La niña abandonada
Sábado 14 de octubre. Las redes sociales difunden que una niña recién nacida fue abandonada en la 4ta transversal de los Palos Grandes, municipio Chacao. Quién sabe con qué nombre nació, o si a la madre, desesperada tal vez, o desolada por la imposibilidad de mantenerla, decidió no pensar en ninguna iniciativa que la transformara en un hecho singular. Para ella quedaría en su memoria como una niña, sin el molesto complemento del nombre, nada que le recordara la incómoda situación en la que tuvo que abandonarla. Las redes asumieron que una niña sin nombre conocido fue abandonada en las calles de Caracas, el mismo día y tal vez a la misma hora en que moría un ciudadano a causa de un incendio imposible de reducir porque en El Cafetal -urbanización donde ocurrió el siniestro- no había agua, ni los bomberos de la ciudad contaban con los equipos apropiados para combatirlo eficazmente. Intenté buscar más datos de la víctima, dicen que murió con su mascota, pero fue imposible conseguir más precisiones.
La cotidianidad está llena de tragedias. Nadie puede imaginar cuanto dolor o cuanta deshumanización pueden cargar encima los que deciden abandonar a un niño recién nacido, luego de haberlo llevado en el vientre nueve meses. Tampoco podemos saber qué fue lo que pensó en el último instante de cordura aquel que se vio entrampado en una casa llena de rejas en el instante en que una bocanada de humo lo desmayó para luego ser sometido al fuego hasta volverlo cenizas. Él y su mascota, tal vez espectadores mutuos de la insensatez de un país que no da para mucho más. Si no te enrejas eres víctima de la inseguridad. Si lo haces, eres víctima de la fatalidad de un incendio que nadie puede apagar. Eso sin sumarle al día el intenso abrazo de los que se despiden para siempre, o del que sabe que es inútil, que la batalla contra la escasez o la inflación la tiene perdida por anticipado. O la extrema perplejidad con la que se rechazan excusas oficiales tan absurdas, y en esa misma medida tan obscenas como la guerra económica, la conspiración planetaria, las sucesivas conjuras para explicar lo inexplicable, o simplemente para encubrir los resultados nefastos de una maquinaria política que se ha ensañado contra el país, que ha dejado a los ciudadanos a la buena de Dios y que se resiste a rectificar.
¿Cómo es posible que millones de personas se vean sometidas al hambre y a la muerte por un régimen impopular que se tiene que imponer por la fuerza pura y dura? Esta pregunta no es menor. Alude a la responsabilidad política de un amplio sistema de cooperación que, sin embargo, no cae en cuenta que sus aportes se transforman en millones de pequeñas, medianas y grandes tragedias personales que en su conjunto han transformado a Venezuela en una condición insoportable.
El país está sometido por una burocracia indolente. Los registros oficiales afirman que más de dos millones de venezolanos están trabajando en el sector público y, por lo tanto, son parte activa de esta calamidad de la que ni ellos mismos se pueden salvar. Ellos tienen que saber a lo que contribuyen y cuál es la matriz de ganancias y costos que le aplican a su propia vida para seguir participando o llegado el momento, renunciar. Algunas veces nos sorprende, por ejemplo, que los que hasta hace muy poco eran jueces parciales y cínicos, ahora están pidiendo asilo en algún país que les garantice lo que aquí ya no tienen, pero sobre todo lo que nunca concedieron a sus víctimas procesales. Lo mismo ocurre con policías, efectivos militares, represores profesionales, aquellos que han perseguido a la disidencia e incluso han torturado y violado derechos. Se van porque no soportan, pero ¿tendrán conciencia de lo que han posibilitado a través de su participación hasta el momento mismo en que dejaron de hacerlo? Los que todavía no se han ido, ¿tienen claridad sobre lo que su aporte al engranaje totalitario posibilita en términos de penurias, dolor y muerte? No vengan a decir después que ellos no hacían otra cosa que su trabajo, y que por lo demás nunca se imaginaron que su participación era determinante en la suerte del país. Que nunca repararon que organizar y repartir cajas del CLAP los hacía partícipes de un sistema deliberado de exclusión y de domesticación por hambre. No cabe luego argumentar que ellos eran militares, policías o funcionarios de inmigración cuya labor no tenía como incidir en la violación de derechos. Y que no tienen nada que ver con aquel que asesinó o simplemente se excedió. No vale el argumento cuando cada uno decide ser parte de esa masa agresiva que se pasea por las calles para amedrentar y asfixiar la protesta. No es así como funciona.
Hannah Arendt reflexionó sobre el mal toda su vida. Al final llegó a conclusiones determinantes: “El mundo de la política en nada se asemeja a los parvularios; en materia política, la obediencia y el apoyo son una misma cosa”. Para ella siempre estuvo claro que, llegado el momento, solo hay dos flancos extremos sin espacios grises. O te colocas del lado de la humanidad, o te conviertes en criminal. Porque se trata de eso, de decidir qué se apoya y qué no. De plantearse hasta donde se respalda y complemente una política decidida por una cúpula atroz que se tomó el derecho de decidir unilateralmente, y prevalida de la fuerza, quien vale y quien no vale. Quién tiene la razón y quién no. Quién vale la pena y quién no. Quién es el enemigo, y quién no.
Porque el régimen, que son todos los que colaboran con el mantenimiento de esta situación, ahora ha lanzado una nueva ofensiva. Quiere controlar cada calle, determinar lo que piensa, dice y hace cada persona, para garantizarse su propia supervivencia. Esa gente que está en las bases de la política de exclusión y persecución debe saber que con lo que haga al respecto se está transformando en la esencia de la violencia ejercida contra mayoría indefensa. Luego no digan que no sabían, que no creyeron nunca en el alcance desalmado de sus pequeñas acciones. En la constitución del totalitarismo nada es poca cosa. Todas ellas cooperan en la constitución de crímenes contra la condición humana, irreversibles como el abandono de un niño, la muerte de un anciano, el hambre acumulada que nubla la mente de un escolar, o el sufrimiento insólito de la madre de un preso político. ¿Tienes hombros para resistir tanta culpa?
Hannah Arendt reflexiona contra la gratuita brutalidad. Advierte contra los excesos gratuitos. Contra la infamia aplicada sin medida. Por ejemplo, el que sostenía la cámara que registró el video del diputado Requesens, obviamente drogado y violado en sus garantías ciudadanas. El que raciona la comida que los familiares llevan a sus presos. El que cuida la puerta de la sala de torturas. El que resguarda los secretos. El que suple los materiales a esos centros de represión. Todos forman parte de la misma maraña de ferocidad, porque la mano del que tortura no solo recibe órdenes. También recibe el respaldo de todos aquellos que le hacen vivible la vida cotidiana. ¿Tendrá el centro de torturas el recuadro donde se coloca al empleado del mes? ¿Celebrarán cumpleaños con la torta de ocasión? Hay demasiadas cercanías cómplices para que opere un totalitarismo salvaje como el que nosotros sufrimos. Los excesos solo agravan la culpa.
Porque si algo es conspicuo a todo gobierno totalitario es que para permanecer debe contar con una organización de funcionarios cuya obediencia se espera. Pero la obediencia es, en si misma, un acto intensamente moral. Se obedece porque se acata. Y se acata porque se está de acuerdo. Y si bien es cierto que toda burocracia intenta deshumanizar a los hombres hasta reducirlos a asiduos funcionarios y simples ruedecillas de la maquinaria administrativa, nadie puede negar que más allá del rol y de la obediencia prometida hay un individuo provisto de cualidades morales suficientes para entender a qué objetivos está sirviendo. No hay excusas. Arendt no concibe como válida la pueril justificación del burócrata. “En otras palabras, ante la ley, tanto la inocencia como la culpa tienen carácter objetivo, e incluso si ochenta millones de alemanes hubieran hecho lo que tú hiciste, no por eso quedarías eximido de responsabilidad”. Cada uno sabe su aporte. No tiene derecho a decir que solo hacía su trabajo.
No hay excusas para la ruina petrolera. Allí cada trabajador puso su aporte de silencio, tolerancia y malos manejos. Igual para el resto de las empresas. Lo mismo para cada rincón de la extensa burocracia socialista. El niño abandonado, la falta de agua en Caracas, el incendio mal atendido por bomberos desprovistos, todas esas tragedias y millones más, han sido deliberadamente producidas por un régimen ampliado de colaboración en la que todos han puesto su granito de arena. Cada vez que se replicó una mentira. Cada aplauso. Cada una de las miradas complacientes. La mano que maneja la cámara. El conductor de los equipos de represión. Los que toleran un falso medico comunitario. Los que invocan falsas consignas y oyen falsas canciones. Todo aporta a un resultado tan desolador como la decisión de una madre que abandona a su hijo. Son tiempos extremos. O estas del lado que reprime, o del lado del reprimido. La desafinada desarmonía totalitaria se vale de todos. Y cuando todo esto pase, no vale invocar la excusa de la ignorancia o la insignificancia. Nadie puede dejar de saber. Ninguno es demasiada poca cosa para no aportar de un lado o del otro.
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