Pequeño manual de ética política
Siempre me ha parecido hermosa la definición que hace Hannah Arendt de la política: es el arte de convivir entre los que son diversos. La política trata de los diferentes en su estar juntos sin matarse, sin defraudar la confianza en el orden social y sin degradar la demarcación entre lo que es válido de lo que resulta absolutamente inaceptable. Nadie ha dicho nunca que la política sea el ambiente de los tramposos, los mentirosos y los perversos. Pero el poder, ya lo sabemos, es una gran tentación. Nadie que no esté preparado, en fortaleza y carácter, debería consumir dosis muy altas de poder, porque de inmediato pretenden ser como dioses. Esa es precisamente la tentación original.
Obviamente, ya lo planteó Maquiavelo, que el gobernante tiene un conjunto de obligaciones con la vigencia de esta convivencia que lo aleja radicalmente de los deberes que un cristiano tiene con los suyos y con la salvación de su alma. Al gobernante “le es preciso ser tan cuerdo que sepa evitar la vergüenza de aquellas cualidades que le significarían la pérdida del Estado”. ¿Qué puede originar la perdición de un político? La falta de coraje y el exceso de perversidad. No es que le estén vedados esos dos defectos, pero no debe dejar que ellos lo posean hasta el punto de determinar su ruina. El político que está verdaderamente preparado para conducir la suerte de un país no puede ser un cobarde. La cobardía tiene muchas caras. Todas ellas están relacionadas al actuar indebidamente. José Antonio Marina afirma que el cobarde huye, se desvincula, baja la cabeza, se pliega. Nadie quiere que sus políticos, a la hora de la verdad, se quiebren, se sometan, se paralicen o simplemente se humillen.
El exceso de perversidad es todavía una cualidad peor. Es el político que manosea la realidad, juega con la verdad y la mentira, se solaza en la crueldad, no es capaz de honrar su palabra, y confunde los intereses y deseos personales con los de sus ciudadanos. Claro que el gobernante debe tener opciones siempre a mano, y que la razón de estado es uno de sus determinantes. Pero una cosa es pensar en la preservación del país, que a veces exige tomar decisiones difíciles, y otra muy diferente es invocar al país cuando de lo que se trata es de salvar el pellejo. La corrupción, el uso del poder público para el lucro privado, las transacciones indebidas y los conflictos de interés, nunca forman parte de los argumentos para invocar el uso de las medidas extraordinarias. Maquiavelo lo señala claramente: Es solamente “cuando hay que resolver acerca de la salvación de la patria, no cabe detenerse por consideraciones de justicia o de injusticia, de humanidad o de crueldad, de gloria o de ignominia. Ante todo, y, sobre todo, lo indispensable es salvar su existencia y su libertad”. Un estadista sabio delibera cuales son los riesgos, los costos y cuál es la ganancia. Nadie dijo que el cohecho forma parte de la grandeza de los gobernantes.
Algunos políticos juegan a la extrema corrección. Hablan de paz, amor, diálogo, negociación, transiciones y elecciones como si ellas fueran rutas dogmáticas para resolver cualquier situación. Ellos juegan “al deber ser” olvidando las truculencias de la realidad. Ellos hipotecan cualquier posibilidad de salvación de sus ciudadanos porque prefieren comportarse como párvulos recitando una lección de memoria y esperando el aplauso convencional. No es así como se juega el difícil arte de la política. Que convivan los diversos, mantener el orden social, asegurar la libertad, tiene poco de glamoroso y mucho de determinación. También Maquiavelo advertía contra los buscadores del encomio fácil, “porque si consideramos esto con frialdad, hallaremos que, a veces, lo que parece virtud es causa de ruina, y lo que parece vicio sólo acaba por traer el bienestar y la seguridad”.
Pero esta frase, a veces utilizada para apuntalar el cinismo en la política, tiene que verse con mayor detenimiento. La cordura política está asociada al mantenimiento del poder a cualquier costo, pero no de cualquier manera. Ya para los tiempos del filósofo florentino la gestión pública tenía exigencias incuestionables. “Trate el príncipe de huir de las cosas que lo hagan odioso o despreciable, y una vez logrado, habrá cumplido con su deber y no tendrá nada que temer de los otros vicios. Hace odioso, el ser expoliador y el apoderarse de los bienes y de las mujeres de los súbditos, de todo lo cual convendrá abstenerse. Porque la mayoría de los hombres, mientras no se ven privados de sus bienes y de su honor, viven contentos; y el príncipe queda libre para combatir la ambición de los menos, que puede cortar fácilmente y de mil maneras distintas. Hace despreciable el ser considerado voluble, frívolo, pusilánime e irresoluto, defectos de los cuales debe alejarse como una nave de un escollo, e ingeniarse para que en sus actos se reconozca grandeza, valentía, seriedad y fuerza. En los tiempos modernos, la mentira, el colaboracionismo y la improvisación han causado el descrédito de los aficionados a la política, que, además, desde el balcón de su cinismo se burlan de quienes mantienen sus posiciones y defienden sus principios. Nada más odioso que un esfuerzo inútil, una promesa falseada, una ruta que se transforma en una emboscada. Nada más despreciable que el político tramposo, el que juega a las triquiñuelas, el que no tiene carácter ni aplomo, el que se deja manejar por sus adversarios y el que quiere jugar a ventrílocuo cuando no pasa de ser uno de sus muñecos.
El peor vicio de cualquier gobernante es la corrupción. Porque lo pone en el espacio vacío en el que ni es buen cristiano ni es buen político. Ni responde a la virtud del buen hombre ni tiene forma de demostrar que tiene las cualidades para dirigir a otros. Pero hablemos de eso con detenimiento. En Venezuela está operando una intensa y bien articulada operación de encubrimiento de la corrupción institucional manejada por Odebrecht. Tal vez no sea la única, pero si es la más publicitada. Lo cierto es que la prensa libre acaba de publicar informes completos donde Euzenando Prazeres de Acevedo, presidente de la constructora Odebrecht en Venezuela, confiesa haber manejado un inmenso mecanismo de sobornos que cubre altas esferas del gobierno y también a una parte de la oposición. En el resto de América Latina el escándalo ha tumbado presidentes, perseguido gobernantes, apresado ejecutivos de empresas y demandado una exigente aclaratoria de todos los aludidos.
El caso venezolano es esplendoroso en su tragedia. El régimen al final perdió toda compostura. Ni siquiera intentaron construir obras con sobreprecio. Se dedicaron a pagar las que ni siquiera se construyeron. Fue una orgía del saqueo que explica en mucho la caída de las reservas y la aridez de recursos públicos. No fue el imperio, ni el bloqueo, fue la imposición de una cultura del robo descarado y el cinismo de la propaganda. Creyeron que era suficiente con el anuncio y la puesta en escena. Así ocurrió también con la trama de Derwick Associates, y las consecuencias terribles en términos de la infraestructura eléctrica. ¿No les parece a ustedes que hemos sido poseídos por el demonio del desparpajo? El problema es que la corrupción institucional involucra lo público y lo privado, el gobierno y su oposición, como si fuera posible intentar una inmensa mordaza. Perdonen en todo caso que me preocupe mucho más la corrupción entre nosotros que la que malogra al régimen.
Podría ser que el corruptor tenga interés en mostrar un país infestado de corruptos y además tenga ganas de cobrarse la última factura en términos de involucrar en el charco a quienes son inocentes. Pero aquí de nuevo nos conseguimos con imperativos éticos irrenunciables. El político correcto tiene que dar la cara, asumir los costos de una acusación como esa, defenderse y argumentar apropiadamente. Quien así lo haga, podrá contar con la indulgencia de los ciudadanos, y la expectativa del debido proceso con presunción de inocencia. Lo totalmente cuestionable es lo que aquí ha ocurrido con una corriente de la oposición, que en lugar de exigir las debidas aclaratorias, pretenden todo lo contrario: relativizar el hecho, transformarlo en una circunstancia menor, hacerlo pasar por una situación producida por la extrema necesidad o por la extrema injusticia. Hacer buena la pésima política de los dos raseros, insistir en la lógica particularista que exculpa a los propios con la misma intensidad que acusa a los contrarios. El más absoluto familismo amoral que quiere convertir a todos los ciudadanos en cómplices, o por lo menos, exculpadores magnánimos de una sinvergüenzura.
¿Qué es el familismo amoral criollo? Es poner encima de cualquier consideración racional-institucional la necesidad de privilegiar la relación con las personas que forman el círculo primario de pertenencia, subordinando a la convivencia interpersonal cualquier criterio de productividad; Y en segundo lugar, el asumir como regla preferencial de actuación la que impone “la maximización de las ventajas materiales o de prestigio social inmediatas (“inmediatas” está usado en el sentido de “a corto plazo”) para sí mismos y para su círculos inmediatos de pertenencia, suponiendo que todos los demás actores hacen exactamente lo mismo”. Los que viven dentro de este ethos no son capaces de discernir apropiadamente entre espacios, tiempos y contextos, y asumen como dogma utilizable para cualquier propósito las versiones determinadas por los grupos en los que coexiste. Es familista amoral aquel que, en lugar de exigir claridad, quiere imponer complicidad. Y va más allá, es capaz de tergiversar la realidad y tratar de reinterpretar los hechos para hacerlos más permisivos.
Este tétrico argumento plantea nada más y nada menos que los políticos de la oposición han debido corromperse para luchar contra la corrupción. Y que eso es bueno. Incluso épico. Lo que pasa es que en el camino no se aprecia demasiada lucha y si una coreografía de colaboración en donde nada termina de salir de su quicio. Lo que se aprecia es lo obvio. Que el dinero de la corrupción compromete y amarra, define discursos, limita las acciones, y engatilla a los liderazgos. Eso no tiene nada de heroico. Recordemos la frase de Maquiavelo: “A causa de estos regalos, la juventud se corrompía y prefería la licencia propia a la libertad de todos”. La corrupción envilece.
Cuando se hace política desde los principios, el origen del dinero si importa. La cualidad de los aliados es también decisiva, y la estrategia es entonces la diferenciación. Una coalición unitaria que tenga flacidez en su integridad, que no aclare ni una cosa ni la otra es solamente un esfuerzo de institucionalizar el familismo amoral y de darle continuidad a una dirigencia de impresentables. Odebrecht dice que dio millones de dólares a la campaña de la oposición. Eso no se puede esconder bajo la alfombra. Porque además hemos sido testigos de uso de recursos para encumbrar liderazgos y líneas partidistas, que además se hicieron con liberalidad presuntuosa, incluso llegando a financiar y patrocinar encuestas y líneas de opinión que se comportaron como furiosos censores de las otras alternativas. ¿En eso se usó el dinero sucio?
Volvamos a Maquiavelo. Cuando la democracia se degrada a licencia (donde todo vale) rápidamente se trastoca en una tiranía. “Donde no hay esta honradez no cabe esperanza de bien alguno”. Por lo tanto, es inútil esperar que la república pueda restaurarse desde la corrupción. Ya sabemos que ese dinero provoca compromisos para que esa corrupción continúe. Pero hay que ir más allá. El político honesto debe parecerlo. Maquiavelo estudia el caso con fruición y llega a señalar que “aquellas repúblicas donde se conservan incorruptibles las instituciones no toleran que ciudadano alguno sea o viva como noble…hasta el punto de que, si alguno cae en sus manos, lo matan por considerarle principio de corrupción y motivo de toda clase de escándalos”. Lo que pasa es que desde antiguo el ser y el parecer están fusionados en la congruencia. No puedes ser el líder de un país perseguido y hambreado, y pasearte por el mundo usando pasajes de primera clase. El exilio político siempre es estoico. Algunos no pueden con eso.
Algunos indigestos intelectuales pretenden ser los heraldos del “todo vale”. Los que terminan creyéndolo también acaban desfigurados. Maquiavelo presentó un dilema concluyente para el político: Ser amado o temido. Al respecto concluyo que, como el amor depende de la voluntad de los hombres y el temer de la voluntad del príncipe, un príncipe prudente debe apoyarse en lo suyo y no en lo ajeno, pero, como he dicho, tratando siempre de evitar el odio, y sorteando los obstáculos del desprecio. Nadie sigue a un “pirata”. Nadie se engancha con una “rata”. El secreto de la política es la integridad. Lo que siempre está en juego es el respeto de los ciudadanos, porque como lo advertía Virgilio en La Eneida “Si entonces ven un hombre que tiene autoridad por sus méritos y valores, callan y lo escuchan con los oídos atentos”.
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