El tabú político que nadie quiere abordar

Cuando Guy Sorman era apenas un estudiante aventajado, allá por los años sesenta, su legendario profesor le habló inesperadamente de los argentinos. Raymond Aron, antagonista de Sartre y objetor de las cíclicas ideas totalitarias de cierto intelectualismo europeo, fue uno de los más grandes pensadores del siglo XX, y en aquella París políticamente primaveral, le advirtió a su también notable discípulo que «la Argentina era el único misterio que escapaba a la comprensión de los economistas». Desde entonces Guy Sorman se sintió genuina, tal vez morbosamente intrigado por nuestro destino; este economista y filósofo francés ha viajado a  Buenos Aires a razón de casi una vez por año, y en el prefacio de su libro «Diario de un optimista» refiere sus intuiciones acerca de esta nación singular, donde su más relevante escritor (Borges) se declara irónicamente «inglés», donde su máximo héroe (San Martín) falleció en el ostracismo de Boulogne, donde la más jugosa atracción turística de la ciudad es un cementerio (La Recoleta) y donde las crisis económicas hunden una y otra vez a los argentinos en la mishiadura. Su conclusión es bastante obvia, y sin embargo no termina de permear: «La Argentina padece un mal singular que en otras partes de América Latina da la impresión de haberse superado pero que aquí parece incurable: una incapacidad crónica, genética, cultural, existencial para dotarse de instituciones estables, que trasciendan las disputas partidarias, ideológicas y provinciales». A continuación, sin embargo, va a fondo acerca de quién le parece el principal culpable de esta grave enfermedad: «El peronismo se convirtió en un pensamiento todoterreno, que permite legitimar tanto las exacciones como las reformas liberales (primer mandato de Menem). Este peronismo todoterreno, para toda estación, favorece el culto al jefe más que a las instituciones». Y después de describir sus pecados y de poner a salvo al propio Perón (de quien asegura que ya se utiliza como una mera coartada), Guy Sorman sube la apuesta: «Mientras no se juzgue al peronismo del mismo modo en que fueron juzgados el comunismo y el fascismo en Europa -salvando las distancias y proporciones-, los argentinos no se verán libres de los viejos demonios que acosan su memoria colectiva. Si se llevara a cabo ese juicio al peronismo, la conciencia argentina podría verse libre de la tentación del caudillismo. Nada da más tristeza que ver cómo los adversarios del caudillo en el poder se desviven por buscar un caudillo que lo reemplace». La última frase, escrita en 2012, alude a cómo la lógica del justicialismo penetró hasta en los sectores más antiperonistas. Sorman nos ha estudiado de cerca con afecto y rigurosidad, pero no es muy original: la mayoría de los políticos, periodistas, economistas y sociólogos del mundo tienen el mismo diagnóstico. Nuestra respuesta habitual, ante esa andanada de fallos unánimes, nos resulta tranquilizadora: los gringos no pueden comprender la idiosincrasia nacional y es inútil explicarles el peronismo. Ese desdén resignado se parece a cuando todo el mundo, menos nosotros, advertía que era imposible ganar la Guerra de Malvinas y luego que la convertibilidad no duraría cincuenta años, como les porfiábamos en cualquier sobremesa. El postergado y quizá utópico «juicio histórico al peronismo», por lo tanto, es un asunto crucial y pendiente, que casi nadie en las cátedras ni en las calles ni en las redacciones parece dispuesto a encarar. Hay un confort en dar a esa anomalía estructural, que destruyó el sistema de partidos políticos, una naturalización indebida, y también en esquivar el bulto, puesto que el abordaje de este auténtico tabú produce escozor, enemigos, sensación de peligro y muchísimos dolores de cabeza. La negativa a discutir los últimos setenta años -36 de los cuales gobernaron Perón o alguno de sus «herederos», y al menos otros veinte más transcurrieron bajo su presión o influencia ideológica- facilita la tarea de quienes pretenden ser inocentes de una larga y evidente decadencia, y prefieren discutir entonces la amarga estanflación de hace cinco minutos. Es así como después de 27 años ininterrumpidos de administración catastrófica y venal, el PJ bonaerense se dispone alegremente a marcarle las costillas a  una gobernadora que se enfrentó a las mafias y precisa vivir con sus hijos dentro de un cuartel. El  PJ cuenta, por acción u omisión, con la complicidad de muchos opinadores, que han descartado el estudio de la historia política y han resuelto actuar sin contextos y en el puro presente.

Este postergado «juicio histórico al peronismo» resulta más trascendental aún que el problema de la grieta, dado que esta no es más que un subproducto de su recurrente táctica divisionista. Pero el tema de fondo se sustrae permanentemente del debate: a nadie parece convenirle esa herejía; ni siquiera al oficialismo. Que ha tomado para sí la tremenda responsabilidad de lograr que el no peronismo complete un mandato democrático, algo que no sucede desde 1928. Su eventual reemplazo en diciembre serviría, no obstante, para darle paso a cualquiera de las dos versiones del justicialismo en boga, y con este marco de recesión, altísima inflación y persistente incertidumbre financiera, eso implicaría un drama muy superior a la mera derrota de esta circunstancial coalición gobernante; involucraría a todo el sistema democrático. Porque dejaría flotando una vez más la perversa y clásica idea de que «solo el peronismo puede gobernar», y por lo tanto le daría combustible al Movimiento de Perón para perpetuarse por varios lustros. Monólogo del partido único que los peronistas buscan con ansias, y que a cierto progresismo no parece molestarle demasiado. De todo esto no hay mayor responsable que Cambiemos, comisionado por millones de votantes para conducir a la sociedad por el desfiladero del pospopulismo y para construir desde allí un país normal. Las plegarias, por errores propios y huracanes ajenos, no fueron atendidas, y resta ahora ver si la «gente» resuelve darle un partido de revancha o le baja directamente el pulgar.

Hay, sin embargo, gradaciones en este inquietante drama nacional. Lavagna, pese a sus decorados socialdemócratas, gobernaría esencialmente con el justicialismo, pero su norte es incuestionablemente más republicano. El triunfo del chavismo argento significaría, por lo contrario, algo mucho más trágico que añadir un nuevo capítulo a nuestra mediocre ideología dominante y al ya tradicional régimen en el que nos hemos acostumbrado a vegetar. Caparrós, que visitó recientemente la patria de Chávez, explica que esa especie de reproducción del primer peronismo jamás lo sedujo, aunque entiende el apoyo de muchos intelectuales europeos: al principio hubo una política de distribución, que al final se mostró relativamente suicida. Terminaron secando la fuente de aquello que le servía para redistribuir, se basaron en un autoritarismo feroz y no se preocuparon nunca por crear en paralelo una economía diversificada. El chavismo es ardorosamente reivindicado, aun en estos epílogos, por los kirchneristas. Perón no hubiera sido tan incauto. Y Guy Sorman, también enemigo de los ultraliberales latinoamericanos («discípulos descarriados de Milton Friedman»), predijo con exactitud qué ocurriría en la Argentina y Venezuela cuando los precios del petróleo y la soja se desmoronaran. Es que todo se caía de maduro. Solo que casi nadie quería verlo. Con el problema peronista ocurre exactamente lo mismo.

Crédito: La Nación

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