La democracia actual padece una corrosiva defección de élites. Y la sufre por su derecha
La clase dirigente

El presidente de Estados Unidos, Doland Trump, junto a su hija Ivanka en la Casa Blanca el pasado 11 de octubre. AFP / GETTY IMAGES

Las democracias tienen algún que otro severo problema. Uno no menor es la recluta de gobernantes. Es evidente que no se hace la misma en los partidos conservadores que en las izquierdas. Son distintos los canales, los ritos y las pruebas. En los primeros los intereses de clase son evidentes. De siempre se han destacado familias o individuos cuyo encargo ha sido representar y gestionar, dentro de un discurso común y exportable, los valores y las decisiones de quienes forman la élite social del país. Servir es honorable y las familias lo aceptan. En la política de la democracia también hay sagas. La formación de élites en el caso conservador se hace por consenso y delegación, de entre personas y familias de confianza. En la otra esfera social, la masa informe de las clases medias, por probado activismo. Los unos han de ser de confianza, los otros tienen que concitar voluntades.

Pues bien, ya no funciona. La democracia actual padece una corrosiva defección de élites. Y la sufre por su derecha. Las clases altas huyen de la política como de la peste. La vigilan, pero desde luego no les gusta. Es una tarea sobreexpuesta, bajo el escrutinio público constante, sujeta a la crítica de cualquiera, y, sobre todo, mal pagada. Nadie quiere eso para sus hijos. Ni siquiera para sus hijas. No es de buen gusto. Los herederos y continuadores se sienten mucho mejor amparados fuera de los focos y en puestos discretos, proporcionados por las propias redes familiares, en los que los beneficios pueden hacer crecer el prestigio y el patrimonio sin tonterías ni sobresaltos. Con elegancia y tacto. Y sin tener que tratar con gañanes.

Las élites huyen de la política como de la peste; es una tarea bajo el escrutinio público constante y mal pagada

Sin embargo, la política sigue existiendo y alguien la ocupará. Digamos que abandonarla del todo no es sensato. Esto vino a ocurrir durante los fascismos y el resultado fue brutal. Conviene vigilarla, pero sin demasiada familiaridad. Los partidos, también los conservadores, necesitan una ingente cantidad de membrecía que de alguna parte ha de salir. Y eso es lo malo, el de dónde sale. Ese es el territorio que se deja, no sin cierto temor, a un tipo novedoso de gentes.

En una democracia el principio de mérito no puede ser públicamente escarnecido. El Homo novus tiene que venir avalado por sus valías. La universidad resulta el ascensor social por excelencia, y los títulos, la prueba del esfuerzo y desempeño. Hay simplemente que buscar en las filas de la ambición. Esta estrategia a veces resulta. Thatcher, sin ir más lejos. Cooptación de la decidida inteligencia que, ya lo escribía el gran conservador ilustrado Mösser, siempre viene de abajo. Pero últimamente este mecanismo renquea. Es como si para nada sirvieran los filtros. En cualquier saga puede aparecer un miembro díscolo que tire por tierra la discreción acumulada. Pero en el nuevo modelo de cooptación parece que no hay manera de fiarse de nadie. Quienes vienen a cumplir y llenar las filas son para echarles de comer aparte. Parecen gentes del trepar que inventan como pícaros papeles curriculares, que tienen conexiones peligrosas, modales, como poco, preocupantes y que, para más susto, se muestran díscolos. Están cuandizquierdao se les busca mientras no han crecido, pero desobedecen en cuanto sacan cabeza. Eso jamás ocurriría si estas élites sociales siguieran tomando sobre sí el trabajo del gobierno, pero es que es tan duro y está tan denostado que casi llega a ser afrentoso. No van a hacerlo.

La peor consecuencia es que todos seremos gobernados, esporádica o continuadamente, por vivales. Incluso la democracia griega, que poco se parecía a la nuestra, llegó a conocer el caso. Los llamó demagogos, esto es, los que llevaban a demos, el pueblo, agarrado por las narices, como si fuera un animalico. Así retrata Aristófanes a uno: “Tienes todas las dotes que se requieren para ser un gobernante… Voz estridente, nacimiento bajo y modales callejeros. Eres el político perfecto”. En tales manos es una grave imprudencia dejar los asuntos comunes. Y, desde luego, lo es también pretender que los tales no vayan a satisfacer las pasiones primarias, de las que incluso un perfecto retoño no está libre: robar a salvo y exigir volquetes de putas. Son estas nuevas gentes como aquellas de las que se decía “que no tenían temor de Dios”, porque, en efecto, lo habían felizmente superado. A los unos les preocupan porque quizá sean también capaces, llegado el caso, de morder la mano que les da de comer. A los demás porque son una enfermedad grave de la forma de gobierno más perfecta que hemos llegado a conseguir.

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