Jaime Bayly: «El loro procaz»

(Getty)

-Quiero que el loro esté hablando cuando regrese de viaje -dijo Dorita Lerner viuda de Barclays, antes de despedirse de sus empleadas domésticas y dirigirse al aeropuerto de Lima, donde tomaría un vuelo a Madrid.

El loro había sido capturado recientemente en los lujuriosos jardines de su casa. Con toda probabilidad, se había escapado de alguna casa vecina, o sus dueños lo habían echado a volar, hartos de las insolencias y procacidades del ave emplumada, que, cuando fue atrapada por Luis, el jardinero de Dorita, no sólo le picoteó las manos, sino le gritó:

-¡Puto, puto, puto!

Tuvieron que cortarle las alas, enjaularlo y darle maíz blanco para que se calmase. Pero sólo se tranquilizó cuando le ofrecieron un plátano, que comió entero, incluyendo la cáscara.

Jimmy Barclays, hijo de Dorita, escritor itinerante, pensó que su madre viajaría a Madrid para verlo firmando ejemplares en la feria del libro del Retiro.

-No estoy viajando para verte -le aclaró Dorita el malentendido-. Voy a curarme el ojo seco.

-¿En qué consiste el ojo seco? -preguntó su hijo, alarmado.

-En que tengo el ojo seco, pues, huevón -le dijo su madre-. No se me moja el ojo. Lo tengo seco reseco.

-¿Ambos ojos o sólo uno?

-Sólo uno.

Como ya tenía setenta y nueve años cumplidos, Dorita le pidió a su hija Carolina que la acompañase a Madrid. Con su habitual generosidad, Carolina aceptó viajar con su madre. Reservaron una suite en el Villa Magna. No podían alojarse en el Wellington. En alguno de sus últimos viajes a Madrid, las habían pillado en ese hotel, hurtando, como dos adolescentes pícaras, toallas, sábanas y batas, y les habían aplicado una multa benigna de quinientos euros, además de prohibirles la entrada como huéspedes. Ellas lo habían negado todo, pero estaban grabadas por las cámaras de seguridad de los pasillos, corriendo como unas locas desatadas, asaltando con sigilo los carritos de las limpiadoras, desvalijándolos de todo cuanto pudiesen rapiñar, no sólo toallas o sábanas, también jabones, champús y hasta rollos de papel higiénico. Por supuesto, Dorita y su hija no necesitaban nada de eso, pero saquearlo a hurtadillas y entre risas les mejoraba mucho el viaje.

Días antes de abordar el vuelo a Madrid, varias ciudades peruanas habían sufrido terremotos y temblores. Dorita estaba preocupada por eso, no se diga su hija Carolina, que tenía pavor a los temblores desde niña. Ya en el avión, se instalaron en clase ejecutiva, cenaron sin privarse de nada y enseguida Dorita se acomodó y quedó profundamente dormida. No necesitó pastillas para hundirse en un sueño bienhechor, sólo dos gotitas de Rivotril en la lengua y una de Cannabis Oil. Su hija Carolina prefirió ver películas y esperar a que el sueño la invadiera. Dorita era un alma bendita y podía dormirse en cualquier lugar, a cualquier hora, echada, sentada o hasta de pie.

Profundamente dormida, como si estuviera en su austera cama de la mansión en Miraflores donde vivía acompañada de un séquito de criadas que la adoraban por su inmensa generosidad, Dorita sintió de pronto que todo se movía bruscamente, su cuerpo era sacudido por unas tembladeras virulentas, sus delgadísimos cincuenta y ocho kilos eran remecidos como si fueran pétalos de una rosa en medio de un huracán. Aterrada, dio un respingo y gritó:

-¡Terremoto, terremoto!

Luego, de un salto, con sorprendente agilidad para su edad, que ella atribuía a sus sesiones de masajes y estiramientos todas las tardes en su casona de Lima, Dorita se puso de pie (ella nunca se ataba el cinturón de seguridad de los aviones, ni siquiera cuando se lo ordenaban) y volvió a gritar, viendo cómo todo a su alrededor temblaba, sonaba con furia y se estremecía, reduciéndola a una mujer frágil con un ataque de pánico:

-¡Terremoto, terremoto!

Enseguida corrió hacia la puerta de salida. Para su sorpresa, una azafata española, correctamente uniformada, se liberó de su cinturón de seguridad, se puso de pie y, el rostro circunspecto, la mirada adusta, le dijo:

-Señora, por favor, siéntese. Estamos en zona de turbulencia. No puede estar parada.

Pero Dorita no la escuchó, no pudo escucharla, porque estaba realmente asustada.

-¡Terremoto! -volvió a gritar-. ¡Quiero salir! ¡Abran la puerta!

Enfadada, la azafata le ordenó:

-Señora, ¡siéntese inmediatamente!

Sorprendida de que no le hicieran caso, Dorita le aventó no una sino dos bofetadas, y a continuación le dijo:

-¡No me contradigas, igualada!

De inmediato otra azafata se acercó, calmó los ánimos encrespados y le dijo a Dorita:

–Cálmese, señora, no es un terremoto. Estamos en un avión, en los aviones no hay terremotos.

Casi al mismo tiempo, Carolina se acercó a su madre y le dijo:

-Mamucha, estamos en un avión de Iberia, no estamos en Lima. No te asustes, es sólo un ratito que el avión se mueve y luego pasa.

-Cojudas -murmuró Dorita, volviendo a su asiento de mala gana-. Si me cae el techo encima, ustedes tendrán la culpa.

Poco después volvió a quedarse dormida y ya no hubo turbulencias ni contratiempos que la despertasen.

Antes de aterrizar en Barajas, Dorita guardó en su cartera las bolsas para vomitar. Tenía esa costumbre, ella que viajaba tanto: llevarse las bolsas de papel blanco para vomitar.

-Son muy prácticas -le dijo a su hija-. Me sirven en Lima para repartir la plata al personal. Y me sirven para hacer pila cuando estoy en la calle y no puedo aguantarme.

Tan pronto como se registraron en el hotel Villa Magna, Dorita se aplicó Cannabis Oil en todo el cuerpo y se sintió lozana, rozagante. Luego llamó por teléfono a su casa en Lima y preguntó no por sus hijos y nietos, que eran muchos, tantos que ya se le confundían sus nombres y sus conflictos, enconos y rencillas, todos intrigando entre sí y exigiendo que ella arbitrase sus querellas absurdas, sino por el loro recién capturado.

-¿Cómo está mi loro Puto? -preguntó.

Lo había llamado así porque el loro insistía en llamar «puto» a todo el mundo, a todo quien se acercase a él con comida o sin ella.

-¿Ya está diciendo otras palabras? -preguntó Dorita-. ¿Ya habla bonito?

-No dice nada más -le informó Luis, su jardinero, quien debía ponerse guantes para dejar la comida dentro de la jaula de Puto, pues el loro era muy agresivo y lo atacaba a picotazos, al tiempo que lo insultaba con la única palabreja que decía con sorprendente fluidez y soltura.

-Dale pan remojado en vino -ordenó Dorita-. Hay que emborracharlo. El vino lo hará hablar. Seguro que sabe otras palabras, pero no las dice porque tiene miedo.

Luis, el jardinero, se comprometió a alcoholizar al loro.

-No te emborraches tú también -le advirtió Dorita, su jefa mandona y querendona-. No te me hagas el pendejo -añadió ella, que gozaba diciendo palabras ásperas, pendencieras.

Luego Dorita llamó por teléfono a su hijo Jimmy, que también estaba en Madrid.

-¿Quieres venir a verme a la feria del libro? -preguntó Jimmy, ilusionado de ver a su madre e impresionarla con las largas colas de lectores que aguardaban por una firma y una foto con él.

-No seas cojudo, hijito -dijo Dorita-. No he venido a Madrid a perder mi tiempo. Y con el ojo seco, de ninguna manera voy a verte a la feria del Retiro.

Esa noche Jimmy y su madre cenaron juntos y, mientras esperaban los postres, Dorita llamó a Lima y le pidió a su personal que acercase el teléfono al loro lisurero, pues quería escucharlo, lo extrañaba, quién diría que ella se iba a encariñar de un loro intruso y malhablado.

-¡Puto, puto! -gritó el loro, sin saber que sus chillidos procaces estaban oyéndose con altavoz en el restaurante «El Paraguas» de Madrid.

-Te está mandando saludos -le dijo Dorita a su hijo Jimmy, y soltó una carcajada.

Crédito: Infobae

Jaime Bayly
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