El poder insensato
En el libro de Jeremías, capítulo 6, el profeta dice: “Así habla el Señor: Deténganse sobre los caminos y miren, pregunten a los senderos antiguos donde está el buen camino, y vayan por él: así encontrarán tranquilidad para sus almas. Pero ellos dijeron: ¡No iremos!”. Nada más irracional que saber cuál es la ruta y elegir la contraria. Sin embargo, no debe resultarnos extraño porque muchas veces hemos resuelto transgredir el buen juicio para ir tras el abrazo del fatal error.
La sinrazón es conspicua al ejercicio del poder, y en general a las relaciones políticas. Barbara Tuchman, en su portentosa obra “La marcha de la locura”, atinó al señalar que la insensatez tiene por lo menos cuatro características. La primera es que resulta claramente contraproducente a los intereses de quienes la practican. Terminan siempre arruinados o devastados. La segunda, tienen que haber alternativas de acción claramente discernibles. No es una fatalidad o una catástrofe que obliga a sufrir las consecuencias calamitosas de un patrón de malas decisiones. Es un acto libre, pero errático, que sume a los países en la degradación y la barbarie. La tercera es que no es el producto de una personalidad sino la de un grupo, tal vez una sociedad entera, que se tira al abismo sin que no haya nadie que la detenga. La cuarta es la testarudez con la que se asume una y otra vez la misma ruta perniciosa, porque podría ser que las causas de la debacle sean repetidas, o hayan sido experimentadas por otros antes, y sin embargo los necios la asumen como propia, la encaran como si fuera inédita, e irresponsablemente la cargan de buenos, pero insostenibles augurios.
Y en este cuarteto de características se encierra la tragedia. Los contemporáneos de las épocas de insensatez comparten la necedad, la exacerban, la transforman en un deber, la asumen como un imperativo ético, y por esa vía se disponen a ser víctimas fatales de una temporada de estupidez y desmesura. Lo peor es cuando varias corrientes de la misma insensatez se cruzan para condenar a un país al derrumbe. Los pueblos se equivocan constantemente. Las sociedades viven de error en error, perdiendo oportunidades y confiriéndoles mandatos a los menos aptos. Los ciudadanos confunden la encomienda y las competencias para encargar un mandato. Y por supuesto, niegan rotundamente oportunidades a los más aptos por las circunstancias más estrafalarias.
Que los venezolanos hayan corrido a abrazar con febril idolatría a un oscuro comandante militar hasta convertirlo en el Atila de la república es solamente un ejemplo. Los mexicanos no lo están haciendo mejor que nosotros. Y los nicaragüenses tampoco se dieron el lujo del discernimiento. Porque la gente cree en lo que quiere creer, no importa si luce estrambótico o insostenible. Nadie, al parecer, hace cálculos racionales, y deja que sus emociones más básicas decidan su futuro.
Delcy Rodríguez, en un ataque súbito de sinceridad, reconoció hace muy poco que su participación en la revolución era sobre todas las cosas un acto de venganza. Pero no fue la única, porque el resentimiento era generalizado. Cada uno tenía una factura que pasarle al gobierno, y al final se la imputaron a sí mismos. ¿Tiene algo de razonabilidad el intentar la venganza desde el gobierno? ¿Tiene algún sentido condenar al país a décadas de penurias porque había hartazgo con la clase política dominante?
Pero sigamos la línea argumental de Barbara Tuchman. Para ella la testarudez es una fuente incesante de autoengaño. “Consiste en evaluar una situación de acuerdo con ideas fijas preconcebidas, mientras se pasan por alto o se rechazan todas señales contrarias. Consiste en actuar conforme a nuestros deseos, sin que nos desvíen los hechos”. Ella describe lo que es una epidemia de estupidez, que en cada flanco de la misma sociedad devastada tiene sus énfasis.
El régimen pretende salir de su propio barranco aplicando las mismas medidas que lo lanzaron al despeñadero. Una economía excluyente, arbitraria, sin reglas claras, habilitada únicamente para el saqueo, despreciadora del mercado y la propiedad, violenta y brutal en sus métodos, esporádica en el uso de eufemismos, agotada en su credibilidad y patrocinadora de un sistema de mafias que se ha estratificado y expandido a todas las actividades de la vida nacional. Por otra parte, la oposición oficial insiste en diversas gradaciones de lo mismo, negociar serialmente, y pedir condiciones electorales justas, también serialmente. Además, usando la misma inhabilidad, los mismos incapaces y para colmo, el mismo “mediador”, el expresidente español Zapatero, que poco a poco ha abandonado cualquier máscara de pudor y ahora opera con descaro un desbalance que ratifica la ruta errónea que varias veces han recorrido. Pero no solamente eso. Creo que ya llega la hora de decir que todo esto lo han hecho con paroxismo sectario, sacando del juego a todos aquellos que les resulten incómodos para la componenda, como son los casos de María Corina Machado, Antonio Ledezma y la coalición Soy Venezuela. Les estorba porque les complica la vida el contraste.
Ideas fijas y la constitución de una coalición de la sinrazón donde hay que incluir, además de los políticos, empresas corruptas, intelectuales, periodistas, influenciadores, dirigentes gremiales y los llamados “bonholders”, que parecen coaligarse para conducir, con disciplina y desparpajo, a todo el país al desfiladero, pretendiendo eso sí, preservarse ellos. En eso consiste la marcha de la locura. Y si, hay que decirlo una y otra vez, porque entre todos han creado una costra de intereses malsanos, aprovechándose del impacto e influencia que todavía tienen en algunos sectores de la sociedad venezolana. Pero aquí no termina esta trama de insanias, porque todo esto se aliña con una buena dosis de falacias, malentendidos y las peores atribuciones posibles al diletantismo opinático que opera como una maquinaria aceitada, para repetir lo mismo, y ser consecuentes con una versión oficial de la realidad que nos condena a una larga época de servidumbre. Es muy osado seguir manteniendo como centro de nuestra atención a los que nos han defraudado una y otra vez. Peor aun es darles el beneficio de la duda y mantenerlos al frente del país.
Pero recordemos otra cosa sobre la testarudez. También es negarse recalcitrantemente a aprender de la experiencia. ¿Hasta cuándo estirarán la misma cuerda que ha demostrado su inutilidad, una y otra vez? La terquedad es la consecuencia de la falta de imaginación y muy poca formación política. Esa aridez de alternativas solo es posible cuando no hay reflexión suficiente, cuando el carácter no se ha formado apropiadamente, o cuando intereses subalternos operan con la fuerza de la extorsión. Algunos no saben hacer nada diferente a lo que han hecho en los últimos veinte años. Unos expertos en tiranías, y otros expertos en hacerle el juego a la tiranía. Una especie de coreografía perfecta donde nadie pierde su papel ni arriesga su protagonismo.
Otra forma de verlo es a través del quiebre de la economía fundada en el capitalismo de estado y la planificación central. Al parecer la realidad y sus terribles vivencias no son lo más importante. Se impone una terquedad asombrosa que se traduce en mantener la causa raíz del error, sin importar los costos. Que haya un diálogo fluido en el idioma intervencionista, que ambos bandos debatan sobre la mejor forma de perfeccionar el estado patrimonialista, que coincidan en la preponderancia del gobierno en detrimento de las libertades, y que conjuntamente desafíen la cordura al practicar un discurso populista centrado en empresas del estado, organismos reguladores, agencias normativas, y controles para toda iniciativa, resulta una evidencia esclarecedora de la comunión en el error. Ni que decir de ese despropósito de pedir indexación de salarios en época de hiperinflación.
El contraste no solo es necesario sino enriquecedor. La cordura reclama intentar otras vías y otras posibles soluciones. Mercado libre, empresas liberadas del intervencionismo, propiedad protegida del saqueo, y condiciones estables para el fomento del ánimo emprendedor deberían ser componentes esenciales de un proyecto alternativo. Así como la no reelección presidencial y un sistema de doble vuelta resultan útiles para cercenar la ambición desmedida y la lógica perversa de la complicidad entre compinches, como si el país se tratará de la cueva de los cuarenta ladrones. Es buena la diferencia entre un discurso demagógico y permisivo, que juega al circo y se arriesga al espectáculo, y otro que plantee con seriedad y parsimonia una agenda para la recuperación del país donde todos tendremos que seguir agregando esfuerzos para restaurar la libertad y las instituciones republicanas. No es transmisión de mando sino transición y nuevo mandato lo que se impondrá.
La prepotencia y la inhabilidad para ceder al buen juicio es también causante de muy malos resultados políticos. La forma como se trata a los presos políticos. La imposibilidad de encontrarle un quicio a la represión, las jugarretas con los procesos simulados y la sospecha generalizada propia de los “policial-socialismos” son rutas temerarias que tarde o temprano conducen al desastre. No se puede arremeter contra los cuadros medios de las FFAA y pretender que ello contribuya a la lealtad legítima de una institución que es valiosa para la república. El asolarlos de esa forma solo puede propiciar un realineamiento porque la fuerza usada brutalmente no provoca cohesión. Así como tampoco tiene sentido el corretear a dirigentes políticos, llevarlos al exilio, mantenerlos amedrentados, forzar a un mínimo funcionamiento de la Asamblea Nacional y mantener al TSJ legítimo en el exilio por razones de extrema necesidad. ¿Alguien puede pretender que eso sea sostenible?
Por último, hay mucha enajenación en el nihilismo que hace de la duda y la descalificación un refugio para la inacción. La inconformidad malcriada, la incapacidad para apreciar los pequeños avances, el desprecio por el coraje que no es temerario pero que si es sistemático, el desdén por el que decide resistir, quedarse y luchar, la distancia jactanciosa con los que, desde cualquier lugar del mundo, cooperan genuinamente para que la tiranía se derrumbe más temprano que tarde, y la campaña de desaliento constante, como si fuera una alternativa la derrota definitiva, son todas ellas parte del mismo síndrome de la insensatez y el absurdo.
El bamboleo dubitativo que implica reconocer que una de las opciones tiene el valor y la razón de su parte, para inmediatamente advertir que igual no la apoyan, tiene que calificarse de disparate, otro de los atributos de las épocas en las que una sociedad completa ha perdido la razón. Pero igual se podría decir de los que fungen como viudas de unas elecciones que no pasaron de ser una farsa electoral y que laceran la prudencia con la que la sociedad venezolana se abstuvo de participar. Unos hieren con la inconsistencia entre lo que piensan y lo que hacen. Y los otros malogran la ciudadanía con la perversidad con la que sostienen el error y lo encumbran como razón para el castigo social. Los primeros deben definirse cuanto antes. Los segundos deberían retractarse de inmediato. Pero de ser así, no estaríamos en la marca de la locura del socialismo del siglo XXI. A los pocos que caen en cuenta de que el despeñadero está cerca bien les vale lo que reza el salmo 74: “Ya no vemos señales ni quedan profetas: No hay nadie entre nosotros que sepa hasta cuándo. ¿Por qué retiras tu mano Señor, y la mantienes oculta en el pecho? Levántate Señor y defiende tu causa, recuerda que el insensato te ultraja sin cesar.
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