(ARGENTINA) La amenaza del peronismo «salvaje»

A la hora de los postres, Gostanian pidió una inmensa isla flotante y varias cucharas, y los ruidosos adláteres del precandidato comenzaron a devorarla en solidaridad. Corría el turbulento año 1988, la dura interna justicialista se había lanzado y el enemigo total era el gobernador de la provincia de  Buenos Aires . Cuando  Carlos Menem ingresó al restaurante Look recibió una ovación, y al sentarse a la mesa, le clavó la mirada a un periodista que asistía a esa cena en calidad de testigo privilegiado: Juan Bautista Yofre. «Tata, ¿qué imagen damos?», inquirió Menem. Yofre, con la mano derecha, señaló a los devoradores de la isla flotante e incluyó a su exótico caudillo: «La imagen de una banda de salvajes». Luego atemperó: «Pero, ¿sabés? Vos vas a ganar». Sorprendido, el gobernador de  La Rioja le preguntó por qué. «Porque ustedes son el peronismo en estado puro, químico». Y le dio un consejo: «Me dicen que  Antonio Cafiero te quiere desafiar a un debate público y yo aceptaría con una sola condición». Menem estaba ansioso. «¿Cuál?», quiso saber. Entonces, el Tata Yofre le explicó: «Antes de ir al debate, tiene que reconocer que es un socialdemócrata, que se siente cómodo con Alfonsín, porque vos estás llamado para otra cosa».

La escena forma parte del libro Dios y la patria se lo demanden, en el que Yofre revela archivos secretos y anécdotas personales de la política. Pero aquel diálogo no resulta hoy meramente anecdótico; tiene la enorme virtud de recordarnos la intimidad de un sentimiento inenarrable que prevaleció en la cultura peronista: entre la vocación acuerdista y republicana (la normalidad), y el salvajismo transgresor y antisistema (la anomalía), el corpus de militantes y adherentes siempre se terminó inclinando por la segunda opción. Cafiero y Bordón llevaban impresa en su frente la derrota, y luego los Kirchner representaron ese «estado puro y químico» del peronismo, que les permitió triunfar y que tanto daño le provocó a la Argentina. La fuerza de Perón fue creada para demoler la democracia liberal, y aunque su numen fue cambiando de parecer a lo largo de los años, el pecado original permanece: el republicanismo es un acto contra natura. No sabemos qué habría sucedido si en lugar de enviarlo a la Italia fascista, a Perón lo hubieran destinado a la Inglaterra de 1939. Tal vez el «gran conductor», en lugar de copiar a Mussolini, hubiera conocido al escritor Winston Churchill, y hoy seríamos Australia y no esta república bananera. Lo cierto es que quienes intentaron jugar el juego fueron acusados de ser «peronistas del sistema», de haber sido cooptados por la «miserable partidocracia» y de no ser lo suficientemente «salvajes», condición que falsamente vinculan con las bondades de lo plebeyo. También con el irresistible encanto de lo incorrecto y lo impresentable, y con la ambición sin límites; condiciones presuntamente esenciales para cabalgar a la bestia: un país corrompido y chantapufi, admirador de la viveza criolla, que precisa rienda corta y caudillo, y no finos cultores del legalismo y el Pacto de la Moncloa.

Roberto Lavagna intenta, una vez más, luchar contra esa corriente y reconstruir esa aspiración utópica y eternamente fallida a la que denominan «peronismo republicano». Que consiste en representar «a la otra Argentina» sentándola a la mesa y no pateando el tablero, como quieren los socios de la revolución bolivariana. Si lo lograra, el dólar no estaría tan intranquilo, puesto que las alternativas no serían peligrosas e irreductibles; no habría una discusión de sistemas de vida, como experimenta nuestra sufrida nación en este año dramático. Lavagna coquetea con la «socialdemocracia» cafierista cuando dice encarnar «el centro progresista», y cuando le asigna un lugar simbólico en su hipotético gobierno al propio Bordón; también cuando apela a una alianza con socia-listas santafesinos y radicales desencantados. Tal vez lo más interesante de ese diseño sea algo que flota, pero no se dice: el posible alumbramiento del posperonismo. Una síntesis, por fin, superadora. Lavagna, que está encantado de conocerse, alude inconscientemente a ella cuando repasa a sus estadistas favoritos. Que soslayan la grieta entre liberales y revisionistas: Urquiza y Sarmiento, Roca y Perón, Frondizi y Alfonsín. Aunque, es obvio, todo esto no pasa de ser una ocurrencia de la literatura política, porque pese a su buena imagen, los encuestadores no le asignan chances reales. Salvo, claro está, que la Argentina acuse un nuevo accidente macroeconómico y los «invisibles» busquen la «tercera vía» y metan al posperonismo en el ballottage. En ese escenario, podría vencer a Macri o a Cristina. Un verdadero milagro.

Los problemas que enfrenta Lavagna no se limitan, sin embargo, a la tara histórica del Movimiento (optar siempre por los «salvajes») ni a la eventualidad de una nueva crisis financiera. La verdad es que si él no puede gobernar al peronismo, difícilmente pueda gobernar el país. El asunto conecta en algún punto con su mentor, Eduardo Duhalde, que según las crónicas está muy ocupado en dos tareas: el armado político de su exministro de Economía y el operativo «borrón y cuenta nueva», que consiste en acabar con los dolores y las molestias de quienes jamás habían sido alcanzados por la Justicia en toda la historia vernácula. Me refiero a los empresarios coimeros del establishment, los sindicalistas multimillonarios y los justicialistas enriquecidos que se encuentran bajo proceso, sentencia o prisión preventiva. Esta entusiasta operación de salvataje se realiza sobre la coartada de la «unidad nacional» y porque se presume «inviable» una república que habilita el juzgamiento de los jerarcas del statu quo: no hay inversión ni estabilidad ni crecimiento si los pilares de la sociedad están a la sombra o en sus confines, murmuran. La idea cuenta con muchos financistas, puesto que los involucrados son hombres de gran fortuna, y evoca otra tendencia recurrente dentro del peronismo: propiciar de vez en cuando un indulto. Con mucho éxito, la cúpula logró amnistiar sus propios crímenes de la década del 70, que se llevaron a cabo desde el Estado, con la activa participación de los sindicatos y la firma del Consejo Nacional Justicialista. Después, en 1983 y en consonancia con aquel horror que anticipó e inspiró la represión militar, el PJ llevó en su morral un premonitorio indulto para las Fuerzas Armadas. Es así como Lavagna, convocando el espíritu de Cafiero, corre el riesgo ahora de transformarse en Luder: una figura respetable rodeada de impresentables que propician un perdón generalizado. Ningún favor se hace a sí mismo al anunciar que no hablará de la corrupción durante la campaña. Quiera o no, esa lamentable elusión lo pone en sintonía con su mentor y daña su cuidada imagen, aunque tal vez funcione como una «prueba de amor» o de confianza hacia el interior del pejotismo, que antes de aceptarlo necesita la certeza de que el jefe no se bañará cada mañana en agua bendita.

Heladera mata cuadernos, y esa verdad del voto relaja al populismo. Pero nadie puede estar muy seguro de cómo impactará a la hora de la verdad, y menos en un proceso de bronca generalizada. De hecho, la corrupción y el miedo le pusieron un techo a Cristina: ella ya sabe que sola pierde. El clamor de Wado de Pedro para que Massa se les una muestra el grado de desesperación. De lo que trata toda esta novela peronista es de que vuelvan a servirles la isla flotante y les repartan las cucharas. Siempre se trata de eso.

Crédito: La Nación

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