfabetos o gentes de baja instrucción. Muchos de estos desarraigados traen en sus valijas diplomas y especialidades, incluso algunas muy apreciadas: ya ingresaron 4400 ingenieros petroleros. Provienen de un proyecto político que hizo populismo irresponsable con el oro negro y luego se quedó en Pampa y la vía: hoy hasta debe importar combustible. Las crónicas y los estudios más serios exhiben su estremecedora decrepitud. Supera el 82% la escasez de productos de su canasta alimentaria. El 93% de la población clama que sus ingresos no le alcanzan para comer y el 70% asegura que bajó de peso en un promedio de ocho kilos. El déficit de suministro de medicamentos es del 80%, la inflación en 2017 fue del 2616% y los expertos han calculado que esa destrucción económica es la más aguda que haya experimentado una nación latinoamericana en las últimas cuatro décadas: hizo retroceder 60 años a Venezuela. El secretario general de la OEA, hombre de izquierda y excanciller de José Mujica, denuncia que Maduro comanda un «narco-Estado» y que es el país más corrupto del continente. Hay miles de presos políticos y el gobierno asesinó a cien ciudadanos en distintas protestas. Su Estado policial y su militarización no sirven para controlar el delito, sino solo para espiar, perseguir, encarcelar y aniquilar a los opositores.

Si toda esta hecatombe la hubiera producido la «derecha», su esperpéntico presidente ya habría renunciado. Pero el «socialismo del siglo XXI» se defiende en casa con los fusiles y en el exterior con la palabra. Me refiero, por supuesto, a la palabra de ciertos intelectuales progresistas que ni siquiera en esta hora aciaga dejan de publicitar el modelo Chávez. Esta patología se basa en otra: la civilización occidental es injusta; ser pesimista, por lo tanto, permite despegarse de sus imperfecciones y tiene prestigio. Acto seguido, la idea de «cambiar el mundo» aparece como necesariamente virtuosa. Bajo esta pulsión nacieron efectivamente fórmulas que han permitido avanzar a las democracias y mejorar sus economías. Y también formatos antisistema que han legitimado el autoritarismo, la violencia y el quebranto. No siempre cambiar el mundo resultó algo positivo; muchas veces fue peor el remedio que la enfermedad. Nuestros años 70 son un ejemplo: los «chicos idealistas» que querían cambiarlo tomaron las armas y produjeron masacres. Pero ¿quién no tuvo en su cuarto un póster del Che? A medida que maduramos fuimos dándonos cuenta de que esa idea era profundamente equivocada. Aunque en el fondo queda siempre una admiración romántica e inconfesable por «los valientes que se atrevieron a soñar el sueño», la utopía redentora. Ahora, crecidos y golpeados, nos hacemos esta pregunta: ¿de qué hablamos cuando hablamos de derribar este mundo? ¿De la democracia representativa? Es entonces cuando los escaldados nos decimos entre susurros: no me toques la democracia, que es sagrada. Desde esa pequeña certeza de última generación, las cosas que sucedieron en el pasado resultan abominables, aunque todavía nos queda en el inconsciente aquella semilla amarga, un dejo de comprensión por aquella «rebeldía». Esa condescendencia nos permite ser débiles con quienes ejecutaron asesinatos políticos. Y ese es el magma secreto que nos impide juzgarlos sin complejos: porque compartimos alguna vez, aunque sea imaginariamente, aquellas quimeras. Tendemos, por eso, un manto de piedad sobre el pasado.

Sucede algo similar con Venezuela. Para ciertos intelectuales es valiosa cualquier metamorfosis que acabe con la democracia liberal: el chavismo lo hizo, la demolió. Se trata, bajo esta óptica, de un experimento digno de atención académica: luce contracultural y viene a cambiar este mundo. No se trata de un nacionalismo demencial, sino de un socialismo justiciero, y así fue celebrado por esos profesores que no retroceden de su propia estupidez y soberbia. Y que como frente a la «insurrección setentista», miran para otro lado cuando asoma el fracaso más absoluto y la necesidad de alguna sanción. La República Bolivariana, que sacrificaba libertad a cambio de igualitarismo, se quedó sin una cosa y sin la otra, y nos exporta ahora sus dolientes víctimas. Que buscan en nuestra insoportable modestia el paraíso perdido. Triste vuelta de tuerca.

Crédito: La Nación

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