Jaime Bayly: «El vendedor de ilusiones»
A menudo nos ocurre con los políticos algo parecido a los que nos pasa con nuestras antiguas parejas. Decepcionados de aquellos, nos preguntamos: ¿cómo pude haber confiado en esa persona? ¿Cómo pude votar por ella? ¿Cómo no me di cuenta de que era una persona deshonesta, tramposa, miserable, ruin? ¿Cómo fui tan ingenuo en apoyarla, tan ciego en no advertir sus defectos?
También nos sucede con las personas que antiguamente amamos y ahora quizás deploramos, aquellas que integran la lista por lo general oprobiosa de los ex: exesposos, exnovias, examantes. Desilusionados de esos individuos que en otros tiempos supimos querer, nos preguntamos: ¿Cómo pude ser tan idiota de enamorarme de esa persona? ¿Cómo pude tener el mal gusto de desear a ese canalla, ese patán? ¿En qué estaba pensando cuando pensé que podía ser feliz con ese tarado, esa necia? Que me haya enamorado de semejante cretino, ¿no demuestra, mal que me pese, que yo también soy un cretino?
Los políticos, como los amantes, intentan seducirnos. El político despliega todas las técnicas de seducción para hacernos creer que debemos confiar en él, votar por él. Para ganar nuestra confianza y, por extensión, nuestro voto, hace un esfuerzo para exagerar sus virtudes y soslayar sus defectos. Toda persona, por virtuosa que sea, tiene una zona noble y un lado oscuro. El político no quiere que conozcamos su lado oscuro: sus traspiés, sus pasos en falso, sus miserias, sus esqueletos en el closet. Calcula que, si nos enteramos de su lado oscuro, dejaremos de respetarlo y no votaremos por él. Al ocultar sus vicios y defectos, sus derrotas y fracasos, las feas manchas de su pasado, nos miente a sabiendas. Al proyectar en tono épico, grandilocuente, sus supuestas virtudes, sus grandes triunfos académicos, profesionales, empresariales, su amor a los pobres, su pasión por la patria, el político vuelve a mentirnos, porque construye una identidad tan heroica que ya no corresponde a su verdadera personalidad.
Con las parejas amorosas nos pasa algo parecido. El pretendiente necesita ganar nuestra confianza, no para llegar al poder, no para gobernar un territorio o un país, sino para conquistar nuestro cuerpo y luego gobernarlo. El pretendiente a gobernar nuestro cuerpo, a hacer suyo ese territorio esquivo, el de nuestra piel, hace un esfuerzo para mostrarnos todo lo mejor de sí mismo, exagerando bastante, y encubrirnos o escamotearnos todo lo peor de sí mismo, a sabiendas de que, si conocemos todo lo malo que nos oculta, quizás no confiaremos en él. Ocurre entonces que el amante, como el político, elige mentir, o camuflar la verdad, para conseguir su objetivo. Teme que, si nos dice toda la verdad, y exhibe ante nosotros su perfil más humano y deleznable, dejaremos de confiar en él, lo daremos de baja, no contestaremos más sus llamadas ni sus mensajes.
Dado que nos mienten para gobernar un territorio o gobernar nuestro cuerpo, es comprensible que, víctimas del engaño, nos hagamos una opinión errónea de ese individuo. Los pretendientes al poder o a nuestro cuerpo falsifican tanto su identidad, su biografía, sus intenciones, que, si son buenos embusteros, mentirosos creíbles y persuasivos, nos harán creer que son unas personas bien distintas de las que realmente son: esas personas nobles, altruistas, desinteresadas y de gran corazón que, en realidad, no son, no pueden ser, nunca fueron. Entonces, engañados, porque la mentira es un velo que nos impide ver las cosas como son, votamos por ese político o nos entregamos a ese amante, y quizás hasta admiramos y glorificamos a ese político y nos enamoramos hasta los huesos de ese amante. Es decir que esas personas han ejecutado cabalmente el operativo de seducción y nosotros hemos caído mansamente en sus telarañas.
Luego sobreviene la decepción.
Una vez en el poder, el político va mostrando sus verdaderos colores, su auténtica identidad, quién es de veras. Entonces, escandalizados, nos enteramos de que es un mitómano, un ladrón, un tramposo, un cínico, un miserable. Una vez en dominio de nuestro cuerpo, el amante se relaja, deja de sobreactuar sus virtudes, piensa que nuestro cuerpo ya le pertenece, que nos ha colonizado mental y sentimentalmente, y entonces se harta de fingir que es la buena persona que no es y se abandona a la placidez de ser quien de verdad es: un mitómano, un manipulador, un cínico, un vago, un ladrón, un bueno para nada, un cero a la izquierda.
Desolados, nos preguntamos: ¿cómo no nos dimos cuenta de que ese político era un mentiroso y un ladrón? ¿Cómo no advertimos que ese amante era un mentiroso y un vago? Esas preguntas rebajan la estima que nos tenemos, socavan nuestro amor propio. Nos sentimos unos tontos. Vemos la foto del político que nos sedujo, del amante que nos conquistó, y pensamos: cómo fui tan bobo en no darme cuenta de que el corderito escondía al lobo agazapado. Y entonces nos decimos: todos los políticos son iguales, unos mentirosos despreciables, no volveré a votar, a confiar en ninguno de ellos. O nos decimos: todos los hombres son iguales, unos asquerosos manipuladores, solo quieren llevarnos a la cama y luego engañarnos con otra, no volveré a enamorarme.
Pero a veces no nos mienten y, sin embargo, terminamos decepcionándonos de todos modos. El político honesto, bien intencionado, que gana nuestra confianza, con frecuencia se convierte en otra persona cuando llega al poder, o incluso cuando no llega. De eso ya no tenemos la culpa: el poder, la proximidad a montañas de dinero, la facilidad para robar, el conocimiento de que todos o casi todos medran del poder, lucran de él, van corroyendo la honestidad del político, contaminándola, viciándola, al punto de tornarlo en una persona sucia, mezquina, que usa su cercanía al poder para enriquecerse indebidamente, sin advertir que esas vilezas constituyen traiciones a nosotros, quienes confiamos en él, pero sobre todo a sí mismo, a quien era originalmente cuando se postuló al poder. De eso no cabe duda: el poder raramente mejora a las personas, casi siempre las empeora. Y entonces nos preguntamos: ¿cómo voté por ese ladrón, esa alimaña, esa sabandija? Y la respuesta simple es: porque no era un ladrón cuando votaste por él, solo que, ya en el poder, la facilidad para robar y la certeza de que sus rapiñas quedarían impunes lo llevó a delinquir. Ese individuo no era un delincuente cuando votamos por él, y acaso no sabía que podía convertirse en un delincuente, pero el poder lo vuelve un criminal: las numerosas oportunidades para robar y la sospecha de que sus crímenes serán ignorados y quedarán sin castigo lo convencen de que le conviene robar. Hasta que nos enteramos, y con suerte el político va a la cárcel, y nos sentimos unos estúpidos por no haber visto a tiempo al ladrón que nos embaucó con su verbo florido y su sonrisa taimada.
Con las parejas amorosas nos pasa más o menos lo mismo. Quizás el pretendiente no miente para seducirte, se permite ser honesto, brutalmente honesto, mostrando su zona noble y su lado oscuro, sin maquillar el lado oscuro. Y lo aceptamos tal como es y nos entregamos a él. Pero luego el tiempo, que es una fina y persistente llovizna que todo lo erosiona, cambia a las personas: va cambiando a nuestra pareja y también a nosotros, o cambia uno y el otro no, o nos movemos en direcciones opuestas. Y esas mutaciones, esas alteraciones en la personalidad, esas lentas y soterradas metamorfosis que operan en el corazón de nuestra identidad y nuestras manías, antojos y caprichos, nos van alejando a uno del otro, al punto que, años después, ninguno de los dos es quien era cuando nos enamoramos. Es decir que el amor unió genuinamente a dos personas, pero ahora las separa porque el tiempo las ha convertido en unas personas tan distintas que el amor ya no resulta posible, se ha perdido, el tiempo lo ha enterrado bajo la arena del desierto del desamor. Es otra forma de decepción, aunque se diría que una menos dolorosa: cómo no imaginé que la persona de la que me enamoré terminaría siendo quien es ahora, cómo pensé que yo sería tan inocente que podría estar con esa persona el resto de mi vida. Cuando vemos una antigua foto nuestra, pensamos: es increíble, esa persona no soy yo, veo en ella a un extraño. Y es verdad: ya no somos esa persona. Seguimos habitando ese cuerpo, pero los rasgos esenciales del huésped han cambiado. Nos pasa igual cuando vemos una foto antigua de una expareja dada de baja: esa persona se nos antoja irreconocible, vemos en ella a un extraño, un enemigo, un impostor. Pero cuando la conocimos era tal vez otra persona, y por eso nos entregamos a ella.
En mi país, casi todos los políticos poderosos, si no todos, terminan siendo unos grandes ladrones. En mi biografía sentimental, casi todas mis parejas me han traicionado, me han humillado. Lo que me lleva a preguntarme: ¿Cómo podemos darnos cuenta de que ese político es un ladrón? ¿Cómo podemos sospechar que esas promesas de amor serán deshonradas? ¿Cómo podemos ver al lobo, sin engañarnos con el cordero?
Es bueno recordar que las personas no cambian, o cambian solo para mal. Los políticos que pasan por el poder sufren una suerte de radiación tóxica que los daña gravemente. Para sobrevivir en la pelea desalmada por el poder, tienen que recurrir a sus zonas más innobles, sus instintos subalternos. El político que solo dice la cruda verdad no te seduce, no llega al poder. El amante que solo nos dice la verdad desnuda y no hace un esfuerzo histriónico por mostrarse deseable, apetecible, no te conquista, no llega a gobernar tu cuerpo.
Entonces, ¿cómo podemos protegernos de los mentirosos, detectar a tiempo sus embustes, traspasar la niebla de sus sobreactuaciones y ver con nitidez quiénes son? No hay que creer lo que nos dicen, nos prometen, nos juran sobre su honor o la memoria de su madrecita muerta y en el cielo. Hay que ver lo que hacen, lo que han hecho, su conducta. Una persona no es lo que dice, sino lo que hace, lo que ha hecho con su vida. El ladrón no cambia, el mujeriego tampoco, el mentiroso menos. No prestemos atención a las palabras, la hojarasca retórica, los cantos de sirena: miremos con frialdad los hechos, la conducta, la andadura del postulante al poder o a nuestro cuerpo. Lo que han hecho antes de nosotros es lo que harán después de nosotros o lo que harán con nosotros. No cambiarán, no mejorarán, o cambiarán, si acaso, solo para peor.
La mejor manera de no llevarse grandes desilusiones es no hacerse grandes ilusiones. Y hacerse grandes ilusiones con los vendedores profesionales de ilusiones es, con seguridad, un error que nos costará caro.
Crédito: Infobae
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