Jaime Bayly: «El hombre más despreciable del mundo»
Vine mucho a Miami en la segunda mitad de los ochentas. Pasaba por esta ciudad de camino a, o a la vuelta de, Santo Domingo, donde hacía un programa semanal de televisión financiado por los halcones de Washington (eran los años gloriosos de Reagan y enseguida los de Bush padre). Mi centro de operaciones era Miami Beach, entonces un barrio decadente, de hoteles baratos. Se podía caminar, ir a la playa, sin alquilar automóvil. Cuando Vargas Llosa perdió las elecciones el año 90, para beneplácito de García Márquez, que ya era su adversario, lo era desde 1976 cuando Mario lo derribó de una trompada en un teatro mexicano, y para desconsuelo de Octavio Paz, quien le aconsejó que no fuera candidato, cedí la posta del programa dominicano a su hijo mayor, me harté del Perú, que me parecía un país suicida, sin remedio, y me mudé a Madrid.
Vago, esnob y diletante como soy, en Madrid aguanté apenas medio año. Escribía mi primera novela en una biblioteca pública, a mano, en un cuaderno, permitiéndome el desafuero libérrimo de vivir en la imaginación todos los amores prohibidos que la vida, tan mezquina, me había escamoteado; gastaba mis ahorros de la televisión, cien mil dólares amasados en un lustro en Santo Domingo, monto que entonces me parecía una fortuna; vivía en un apartamento modesto en la avenida del Mediterráneo, a pocas calles del parque del Retiro, del Rosedal, en el que me sentaba a leer las cartas que mi familia y mis amantes me enviaban desde Lima; y me negaba a buscar un trabajo, pues estaba convencido de que, si me resignaba a cumplir un oficio digamos alimenticio, no terminaría nunca la novela: yo sentía, y era una sensación ardiente, quemante, que había nacido y vivido para escribir esa novela, y que nada justificaba aplazarla, posponerla. No me importaba quedarme sin ahorros, sin futuro en la televisión, sin reputación, sin el cariño de mi familia: la novela era la cruzada moral de mi vida, una obsesión de la que no podía emanciparme.
Cuando pasaron seis meses y expiró mi visa de turista en España, decidí no quedarme como ilegal y mudarme a Miami, siempre como turista, con la intención de permanecer allí un semestre y terminar de escribir la novela. Fue entonces cuando conocí la isla de Key Biscayne, donde ahora mismo escribo estas líneas, veintisiete años después. Estaba buscando un pequeño apartamento para alquilar, y Miami Beach me parecía demasiado ruidoso y acanallado, y arrendé una madriguera en Key Biscayne, una habitación, un baño, cerca de la playa, por un precio módico, mil dólares al mes. Luego me fui a un concesionario de automóviles en Islamorada, bien al sur, y compré un coche japonés, pues salía más barato comprarlo en la periferia de Miami, y no estaba para dilapidar mis ahorros, que seguían disminuyendo mes a mes. En esa pequeña cueva refrigerada de una isla que me había maravillado por sus paisajes, su sosiego y sus días quietos y predecibles, alejados del veneno político y la mortal espesura religiosa, continué escribiendo a mano la novela, maliciándola, rumiándola, hablándola en voz alta, asaltándola como un corsario al tesoro esquivo. También me permití dormir con mi prima más bella (sin tocarnos, lo que me costó un gran esfuerzo) y tener amores clandestinos con un actor que pasó a visitarme. Hasta que, un año después, la novela todavía en brumas, detrás de una niebla que se me hacía impenetrable, pasó un huracán que lo puso todo de cabeza y me obligó a mudarme, con mi novia, a Georgetown, en Washington, la capital del país. Llegamos manejando un camión de mudanzas, no tardamos en conseguir un apartamento oscuro y añoso, ella se puso a estudiar en la universidad de los jesuitas y, con su habitual generosidad, me compró una computadora, mi primer ordenador. En esa máquina marca Dell, ordené todos mis apuntes, empecé a delinear mejor la trama y avancé bastante aquella novela cuyo título se me hacía una certeza innegociable: «No se lo digas a nadie». Cuando finalmente terminé la novela un año más tarde, habían transcurrido tres años escribiéndola entre Madrid, Miami y Washington, y me quedaba ya poco dinero en el banco, pero eso no importaba, lo que daba sentido a mi vida, a mi pasado contrariado, a mi futuro pálido e incierto, era publicar la novela, arrojarme al vacío sin saber si se abriría el paracaídas.
Gracias a los buenos oficios de su hijo mayor, de quien era amigo, envié el manuscrito impreso y anillado a Vargas Llosa, que estaba dando clases un semestre en Princeton. Tiempo después me llamó por teléfono y me felicitó por haberme casado en Washington con mi novia:
-Bienvenido al club de los casados -me dijo, con voz afectuosa, riéndose.
Dijo que la novela le había gustado, quería sugerirme algunos cambios, quedamos en vernos en Madrid para hablar del libro y tratar de conseguir un editor. Viajé a Madrid sin mi esposa, ella se quedó estudiando, y me acomodé en el piso frente al Retiro de mi amigo Montaner, el gran intelectual y escritor cubano, hombre sabio y generoso. Vargas Llosa me recibió en el Palace, conocí brevemente a Octavio Paz. Nos sentamos a solas y, con infinita paciencia, me dio consejos invalorables para mejorar la novela. Yo quería ser como él, exactamente como él; o quería ser lo contrario de mi padre, precisamente lo contrario. Había escrito un libro que le gustaba a mi padre elegido, Vargas Llosa, y que mi padre impuesto, biológico, el cojo furioso, seguramente odiaría, esa era la idea, para eso lo había escrito, para cobrarme una tardía venganza por los abusos pistoleros de mi padre, por las tantas humillaciones que me infligió, tratando de escapar de su desdicha. Pero la generosidad de Vargas Llosa fue todavía más allá: no solo leyó la novela y me ayudó a corregirla, sino que me consiguió un editor, Pere Gimferrer, el gran poeta catalán, que dirigía, con Mario Lacruz, la mítica editorial Seix Barral. Gimferrer leyó el manuscrito, me mandó cartas vía fax a Washington, dijo que la novela le había encantado, firmamos el contrato, todo estaba encaminado para que la novela saliera en España en la primavera del año siguiente, 1994.
Me quedaba poca plata en el banco, mi esposa veía con reticencia que saliera la novela, mi suegra me prohibía publicarla, mis padres y hermanos se encontraban aterrados y me rogaban que detuviese aquella bomba de tiempo ya activada, mi tío millonario me mandaba cartas manuscritas aconsejándome que engavetase el libro, frenase su publicación y le ahorrase a la familia el escándalo previsible que habría de estallar en nuestra ciudad. Estaba solo contra el mundo. Me apoyaban, sí, Vargas Llosa, su hijo mayor y Gimferrer, nadie más. Entonces cometí el error de ir a Lima con mi esposa a pasar las fiestas de fin de año. Ella quería ir, yo prefería quedarme en Washington, al final viajó ella y luego la seguí yo. Fue un gran error. Porque ella, amorosamente, pero a veces el amor está reñido con la racionalidad, conspiró con mi familia, con mis padres y hermanos, para que hicieran una campaña de demolición en nombre de la moral y las buenas costumbres y trataran de disuadirme de publicar la novela. Recuerdo con profunda tristeza dos episodios que me dejaron desolado, aturdido, confundido: mi esposa me llevó a casa de mis padres y me sentó a deliberar con ellos y mis siete hermanos, la familia en pleno, excepto mi hermana mayor, todavía monja de clausura, sobre la conveniencia de publicar la novela, que, salvo yo mismo, nadie en aquel consejo de familia, ni siquiera mi esposa, había leído: me dijeron que si la publicaba nunca más podría volver a Lima, nunca más conseguiría un trabajo en la televisión, nunca más sería bienvenido en las reuniones familiares, pues ellos consideraban que aquella novela era una traición a la familia, a su intimidad y sus secretos, a su esencia misma, y que dicho acto de perfidia lo pagaría caro, siendo exiliado, descastado, de mi propia familia; no contenta con ese linchamiento moral, mi esposa me reunió también con su madre y su padrastro, quienes me dijeron, en tono apocalíptico, que si salía la novela, yo no vería nunca a mi hija (mi esposa estaba embarazada, nuestra hija debía nacer pocos meses después de que saliera la novela) y, además, por si no fuera suficiente castigo, moriría de sida, «como un perro», tales fueron las palabras de mi suegra, en las calles de Miami.
Traumatizado por esas reuniones familiares, hice un par de cosas tan desesperadas como estúpidas: llamé llorando, desde una cabina telefónica en Miraflores, a mi editor, Pere Gimferrer, y le pedí que abortara la publicación de la novela, y días más tarde llamé, también llorando, a Vargas Llosa, que estaba de paso en el hotel Biltmore de Miami, y le imploré que hiciera exactamente lo contrario de lo que le había pedido un tiempo atrás: no ya que me consiguiera un editor, sino que convenciera al editor de que el libro no debía salir. Gimferrer, con paciencia y aplomo, escuchó mis lloriqueos patéticos y me dijo que ya era muy tarde para echarnos atrás, que el libro estaba en marcha y saldría de todos modos, con mi anuencia o sin ella, y enseguida me aconsejó en tono paternal que me marchase cuanto antes de Lima. De paso por Miami, llamé a Vargas Llosa, quien, interrumpiendo sus horas sagradas de escritura, me atendió en el Biltmore de Coral Gables. Sobreviviente él mismo de los abusos y tropelías de su padre, supo aconsejarme con lucidez: me dijo que la novela era una denuncia contra el machismo, la homofobia, el fanatismo religioso, el racismo, y que desistir de ella, censurarla, hacerles caso a mis padres y mi suegra, equivalía no solo a traicionar el espíritu que anidaba en la historia, sino a traicionar mis convicciones y mis valores, y acabar dando la razón a las personas que me habían amargado la existencia durante tanto tiempo. Tienes que ser fuerte, no debes desmayar, no debes rendirte, me dijo. No quiero humillar a mi familia, no quiero que mis padres se avergüencen de mí, le dije. Pero si no publicas la novela, te humillarás a ti mismo y sentirás vergüenza de ti mismo, alegó. Y entonces odiarás el resto de tu vida a tus padres, añadió, no solo por todo lo malo que ya pasó, sino por haberles permitido frustrar tu destino, tus sueños. Tengo que ser capaz de escribir una novela que mis padres y hermanos puedan leer sin avergonzarse de mí, le dije. Eso seguramente vendrá más adelante, o no vendrá nunca, me dijo. Porque la literatura debe ser revulsiva, contestataria, agregó. La buena literatura tiene que incomodar a alguien, me recordó. Pues bien, había fracasado: tanto Gimferrer como Vargas Llosa no se compadecieron de mis lágrimas tardías y mis pucheros bobos y me dijeron que el libro saldría de todos modos en abril, primavera española.
Tan triste y confundido me encontraba aquellos días en Miami, mi esposa todavía en Washington, yo sin saber adónde ir, dónde esconderme de la ola del escándalo que a buen seguro me tragaría y revolcaría, dejándome lisiado y apestando, que, una tarde cualquiera, fui a una iglesia católica en el centro de Miami y recé de rodillas, llorando, desesperado, pidiendo un milagro. No había entrado en un templo católico hacía muchos años, tantos como doce: la última vez que había ido a rezar en una iglesia había sido la mañana en que fui a ver los resultados de mi examen de ingreso a una universidad católica de Lima: ingresé en muy buen puesto, mis plegarias fueron atendidas, luego me olvidé de la fe religiosa. Pero ahora rogaba un milagro, necesitaba un milagro: que, por alguna razón accidental, fortuita, de fuerza mayor, el libro no saliera; o que, si salía, no llegase nunca a Lima; o que, si llegaba a Lima, mis padres y hermanos lo leyesen y no lo encontrasen tan horrible, tan repugnante, tan imperdonable, y fuesen capaces de seguir queriéndome, superado el mal rato de leerme; o que mi esposa y mi hija por nacer no se alejasen de mí, espantadas por el escándalo mojigato que la novela seguramente desataría. De rodillas, flagelándome, sintiéndome el hombre más vil y despreciable del mundo, lloré y lloré, pedí perdón tantas veces, perdón por haber escrito la novela, por querer publicarla, por no tener en cuenta a mis padres y hermanos y ofenderlos tan egoístamente, por haber querido dedicarme al arte, una obsesión personal, individualista, ensimismada, y no a la política, al servicio público, como me había pedido mi madre, innumerables veces.
A pesar de mis llantos y mis plegarias, la novela salió en abril, no tardaron en leerla pudorosa e insidiosamente en las televisiones de Lima como si fuera una obra satánica, los peruanos compraron miles de miles de copias piratas, la crítica española la alabó sin reservas, se hicieron quince ediciones de Seix Barral solo el primer año, estuvo en la lista de los libros españoles más vendidos, la agencia Balcells me fichó como escritor, recuperé los ahorros que había invertido en escribirla a lo largo de tres años, me pagaron para comprarme los derechos de cine y la hicieron película, y, gracias a Vargas Llosa y Gimferrer, pude convertirme en un escritor. Ninguna de las amenazas tremebundas se cumplió: mi hija fue mi hija y yo, su padre agradecido; no expiré de sida como un perro; mis padres y hermanos sobrevivieron al escándalo y con el tiempo se resignaron y me perdonaron; la televisión me contrató una y muchas veces más, porque el escándalo me hizo más deseable y mejor pagado, qué ironía; y nunca más volví a rezar desesperadamente en un templo católico.
En abril se cumplirán veinticinco años de todo esto, y ahora pienso que aquella fue la decisión más ardua y terrible de mi vida, y que si hice lo correcto no fue gracias a mí, sino a pesar de mí mismo, y que debo tan improbable acierto a Vargas Llosa y Gimferrer, quienes, cuando desmayé y tiré la toalla, me sostuvieron de pie y arengaron a no desfallecer y seguir dando la batalla de ser un escritor, una batalla que no cesa y sigo librando cada tarde, en esta isla de la que no quisiera irme nunca.
Crédito: Infobae
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